estaban muy acostumbrados a la batal a, pues sus tribus luchaban a menudo con las tribus vecinas a causa
de los límites territoriales, de los terrenos de caza y a veces incluso para secuestrar a las mujeres de otras
tribus a fin de convertirlas en sus esposas. Sin embargo, ninguno de aquel os campesinos tenía la menor
experiencia en la guerra masiva, nunca habían sido miembros de ningún ejército ni habían servido en
contingentes organizados que actuasen en disciplinado concierto. Yo confiaba en que Nocheztli y los demás
cabal eros bajo mis órdenes les enseñasen todo lo que les hacía falta saber.
Supongo que era de esperar que, a medida que los cinco viajeros nos adentrábamos más y más en el
noroeste, mi mensaje era recibido con más incredulidad que entusiasmo. Las comunidades de aquel os
apartados parajes del Unico Mundo eran más pequeñas y estaban más aisladas unas de otras. Y al parecer
tenían poco deseo o necesidad de relacionarse, de comerciar o incluso de comunicarse. Los pocos
contactos que se producían entre el as se daban cuando dos o más tenían ocasión de pelearse entre el as,
igual que las comunidades que habíamos visitado previamente, lo que casi siempre ocurría por motivos que
pueblos más civilizados hubieran considerado fruslerías.
Incluso las numerosas tribus del país de los rarámuris, cuyo nombre significa Pueblo Corredor, rara vez
habían corrido lejos de sus aldeas nativas. La mayor parte de sus caciques habían oído sólo vagos rumores
sobre los extranjeros procedentes de más al á del mar Oriental que habían invadido el Unico Mundo.
Algunos de aquel os caciques opinaban que, si aquel o había ocurrido en realidad, era un desastre tan
lejano que a el os no les concernía. Otros se negaban l anamente a creer tales rumores. Por fin, nuestro
pequeño grupo l egó a unas regiones donde los rarámuris que en el as residían no habían oído nada de
nada acerca de los hombres blancos, y muchos de el os se echaron a reír de forma estrepitosa ante la idea
de que pudieran existir hordas enteras de personas cuya piel fuera uniformemente blanca.
A pesar de aquel as actitudes generalizadas de indiferencia, escepticismo o completa incredulidad, continué
recogiendo oleadas de nuevos reclutas para mi ejército. No sé si atribuir aquel o a mis argumentos
persuasivos y animosos, a que los hombres estaban cansados de pelear con sus vecinos y deseaban
nuevos enemigos a los que vencer o simplemente a que querían viajar lejos de aquel as guaridas suyas tan
conocidas y en las que encontraban tan pocas emociones. El motivo no importaba; lo importante fue que
cogieron sus armas y se dirigieron al sur, hacia Chicomóztotl.
Las tierras de los rarámuris eran las más septentrionales en las que se reconocían a los aztecas y a los
mexicas, aunque fuera remotamente, y las últimas en las que nosotros, los viajeros, podíamos esperar que
nos recibieran con hospitalidad o siquiera con tolerancia. Tras bordear una magnífica catarata y admirar su
grandiosidad al mismo tiempo, Gónda Ke dijo:
-La cascada se l ama Basa-séachic. Marca el límite del país de los rarámuris, y desde luego es el último
confín del cual los mexicas, en la cúspide de su poder, reclamaron el dominio. Cuando vayamos siguiendo
el borde del río que corre debajo de las cataratas, nos estaremos aventurando en las tierras de los yaquis, y
al í tenemos que ir con mucha cautela y vigilando siempre. A Gónda Ke no le importa mucho lo que os haría
a vosotros cualquier grupo errante de cazadores yaquis. Pero no quiere que la maten a el a antes de tener
oportunidad de saludarlos en su propia lengua.
De modo que, de al í en adelante, caminamos casi con tanto sigilo como cuando Ualiztli y yo nos
escapamos de Compostela deslizándonos entre la maleza. Pero toda aquel a cautela resultó ser
innecesaria. Durante tres o cuatro días no nos encontramos con nadie, y transcurrido ese tiempo nuestro
rumbo nos había l evado hasta el pie de las montañas, cubiertas de espesos bosques, al interior de una
región de colinas onduladas tapizadas de vegetación baja. En una de aquel as colinas vimos por primera
vez a un grupo de yaquis, una partida de caza compuesta por seis hombres, y el os nos vieron al mismo
tiempo; Gónda Ke se dirigió a el os mientras los saludaba con tales gritos que impidió que cargasen contra
nosotros. Permanecieron donde estaban y la observaron con una mirada helada cuando se adelantó para
presentarse.
Gónda Ke seguía hablándoles con seriedad en aquel a fea lengua yaqui, todo gruñidos, chasquidos y
murmul os, mientras los demás nos acercábamos despacio. Los cazadores no dijeron nada, y nos dirigieron
a los hombres la misma mirada helada que a Gónda Ke. Pero tampoco hicieron ningún gesto amenazador,
así que mientras Gónda Ke seguía gimoteando, aproveché la oportunidad para contemplarlos
detenidamente.
Tenían buenas facciones de halcón y cuerpos dotados de fuertes músculos, pero estaban casi tan sucios
como nuestros sacerdotes y l evaban el cabel o igual de largo, grasiento y enmarañado. Iban desnudos
hasta la cintura y, en un principio, creí que vestían faldas hechas con pel ejos de animales. Luego me di
cuenta de que las faldas eran de pelo que colgaba suelto alrededor de la cintura, pelo tan largo como el de
el os y mucho más de lo que le crece a cualquier animal. Eran cabel eras humanas, con el cuero cabel udo
seco todavía sujeto y atadas alrededor de la cintura de los hombres con cuerdas a modo de cinturón. Varios
de el os les habían añadido a las faldas la caza que habían matado aquel día, siempre animales pequeños,
y los l evaban con los rabos remetidos en aquel os cinturones de cuero cabel udo. Podría mencionar aquí
que en aquel as tierras abunda toda clase de caza y que los yaquis la comen. Pero a los hombres lo que
más les gusta es la carne del tlecuachi de vientre abolsado, porque tiene mucha manteca y creen que eso
les da resistencia en la caza o en las incursiones guerreras.
Sus armas eran primitivas, pero no por el o menos letales. Tenían arcos y lanzas hechos de caña; las
flechas eran de junco rígido y las lanzas parecidas a las que emplean algunos pueblos pescadores, con tres
dientes puntiagudos en el extremo. Las flechas y las lanzas terminaban en puntas de sílex, señal cierta de
que los yaquis nunca tenían tratos con ninguna de las naciones del sur, de donde procede la obsidiana. No
tenían espadas como nuestras maquáhuime, pero dos o tres de el os l evaban, colgadas de unas correas
alrededor de las muñecas, porras de madera quauxeloloni, que es tan dura y tan pesada como el hierro
español.
Uno de los seis hombres respondió con un breve gruñido a Gónda Ke; luego hizo un gesto con la cabeza
hacia atrás, en la misma dirección por la que habían venido, y dieron media vuelta y se marcharon en esa
dirección. Nosotros cinco los seguimos, aunque me pregunté si Gónda Ke no habría incitado a sus
paisanos simplemente a que nos l evasen hasta un grupo mayor de cazadores, para así, al superarnos
fácilmente en fuerza, arrancarnos la cabel era y asesinarnos. Fuera así o no, si ésa había sido su intención
no había logrado convencerlos. Nos condujeron por entre las colinas sin volver ni siquiera una vez la
cabeza para ver si íbamos con el os, y así estuvimos durante el resto del día hasta que, al anochecer,
l egamos a su aldea. Estaba situada en la margen norte de un río l amado Yaqui, cosa que no es de
sorprender, y la aldea se l amaba, sin demostrar la menor imaginación, Bakum, que significa meramente