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de nuevo su tierra, porque desde luego no intentó, como cualquiera hubiera esperado, hacer el viaje todo lo

fatigoso, incómodo, peligroso o interminable que pudiera. Excepto cuando nos indicó que rodeásemos un

foso de alquitrán que teníamos delante, arenas movedizas o algún otro obstáculo, yo sabía por el sol que

el a mantenía un rumbo hacia el norte tan directo como era posible a través de los val es que había en las

cordil eras de montañas costeras. La distancia habría sido menor si hubiéramos seguido la línea costera al

oeste de las montañas o la l ana Tierra de los Huesos Muertos, que se encontraban al este de las mismas

montañas.., pero cualquiera de esos dos caminos nos habría l evado más tiempo y nos habría resultado

mucho más arduo, pues nos habríamos abrasado en las marismas que había al lado del mar o nos

habríamos quedado secos en las despiadadas y calientes arenas del desierto.

No obstante, e incluso sin que Gónda Ke intentase añadir dificultades por su cuenta, el viaje fue riguroso y

harto cansado. Desde luego subir por una empinada ladera de montaña tensa los músculos del cuerpo y

hace que entren calambres, se tiene la sensación de que todos el os se tensen. Cuando se l ega a la cima

uno deja escapar un sincero suspiro de alivio. Pero luego, al bajar por la pendiente del otro lado, se

descubre que el cuerpo tiene otros muchos, innumerables, músculos por tensar. Gónda Ke, los dos

guerreros -cuyos nombres eran Machíhuiz y Acocotli- y yo soportábamos aquel as penalidades bastante

bien, pero con frecuencia teníamos que detenernos y dejar que el ticitl Ualiztli recuperase el aliento y las

fuerzas. Ninguna de aquel as montañas es lo bastante alta para tener una corona de nieves perpetuas,

como el Popocatépetl, pero muchas de el as se elevan hasta las regiones heladas del cielo donde reina

Tláloc, y también muchas fueron las noches que los cinco pasamos tiritando sin poder dormir, a pesar de

estar envueltos en nuestros gruesos mantos tíamaitin.

Con mucha frecuencia, de noche oíamos a un oso, a un jaguar, a un cuguar o a un océlotl olisquear con

curiosidad nuestro campamento, pero mantenían siempre la distancia, porque los animales salvajes

aborrecen por naturaleza a los humanos, por lo menos a los vivos. Sin embargo de día había abundancia

de caza: ciervos, conejos, el enmascarado mapache o el tlecuachi con el vientre abolsado. Y también había

vegetales en abundancia: tubérculos camotin, frutos ahuácatin y berros mexixin. Cuando Ualiztli encontró

un poco de la hierba l amada camopalxíhuitl, la mezcló con la grasa de los animales que cazábamos e hizo

un ungüento para aliviarnos los músculos.

Gónda Ke le pidió un poco de aquel a hierba para ponerse el jugo en los ojos, "porque los oscurece, les da

bril o y los embel ece". Pero el tícitl se negó a dársela alegando el siguiente motivo:

-Cualquiera a quien se le administre un poco de esa hierba puede verse muerto pronto, y yo no me fiaría

nada de ti, mi señora, si la tuvieras en tu poder.

Había muchas aguas en aquel as montañas, tanto charcas como torrentes, todas el as frías, dulces y

deliciosas. No íbamos equipados con redes para capturar los peces o las aves acuáticas, pero los lagartos

axólotin y las ranas se capturaban con facilidad. También arrancábamos raíz amoli y, por frías que

estuvieran las aguas, nos bañábamos casi cada día. En resumen, nunca carecimos de buena comida y

bebida ni del placer de estar limpios. Incluso puedo decir, ahora que ya no tengo que escalarlas, que

aquel as montañas son sorprendentemente bonitas.

Durante la mayor parte de nuestro viaje fuimos acogidos de forma muy hospitalaria en las aldeas con las

que nos encontramos. Dormimos bajo techo, y las mujeres lugareñas nos cocinaban manjares que nosotros

desconocíamos. En cada aldea, Ualiztli buscaba inmediatamente al tícitl y le rogaba que le proporcionase

diversos medicamentos e instrumentos de sus almacenes. Aunque Ualiztli murmuraba que la mayoría de

los tíciltin de aquel as regiones apartadas tenían unas ideas patéticamente anticuadas del arte de la

medicina, pronto se vio de nuevo transportando un saco bien abastecido.

La persona a la que yo buscaba para entablar amistad en cada comunidad era su cacique, jefe, señor o

como quiera que se hiciera l amar. Durante la mayor parte de nuestro viaje estuvimos atravesando las

tierras de varios pueblos: coras, tepehuanos, sobaipuris, rarámuris, que se mostraron amistosos hacia

nosotros, pues aquel as naciones y tribus habían tenido durante mucho tiempo tratos con comerciantes

aztecas que iban de viaje y, antes de la caída de Tenochtitlan, también con comerciantes mexicas.

Hablaban diferentes lenguas, y algunas de las palabras y expresiones que utilizaban yo las había

aprendido, como ya he dicho antes, de los exploradores que el os habían enviado para echar un vistazo a

los hombres blancos, aquel os exploradores que residían conmigo en el Mesón de San José, en la Ciudad

de México. Pero Gónda Ke, a causa de sus muchos y extensos viajes, mostraba una fluidez que yo no tenía

en todas aquel as lenguas. De modo que, a pesar de lo poco de fíar que era para cualquier tarea de

responsabilidad, yo la utilizaba como intérprete.

El mensaje que yo hacía l egar a cada cacique era siempre el mismo: que estaba reuniendo un ejército para

derrocar a los extranjeros blancos y que desearía que me prestaran cuantos hombres fuertes, valientes y

agresivos pudieran. Resultaba evidente que Gónda Ke no traducía mal ni en tono despectivo mis palabras,

porque casi todos los caciques respondieron con afán y generosidad a mi petición.

Aquel os que habían enviado exploradores al sur, a las tierras que se encontraban en poder de los

españoles, ya habían oído informes muy realistas y de primera mano sobre la opresión brutal y los malos

tratos de que eran objeto aquel os miembros de nuestro pueblo que habían conseguido sobrevivir a la

conquista. Tenían noticias de la esclavitud que existía en los obrajes, de las matanzas, de los azotes, de las

marcas hechas con hierro candente, de la humil ación de hombres y mujeres en otro tiempo orgul osos, de

la imposición de una religión nueva, incomprensible y cruel. Naturalmente, aquel os informes habían

circulado entre todas las otras tribus, comunidades y naciones cercanas, y a pesar de ser informes de

segunda mano habían encendido en cada hombre viril y capaz un ardoroso deseo de hacer algo para

vengarse. Y ahora se les presentaba la oportunidad.

Los caciques apenas tuvieron que pedir voluntarios. En cuanto transmitían mis palabras a sus súbditos, me

veía rodeado de hombres, algunos de el os aún adolescentes, otros viejos y decrépitos, que lanzaban con

entusiasmo gritos de guerra y agitaban al aire las armas de obsidiana o de hueso. Yo tenía donde elegir, y a

los que escogí los envié hacia el sur después de darles indicaciones, tan precisas como me fue posible,

para que consiguieran encontrar Chicomóztotl y reunirse al í con Nocheztli. Incluso a aquel os que me

parecieron demasiado viejos o demasiado jóvenes les asigné un importante encargo:

-Id y difundid mi mensaje por todas las otras comunidades, marchad lo más lejos que podáis. Y a cada

hombre que se ofrezca, dadle las mismas indicaciones que yo acabo de daros.

Debería remarcar que yo no estaba reuniendo hombres que sólo quisieran ser guerreros. Los que elegí