– ¡Guau!, así que mi familia y yo somos realmente especiales -dijo Evan-. No sé por qué debería creerte ahora.
– Porque sigo siendo la misma mujer que conociste hace unos meses. Sigo siendo Carrie -tras unos segundos de silencio, continuó-: Te quiero. Te dije que no me amases, no quería que me lo dijeses, pero quería que fuese verdad. No quería hacerte daño, por eso quería salir de esto. Lo siento.
Se inclinó hacia delante, buscando a la policía en el espejo retrovisor.
– ¡Dios, esto duele!
«¿Alguna vez me amaste?»
Siguió sus indicaciones y paró en una tranquila oficina de aviación cerca del aeropuerto internacional Louis Amstrong. Delante, había dos coches aparcados.
– Dentro hay gente que trabaja para El Albañil. Su nombre auténtico es Bedford. Confiamos en ti: sólo hay tres personas en la CIA que conocen su verdadero nombre.
Evan la miró. Podía marcharse sin más, dejarla y que sus colegas la encontrasen, desaparecer y no volver a verla. No volver a escuchar otra mentira de su boca.
Pensó en aquella mañana tres días antes, despertándose y amándola con ensueño y certeza, antes de que se fuera. Pensó en lo hermosa que estaba la primera vez que la vio en la cafetería, leyendo muy concentrada aquel libro tan malo sobre cine. Tumbada esperándolo. La recordó en su cama, la dulzura de sus besos, mirándolo como si le fuese a estallar el corazón. Quizá su amor por él era mentira, pero él la amaba. Ella era lo peor que le podía haber ocurrido. Era su mejor oportunidad para hacer que su padre volviese a casa. Y ahora lo había salvado, lo había salvado de una muerte segura.
Evan la sacó en brazos del coche y llamó a la puerta de la oficina.
Capítulo 24
Tener un hombre encarcelado era como comprar un viaje para su alma. Jargo había visto hombres confinados en una estrecha cárcel casera hablando con gente que ya hacía tiempo que estaba muerta; llorar y sollozar después de pasar días en absoluto silencio; un desgraciado se había ahogado él mismo en el retrete. La fuerza a menudo era superficial, la confianza, una táctica y la valentía, una máscara.
Ya conocía el alma de Mitchell Casher. Era un alma incapaz de traicionar a quien quería. Era un alma que confiaba en poca gente, pero esa confianza era tan profunda como las vetas de oro en la tierra.
Jargo entró en la habitación. Mitchell estaba tumbado en la cama con una pesada cadena alrededor de la cintura y de los tobillos, lo suficientemente larga como para permitirle llegar al aseo. Estaba sin afeitar y sin lavar, pero tenía un aspecto digno. La habitación olía a los paquetes de comida deshidratada que le había dejado, ya que él y Dezz no estarían para servirle como carceleros.
Se quedó de pie mirándolo, sin decir ni hola. Jargo encendió un cigarrillo. Llevaba quince años sin fumar. Tiró del humo con dificultad, lo inhaló y tosió como si nunca lo hubiese hecho antes. Observó la brasa incandescente del cigarrillo.
– Tengo miedo a preguntar -dijo Mitchell Casher.
– Y yo tengo que hacerte una pregunta difícil -indicó Jargo-, pero he de insistir en que seas honesto.
– Siempre he sido honesto contigo.
La voz de Mitchell estaba desgarrada, rota por el dolor por su mujer y el miedo por su hijo. Era igual que la del difunto señor Gabriel. Jargo le ofreció un cigarrillo y Mitchell negó con la cabeza. Podría soportar el encarcelamiento durante meses o años antes de derrumbarse, pero malas noticias sobre su hijo lo destrozarían en el momento, y Jargo lo sabía.
– Aprecio tu honestidad, Mitch. ¿Luchará Evan por ti?
– ¿Luchar por mí? No sé a qué te refieres.
Jargo se sentó enfrente de Mitchell Casher. El brillo de la luz, lo suficientemente alta en el techo para que el prisionero no pudiese alcanzarla, le estaba haciendo daño en los ojos. Ninguna ventana decoraba la habitación; Jargo las había tapiado con ladrillos hacía años después de un desafortunado accidente en el que estuvo implicado un trozo de cristal y la muñeca de un terco informante del régimen de Castro. Pero Jargo consideraba que Mitchell no se perdía nada. Fuera, las nubes se extendían como un cáncer en el cielo nocturno del sur de Florida.
– ¿Luchará por ti? ¿Intentará Evan recuperarte?
– No.
– He estado pensando largo y tendido en Carrie y en lo que ha hecho. No estoy seguro de que sea de la CIA; al menos ahora es independiente y se ha llevado a Evan para venderlo a él y la información al mejor postor. Y sospecho que ese postor será la CIA.
Mitchell puso la cabeza entre las manos.
– Entonces libérame. Déjame ayudarte a encontrarlo. Por favor, Steve.
– ¿Encontrarlo? Tú y yo difícilmente podemos entrar en la sede de la CIA en Langley y pedir que lo devuelvan ahora, ¿no?
– Lo matarán.
– Sí. Pero todavía no.
Jargo le dio otra calada al cigarrillo, y esta vez el tabaco le calmó los nervios. «Realmente uno nunca se olvida de cómo fumar -pensó-. Igual que nunca se olvida de cómo nadar, hacer el amor o matar.»
– No entiendo.
Aquel momento de la conversación era como cortar un diamante. Uno tenía que ser preciso para conseguir el efecto deseado, y no había segundas oportunidades.
– Evan me dijo que tiene una lista de nuestros clientes. También sabe mi nombre y que Dezz es mi hijo. Así que, o bien ha tenido contacto con la CIA, o bien incluso tiene más información. Información sobre nosotros, sobre quiénes somos.
Mitchell abrió los ojos de par en par.
– Todos nuestros clientes, Mitchell. ¿Te das cuenta de lo que podría significar para nosotros? Una cosa es que todos nosotros tengamos que desaparecer y empezar de nuevo. Eso ya es difícil de por sí. Pero ¿nuestros clientes? Si la CIA obtuviese esa información nunca podríamos reparar ese daño.
Jargo dirigió de nuevo la mirada a la brasa encendida.
– Te juro que no sabía que ella nos traicionaba -dijo Mitchell con voz ronca.
– Lo sé. Lo sé Mitchell. Si no, hubieses huido con ella. Lo sé.
– Entonces déjame ayudarte.
– Quiero soltarte. Pero no estás en condiciones de luchar. Podrías pensar en desaparecer y poner en peligro mi única oportunidad… -hizo una pausa- de recuperar a Evan sano y salvo para ti.
– La única oportunidad… Dime.
Jargo observaba cómo se consumía su cigarrillo. Esperó. Dejó sufrir a Mitchell.
– ¡Dios mío, Evan! -Mitchell se llevó las manos a la cara.
– No te veía llorar desde que éramos niños.
– Ellos mataron a Donna. Imagínate si tuviesen a tu hijo.
– Nunca cogerían a Dezz con vida. Ya sabes cómo es. -Jargo no miró a Mitchell-. Lo siento muchísimo.
Su voz se quebró. Jargo le puso la mano en el hombro.
– Entonces déjame ayudarte.
– Mitchell, dijo que tenía una lista de clientes.
– Apuesto a que mentía… Donna no habría compartido información con él. Su peor pesadilla era que descubriese la verdad sobre nosotros.
– Seamos realistas. Estaba en su ordenador. Donna tenía una maleta con su ropa para escapar. Se marchó sin esperar a su novia. Creo que lo sabía. Y puede que sepa lo que valen los archivos.
– Evan… no sabría cómo vender información. No conoce a nadie con quien contactar. Y no me haría daño.
– ¿Nunca le hablaste de tu pasado? ¿Ni una sola vez?
– Nunca. Lo juro. No sabe nada.
«Tú no quieres que lo sepa, pero no voy a correr riesgos», pensó Jargo.
– Estoy pensándome lo de intentar recuperar a Evan. Si planea luchar por ti no irá a la CIA simplemente con los archivos. Intentará llegar a un acuerdo, lo cual nos da un margen de tiempo. Pero ése es el riesgo que estoy calculando.