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Iba marcando el ritmo con los dedos mientras conducía, y seguía esperando que su móvil sonara, que llamaran su padre o Carrie, o su madre, diciéndole que todo iba bien. Pero su móvil permaneció en silencio durante todo el camino hasta Austin.

Capítulo 2

La puerta delantera de la casa estaba cerrada con llave. En el garaje, su madre había montado su estudio de fotografía, y Evan pensó que debía de encontrarse allí, buscando refugio entre las películas, el imprimador y la soledad.

Abrió la puerta con su llave y entró.

– ¿Mamá? -gritó.

No hubo respuesta.

Caminó hacia la parte de atrás de la casa, hacia la cocina. Le traía su manjar favorito: pastas de melocotón que había comprado en una pastelería a medio camino de Houston que a ella le encantaba, y quería guardar la comida antes de dirigirse al estudio.

Evan giró la esquina y vio a su madre en el suelo de la cocina. Estaba muerta.

Se quedó helado. Abrió la boca, pero no pudo gritar. El mundo a su alrededor se volvió denso, mientras percibía el sonido de su propia sangre palpitándole por el cuello, por la sien. La bolsa de pastas de melocotón cayó al suelo, seguida de su equipaje.

Dio dos pasos hacia ella, a trompicones. Le faltaba el aliento y sentía áspera la garganta y la lengua dilatada; en el aire de la cocina flotaba un inconfundible hedor a muerte. Distinguió el brillo plateado de un cable metálico alrededor del cuello de su madre.

Junto a ella había una silla de cocina vacía, como si hubiera estado sentada en ella antes de morir. Evan emitió un gemido, se arrodilló junto a su madre y le apartó el pelo grisáceo de la cara. Sus ojos, ahora ciegos, estaban hinchados y abiertos de par en par.

– ¡Dios mío! ¡Mamá! -Le puso los dedos en los labios: estaban rígidos. Aún tenía la piel caliente-. ¡Mamá, mamá!

Su voz estalló de dolor y de terror. Evan se puso en pie. Una sensación de mareo le hizo doblar las rodillas. La policía. Tenía que llamar a la policía. Se dirigió tambaleando hasta la barra de la cocina, donde aún estaba el desayuno: una taza de café con la marca del pintalabios, una bandeja salpicada con gotas de mermelada de ciruela y unas migas de muffin.

Con mano temblorosa, alcanzó el teléfono.

Algo metálico le golpeó la cabeza por detrás. Cayó de rodillas, se mordió la lengua con los dientes y notó el sabor de la sangre en su boca. Poco a poco, el mundo comenzó a oscurecerse.

Una pistola le presionaba la nuca, sentía el frío del círculo perfecto del cañón contra su cabello. Alguien le pasaba una cuerda de nailon por la cabeza y la tensaba alrededor de su garganta de un tirón. Intentó moverse para liberarse, pero la pistola volvió a crujir contra su sien.

– Muévete y estás muerto.

Era la voz de un hombre joven. Se divertía pronunciando la palabra «muerto» con un tono crueclass="underline" «Mueeeeerto».

Unas manos cogieron su petate al otro lado de la cocina y lo apartaron de su vista. Eran ladrones.

– Cógelo -susurró Evan-. Cógelo y vete.

Oía cómo hurgaban: estaban sacando su ordenador y su cámara de la bolsa. Oyó el sonido de su portátil al encenderse, más alto que su propio aliento entrecortado. Tras un breve silencio, unos dedos empezaron a teclear.

– ¿Qué quieres? -se oyó a sí mismo preguntar. No hubo respuesta-. Mi madre, mataste a mi madre.

– ¡Cállate ya!

La pistola mantenía la cabeza de Evan inclinada hacia delante, en contacto casi con la mandíbula de su madre.

Evan quería girarse, ver la cara del hombre, pero no podía. El lazo le apretaba el cuello, clavándose con brutalidad.

– Lo tengo -dijo otra voz. Un hombre mayor que el primero. Arrogante y con una voz fría de barítono. De nuevo oyó el ruido de dedos en el teclado-. Todo borrado.

Evan escuchó explotar un globo de chicle cerca de su oreja.

– ¿Puedo ahora?

– Sí -dijo el otro-. Es una pena.

El acero crujió contra la cabeza de Evan. Círculos negros estallaron ante sus ojos, alejándolos de la mirada vacía de su madre.

Evan se despertó. Estaba agonizando.

No podía respirar mientras sentía la cuerda que le quemaba el cuello y sus piernas bailaban en el vacío. Una bolsa de basura le cubría la cabeza y le hacía ver el mundo de un color gris lechoso. Se agarró a la cuerda y emitió un grito asfixiado mientras el lazo lo estrangulaba.

– Dabas por sentado que podrías respirar, ¿verdad cielito?

Era la voz del hombre joven, fría y burlona.

Evan pataleaba, impotente. La encimera, la silla… tenían que estar allí para aguantar su peso, para salvarle. Usaba todas las fuerzas que le quedaban; no tenía otra opción.

– Da dos patadas si duele mucho -dijo la voz del hombre joven-, tengo curiosidad.

De repente, una explosión invadió su mundo: cristales hechos añicos, disparos y un instante de silencio. Luego el hombre más joven chilló:

– ¡Maldita sea!

La cuerda se balanceó. Evan intentó meter los dedos bajo la mortal y asfixiante cuerda. Otra traca de disparos retumbó en sus oídos, cayó contra el suelo y sobre él llovieron trozos de escayola y astillas de madera. El trozo suelto de la cuerda cortada por el disparo le cayó sobre el rostro.

Intentaba respirar. Era en vano. Respirar era una capacidad olvidada, un truco que Evan ya no conocía. Al fin, su pecho encontró el maravilloso aire. Bebió oxígeno, bebió vida. Le dolía el cuello como si se lo estuvieran despellejando desde dentro.

Oyó un nuevo estallido y el sonido de un peso cayendo contra los arbustos, al otro lado de las ventanas.

Luego el más absoluto silencio.

Desgarró la bolsa de plástico que le cubría la cara. Parpadeó, escupió sangre y bilis. Una mano le tocó el hombro, unos dedos le pellizcaron.

– ¿Evan?

Miró hacia arriba. Un hombre lo miraba fijamente. Pálido, calvo, alto. Más o menos de la edad de su padre, unos cincuenta y pocos.

– Se han ido, Evan -dijo el hombre calvo-. Vámonos.

– Lia… llame… -sentía cada sílaba arder como fuego en la boca-. Llame… policía. Mi… madre. Él…

– Tienes que venir conmigo -insistió-, no puedes quedarte aquí. Te estarán buscando.

Evan negó con la cabeza.

El hombre se agachó, desató la cuerda rota del cuello de Evan, lo puso en pie y lo arrastró lejos del cuerpo de su madre.

– Soy amigo de tu madre -le explicó. Sostenía una escopeta-. Te sacaré de aquí.

– Mi madre. La policía. Llame a la policía. Había un hombre… o dos…

– Se han ido. Llamaremos a la policía -dijo el hombre-, pero no desde aquí.

Empujó a Evan deprisa hacia la puerta.

– ¿Quién demonios es usted? -preguntó Evan, luchando contra el pánico que empezaba a invadirle el pecho.

Un hombre que no conocía, con un arma enorme y que no quería que llamase a la policía. De eso nada.

– Hablaremos más tarde. No podemos quedarnos aquí. Necesito tu…

El hombre no pudo acabar la frase: Evan le arreó un gancho de izquierda en la mandíbula, sin mirar y con torpeza. Sentía aún los músculos agarrotados por el miedo y el dolor. El hombre se tambaleó hacia atrás y Evan salió corriendo por la puerta principal, que había quedado abierta.

– ¡Evan, maldita sea! ¡Ven aquí! -le gritó.

Evan salió corriendo al húmedo aire primaveral. Las fuertes pisadas de sus deportivas eran el único sonido que se escuchaba en el tranquilo vecindario, entre las sombras de los robles. Miró hacia atrás. El hombre calvo salió corriendo desde la casa. Llevaba la escopeta en una mano y el petate amarillo de Evan en la otra. Entró en un desgastado Ford sedán azul aparcado en la calle.

Evan atajó por los elegantes jardines, esperando que una bala le destrozase la columna o la cabeza. Vio una puerta de un garaje abierta y giró hacia el jardín. «Por favor, Dios, que estén en casa.»