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– La entrada -dijo Evan- es por el otro lado…

– Lo sé -dijo Carrie-, pero nos pueden cortar el paso. Vamos por aquí.

Evan no discutió. Él corría más rápido y la agarró por el brazo.

Dezz se movía entre la multitud que huía, persiguiéndolos rápidamente.

Iba amenazando con la pistola obligando a la gente a apartarse de su camino y huir despavorida, con lo que le dejaba vía libre. Un hombre con una camiseta de Tulane se abalanzó sobre Dezz, y éste lo golpeó en pleno rostro con la pistola. El hombre cayó al suelo. Dezz y Jargo no redujeron la velocidad. Dezz le entregó a su padre una segunda pistola.

Evan y Carrie dejaron atrás la cancioncilla del carrusel del zoo y atravesaron el carril de un tranvía por el que el tren del pantano recorría el zoo. En la siguiente sección había animales de América del Sur. Evan buscó un cartel de salida o un edificio donde pudiesen esconderse. Siguieron corriendo por una pasarela de madera. A la derecha había un estanque cubierto de algas para un grupo de flamencos, y a la izquierda un trozo de tierra lleno de pinos, para las llamas y los guanacos. En la mitad de la pasarela había una familia con tres niños admirando los flamencos y sacando fotos.

– Salta la verja -dijo Evan.

No podían pasar por donde estaba la familia, ya que quedarían entre ellos y sus perseguidores.

Carrie saltó la división de madera y cayó en la exposición. Un pequeño rebaño de llamas los observó sin interés. El terreno, que había sido acondicionado para que el suelo de Luisiana se pareciese lo máximo posible al de la Pampa, era duro y polvoriento. Corrían hacia una densa arboleda de pinos situada cerca del perímetro posterior de la exposición.

– Que los árboles queden entre tú y ellos -dijo Carrie.

Se sumergieron en el pequeño laberinto de pinos. Una bala se estrelló contra los troncos.

– Salta la valla -exclamó él.

Subieron trepando a toda velocidad y cayeron al otro lado de la barrera en un camino sin pavimentar situado detrás de la exposición. Les llegó el fuerte olor a almizcle de los lobos de una exposición cercana. Recorrieron el camino de servicio. Los edificios de mantenimiento se encontraban a un lado y la parte posterior de las exposiciones sobre Sudamérica al otro. Intentaron abrir las puertas, pero estaban cerradas.

A través del follaje y de la valla, Evan vio a Jargo pasar al lado de la familia que estaba en la pasarela de madera y divisó a Dezz siguiendo sus huellas por la zona de América del Sur. Intentaban cercarlos entre los dos.

– Manten la cabeza baja. -Carrie lo agarró por la nuca-. Hay una cámara de seguridad ahí arriba y no quiero que te grabe la cara.

Él obedeció. Corrieron mirando al suelo. El camino de servicio no tenía salida. A su derecha había un edificio de piedra y de cristal en el que estaba una familia de jaguares. La Jungla de los Jaguares, que recreaba un templo maya, era la mayor atracción del zoo.

Se encaramaron a la valla, que estaba cerrada con candado, y cayeron en un camino de piedra para los visitantes que pasaba junto a los jaguares, que permanecían repantingados tras el grueso cristal. Uno de ellos les rugió, dejando al descubierto unos colmillos curvos.

Jargo entró en la plaza maya resoplando, vio a Carrie y le disparó. Una bala rebotó contra las esculturas de piedra mayas.

Los jaguares rompieron a rugir y a dar golpes contra el cristal.

Carrie y Evan corrían sin parar entre la densa maleza y los caminos de piedra. Pasaron junto a otro falso templo con monos araña y atravesaron una zona de juegos para niños que simulaba una excavación arqueológica. Tropezaron con un riachuelo bordeado de gruesos bambúes y se apresuraron a volver a la otra parte del camino de piedra. Unas cuantas madres y niños que deambulaban por allí se les quedaron mirando.

– ¡Hay un chalado con una pistola! -chilló Carrie-. ¡Pónganse a cubierto!

Las madres saltaron hacia los bambúes o bien fuera del camino para protegerse. Jargo pasó corriendo al lado de las mujeres, pero las ignoró.

– ¡Evan! -chilló-. ¡Puedo devolverte a tu padre!

Carrie se giró y le disparó. Jargo se ocultó entre los bambúes. Evan dejó atrás un cartel que decía «No pasar, sólo empleados del zoo», y Carrie lo siguió. Tenían que llegar hasta un edificio, pensó, un lugar donde pudiesen atrincherarse. Jargo huiría para evitar a la policía, que ahora mismo debía de estar entrando en el zoo.

Evan golpeó una pequeña valla, pasaron por encima y luego corrieron hasta otra valla.

– ¡Mierda!

Caimanes. Estaban al otro lado de la valla de un metro de altura, en una orilla, y más allá una franja estrecha de agua con espuma que conducía a la pasarela de madera del Pantano de Luisiana del zoo, donde los visitantes caminaban por encima del agua y admiraban a los reptiles desde una distancia segura. Dos de los caimanes tomaban el sol a unos cien metros de ellos.

Tras ellos sonó el silbido de una bala a través de un silenciador. El tiro alcanzó a Carrie en el hombro; se tambaleó y gritó. En la pasarela situada al otro lado del agua había una mujer que llamaba a gritos a la policía. Los altavoces clamaban pidiendo a todo el mundo que se dirigiese con calma hacia la salida.

– Movimiento equivocado, Carrie -dijo Dezz desde detrás de un árbol-. Equivocado, estúpido y jodidamente torpe.

Evan la sostenía con un brazo, apuntando con la pistola con la mano libre. Si se quedaban allí morirían. Los caimanes estaban rollizos y parecían satisfechos, así que probablemente no tendrían hambre. Al menos, eso esperaba. Vio a Dezz mirando a hurtadillas desde detrás de un árbol y le disparó un aluvión de balas, que obligó a éste a volver a la maleza; luego ayudó a Carrie a saltar la valla.

– Dezz… odia los reptiles -le informó ella-. Les tiene miedo.

Evan no estaba seguro de si le quedaba alguna bala. Le metió prisa al pasar junto a los caimanes, que estaban descansando. Evan tropezó con la cola de uno de ellos, que abrió su boca llena de dientes como cuchillas de afeitar y emitió un ruido defensivo. Pero luego el animal se marchó caminando lentamente, alejándose de ellos.

¿Olían la sangre? Evan no tenía ni idea.

– Vete -dijo ella-, déjame. Ponte a salvo.

– No, vamos.

Dezz cargaría sobre ellos, ya que Evan había dejado de disparar. Vio a Dezz acercándose con gran precaución. Evan quiso disparar, pero tenía el cargador vacío. Él y Carrie se metieron de un salto en el agua cubierta de espuma verde. Evan oyó silbar una bala sobre sus cabezas.

Sostenía la pistola de Carrie fuera del agua, pero no podía nadar, ayudar a Carrie y disparar al mismo tiempo. La distancia hasta la pasarela de madera parecía larguísima. La gente que estaba en la pasarela se dispersó, las madres huyeron con los niños y un hombre pegaba gritos por un teléfono móvil.

Dezz puso un pie sobre la valla con cautela; apuntaba con la pistola a los caimanes, que parecían tan poco interesados en él como en Evan y Carrie.

Evan movía los pies hacia atrás, empujando a Carrie y pensando: «Si Dezz nos apunta, se acabó».

– ¡Ayúdenos! -gritó hacia la pasarela.

El hombre del teléfono móvil le indicó a Evan con gestos que nadase hacia la derecha.

Había un tronco entre ellos y la pasarela, pero un terror repentino, aunque ya conocido, le subió por la espalda al comprobar que no era un tronco. Era un caimán, mirando en otra dirección y apenas sumergido, ajeno al jaleo que había detrás de él.

Evan empujó a Carrie hacia un lado y golpeó el agua con la mano para alejar al caimán de ella. Carrie caminó torpemente hacia la pasarela. Evan oyó un silbido tras él. Uno de los caimanes de la orilla abrió de nuevo la boca, enfrentándose a Dezz, y éste retrocedió, volviendo a poner una pierna en la valla. Parecía furioso y asustado.

«Se mueven más rápido en el agua -pensó Evan. Su lógica se puso en funcionamiento-. Carrie está sangrando, ¿les atrae la sangre como a los tiburones?» Carrie llegó a los soportes de madera, el hombre del móvil le ofreció la mano mientras otro hombre lo agarraba a él, y ambos subieron a la chica a la pasarela.