Выбрать главу

– Cuando estemos instalados.

– No, ahora. O estrello el coche.

Hablaba en serio: bastaba con salirse de la carretera y dejar que las cercas de alambre de las propiedades arrancasen el lado del copiloto, dejando el Malibu tan destrozado que nadie podría volver a conducirlo.

Gabriel frunció el ceño, como si estuviese decidiendo si seguirle la corriente.

– Bueno, quizá…

– Lo haré.

– Tu madre poseía ciertos archivos que podían perjudicar mucho a algunas personas, gente poderosa. Tu madre quería que yo la ayudara a salir del país a cambio de entregarme esos archivos.

– ¿Quién? ¿Qué personas?

– Es mejor para ti que no conozcas los detalles.

– Yo no tengo esos archivos.

Evan adelantó a una camioneta a toda velocidad. A pesar de que corría como un loco, no lograba llamar la atención de ningún oficial de policía de Austin. El tráfico no era denso y los pocos coches que dejaba atrás en su carrera se apartaban amablemente al carril de la derecha.

– Creo que sí los tienes -dijo Gabriel-, pero no lo sabes. Baja la velocidad y conduce despacio si quieres saber más.

Gabriel le dio un pequeño empujón con la escopeta a Evan en el riñon.

– Dime todo lo que sabes sobre mi madre. ¡Ahora! -Evan pisó a fondo el acelerador-. Dímelo gilipollas, o nos matamos los dos.

Lo último que vio Evan fue el velocímetro marcando más de ciento cuarenta cuando Gabriel le dio un puñetazo en la cabeza, enviándolo contra la ventana del conductor, y todo se puso negro.

Capítulo 6

En la vida de Steven Jargo, la palabra «fracaso» era poco frecuente, y despreciaba la sensación de pánico que acompañaba a muchos cuando cometían un error. El trabajo iba bien o mal; no había término medio. El pánico era una debilidad, una muestra de falta de preparación y de valor, un veneno para el corazón de cualquiera. La última vez que había sentido miedo fue cuando cometió su primer asesinato, pero aquella sensación pronto se disipó, como el humo en la brisa.

Sin embargo, ahora, mientras corría, notaba una sensación parecida. Tenía arañazos en las manos tras deslizarse por el tejado de la casa de los Casher, huyendo de los disparos en la cocina, que le habían impedido borrar el disco duro del ordenador. Había caído en el césped fresco, sobre los rosales de Donna Casher. Las espinas le rasgaron las manos mientras veía a Dezz salir corriendo por la puerta de atrás; el silbido de las balas los acompañó mientras ambos se retiraban a su coche, que estaba aparcado una calle más allá. El ruido alertó a la policía, y los polis siempre conducen más rápido en los barrios ricos.

Jargo había alquilado ayer un apartamento vacío en Austin con un nombre falso y había pagado en efectivo. Quizá no era seguro, pero no tenía otro sitio donde ir.

– Por lo menos, uno de ellos.

Dezz respiraba con dificultad mientras Jargo conducía unos treinta kilómetros por encima del límite de velocidad hasta un vecindario tranquilo y marchito situado en la parte este de la ciudad.

– Cabeza afeitada. De tu edad. Con aspecto de mexicano. Es todo lo que vi. -Dezz se tocó la cabeza para asegurarse de que una bala no le había pellizcado el cráneo. Revolvía un caramelo en la boca, mascando rápido-. No lo reconocí. Vi un Ford azul en la calle. Matrícula XXC, el resto no lo vi. Era una matrícula de Texas.

– ¿Evan recibió algún disparo?

– No lo sé. El atacante disparó hacia donde estaba. La cuerda casi lo había matado. ¿Borraste los archivos del sistema?

– Ella ya había sobrescrito el sistema. No iba a dejar nada para que lo encontrásemos en caso de que apareciésemos.

Dezz se apoyó en la ventana del coche.

– Ese cabrón hizo que me meara de miedo. Si lo vuelvo a ver está muerto.

Luego Dezz, que era pequeño pero fuerte y tenía una mirada como si sufriera fiebre, dijo:

– ¿Qué demonios hacemos, papá?

– Luchar contra ellos.

Jargo aparcó al lado del apartamento y todavía miraba por el espejo retrovisor para asegurarse de que no los seguían.

– Evan no nos vio.

– Pero tenía los archivos en su ordenador -dijo Jargo-. Él lo sabe.

Subieron corriendo y Jargo hizo dos llamadas. En la primera no saludó siquiera, se limitó a dar breves indicaciones de cómo llegar al apartamento, escuchó una confirmación y luego colgó. Luego llamó a una mujer que utilizaba el nombre en clave de Galadriel. Tenía en nómina a un grupo de expertos en ordenadores y los llamaba sus elfos, por la magia que podían utilizar contra servidores, bases de datos y códigos. Galadriel (el nombre se debía al de la reina de los elfos de Tolkien) era una antigua experta en ordenadores de la CIA. Jargo le pagaba diez veces más de lo que le había pagado el gobierno.

Le dio a Galadriel la descripción de Dezz sobre el atacante y la matrícula del Ford azul, le pidió que buscase coincidencias en su base de datos. Ella dijo que lo volvería a llamar.

Jargo se puso una loción antibacteriana en sus manos rasgadas y miró por la ventana a dos jóvenes madres caminando bajo el sol, con sus bebés, dándose el gusto de cotillear sobre cosas frívolas. Austin abrazaba aquel precioso día de primavera, un día para observar cómo unas preciosas madres elevan sus rostros al sol, no un día de muerte y dolor en el que todo su mundo se desintegraría. Estudió la calle. No había ningún coche aparcado con ocupantes dentro. Algunos viandantes se dirigían a una pequeña tienda de ultramarinos del barrio. Observó si alguien lo estaba mirando.

Iba a tener que llamar a Londres enseguida. Le habían mentido, y no estaba contento.

– Los archivos desaparecieron -dijo Dezz-. Si Evan está vivo no puede hacernos daño.

– Si Evan los tenía en el ordenador supongo que los habrá visto -adujo Jargo-. Puede dar nombres. Es un riesgo que no estoy dispuesto a correr.

Dezz se sentó en el sofá del apartamento. Daba vueltas a la Game Boy en sus manos. El aparato estaba cerrado. En la boca, jugaba con tres caramelos. Jargo se dio cuenta de que estaba enfadado y nervioso: lo habían interrumpido cuando estaba a punto de matar a alguien. Sin duda descargaría esa furia contenida contra la próxima persona que encontrara.

Se sentó junto a Dezz.

– Cálmate. Hicimos bien en escapar. Era una emboscada.

– Me pregunto quién le diría al tío de la escopeta que estábamos allí.

Dezz movía de un lado a otro el jarabe del caramelo en la boca.

Jargo fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Evan se parecía a su madre; no resultaba fácil matarlo. Pensó en la preciosa cara de Donna Casher, y en que no debería de haberla dejado aquellos dos minutos a solas con Dezz, mientras él iba en busca de su ordenador. Pensó en cómo le había dicho a Donna «Lo siento» después de matarla. Dezz necesitaba más autocontrol.

– Por las maletas deduzco que su madre le había dicho que tenían que huir. Sin duda, los archivos estaban en el ordenador de Evan, y ésa era la razón por la que tenían que huir. Tenía que ponerle un cohete en el culo para hacer que viniese rápido a casa. Deberías haber cogido su portátil.

Dezz abrió la Game Boy y jugueteó con los botones. Jargo lo dejó, aunque el ruidillo del juego le resultaba muy molesto. El opiáceo electrónico y la mejilla llena de caramelos calmaron al muchacho.

– Lo siento. Eso hubiese significado recibir un tiro. No importa, los archivos han desaparecido.

– Si Evan habla con la policía -dijo Jargo- estamos jodidos.

– No tiene pruebas. No nos vio las caras. Pensarán que se trataba de un robo.

La radio comenzó a contar una historia sobre dos policías que habían sido atacados y un testigo de un homicidio que había sido secuestrado. Dezz cerró la Game Boy. El reportero dijo que habían sido golpeados y estaban heridos, y dieron la descripción de Evan Casher y de un agresor calvo.