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Su padre adelantó con el BMW a los vehículos de emergencia que avanzaban velozmente hacia Miami Beach y los dejó atrás mientras se dirigía a la I95 norte.

– ¿Adónde vamos, papá?

Evan todavía tenía la Beretta en el regazo, y se imaginó lo inimaginable: apuntar a su padre.

– Ni una palabra, no digas nada. -Su padre marcó en el teléfono-. Steve, ¿puedes hablar? -Mitchell escuchó-. Evan se metió entre la multitud, todavía lo estoy buscando. Te vuelvo a llamar en veinte minutos. -No miró a Evan-. Tienen a Carrie. Dezz la hirió en la pierna. Secuestraron un coche y escaparon de South Beach, pero tiene el portátil de Khan.

– El portátil que tienen es falso -dijo Evan-. Vuelve a llamarlo y dile que lo cambiaré por ella.

– No. Esto se ha acabado. Nos vamos. He hecho lo que me pediste.

– Papá, para y vuelve a llamarlos.

– No, Evan. Vamos a hablar, solos tú y yo. Ahora mismo.

Capítulo 42

Su padre condujo a Evan a una residencia en Hollywood. Las casas eran pequeñas, con toldos metálicos y estaban pintadas con los colores del cielo: rosa amanecer, azul despejado, cascara de huevo claro, sombra de luna llena. Era la Florida de los años cincuenta. Palmas enanas americanas bordeaban la carretera. Era un vecindario de jubilados y arrendatarios donde la gente iba y venía sin llamar la atención. Evan sintió un escalofrío por el pecho y la espalda al recordar que un grupo de los secuestradores del 11 de septiembre habían vivido allí y habían asistido a una escuela de vuelo en Hollywood porque allí nadie se fijaba en ellos.

Mitchell Casher enfiló el camino de entrada de una casa y apagó las luces.

– No voy a abandonar a Carrie.

– Se ha escapado. Te ha abandonado.

– No. Los alejó de mí. Ella sabía que el portátil estaba vacío, sabía que la seguirían. Porque así aún puedo acabar con Jargo.

– Tienes mucha fe en una chica que te ha mentido.

– Y tú no tenías fe en mamá -dijo Evan-. No te iba a abandonar, no se iba a marchar sin ti: iba a venir a Florida a buscarte.

Mitchell se quedó con la boca abierta.

– Entremos.

Tan pronto como atravesaron la puerta Mitchell abrazó a Evan. Éste se apoyó en su padre y le devolvió el abrazo. Mitchell le besó el cabello.

Evan se derrumbó.

– Yo… vi a mamá… la vi muerta…

– Lo sé, lo sé. Lo siento muchísimo.

No soltaba a su padre.

– ¿Cómo pudiste hacer esto? ¿Cómo?

– Debes de estar hambriento. Prepararé unas tortillas. O unos creps.

Su padre siempre cocinaba los fines de semana y Evan se sentaba a la barra de la cocina mientras él cortaba, mezclaba y pasaba por la sartén la comida. El desayuno del sábado era su confesionario. Donna siempre descansaba en la cama y tomaba café; les dejaba la cocina a los hombres y se quedaba donde no pudiese oír nada.

Evan pensó en esa cocina, en la cara de su madre estrangulada, en él mismo colgado de las vigas por una cuerda, muriendo, intentando llegar con los pies a la barra antes de que la ráfaga de balas lo liberase al cortar la cuerda.

– No puedo comer. -Se separó de su padre-. En realidad no eras un prisionero, ¿verdad?

– Tienes que estar feliz. Soy libre.

– Lo estoy. Pero me siento como si me hubiesen tomado el pelo. He arriesgado mi vida tantas veces durante la última semana intentando salvarte…

– Jargo sólo accedió a dejarme hablar contigo así, hoy, no antes.

– Hablaba como si te fuese a matar.

– No lo haría. Es mi hermano.

A Evan se le encogió el estómago. Era la confirmación de un temor que le rondaba por la cabeza desde que había visto las fotos de Goinsville. Eso explicaba la credulidad de su padre, su desgarradora lealtad. Buscó en el rostro de su querido padre ecos de la expresión de Jargo, su mirada fría.

– No sé cómo puedes llamarlo hermano. Es un asesino despiadado. Intentó matarme, papá. Más de una vez. En nuestra casa, en la de Gabriel, en Nueva Orleans y en Londres. Y ahora mismo.

Su padre sirvió dos vasos de agua helada.

– Déjame hacerte unas cuantas preguntas.

Aquello era peor que ser interrogado con una pistola en la cabeza. Su padre actuaba y hablaba de manera normal, cuando nada era normal.

– ¿Sabes dónde están los archivos que robó tu madre?

– No. Dezz y Jargo los borraron. Así que busqué la fuente.

– Khan. ¿Qué le robaste exactamente?

– Muchas cosas.

– Eso no es una respuesta.

Evan le tiró el vaso de agua de la mano a su padre; éste estalló en el suelo dejando caer los cubitos y el líquido en la alfombra.

– Ni siquiera te conozco. Vine aquí a rescatarte y tú quieres someterme a un puto tercer grado, papá. Necesitamos salir, coger el coche y rescatar a Carrie. Luego huiremos. Para siempre. Jargo mató a mamá. Ella quería protegerme de esta vida, y tú lo sabías.

– Sólo dime exactamente qué pruebas tienes contra mi hermano.

Se le pasó por la cabeza una idea horrible.

– Tú mismo le dijiste a El Albañil que no te buscase. No querías que te rescatase. Si no hubieras podido recuperarme… habrías querido quedarte con esa gente. En realidad crees a Jargo, no a mí.

– Evan. -Mitchell miraba a su hijo como si su corazón fuese una herida abierta-. Ahora ya no importa. Podemos irnos los dos. Escondernos. Sé cómo hacerlo. Nunca más tendremos que preocuparnos.

– Contéstame, papá. Tú eras Arthur Smithson. Mamá era Julie Phelps. ¿Por qué tuvisteis que desaparecer?

– Nada de eso importa ahora. No cambiaría nada.

Evan agarró a su padre por el brazo.

– No puedes ocultarme más secretos.

– No lo entenderás.

Mitchell se inclinó como si le doliese algo.

– Te quiero. Sabes que es verdad. Nada de lo que digas hará que no te quiera. -Evan rodeó a su padre con el brazo-. No podemos huir. No podemos dejar que Jargo gane. Él mató a mamá y matará a Carrie. ¿Eso no importa? -Evan subió la voz-. Ni siquiera parece que eches de menos a mamá.

Mitchell dio un paso atrás; su rostro reflejaba conmoción y dolor.

– Tengo el corazón roto, Evan. Tu madre era mi mundo. Si te llego a perder a ti también…

El teléfono de Evan vibró en su bolsillo. Éste lo abrió.

– ¿Sí?

Su padre se lo quedó mirando, como si quisiese cogerle el teléfono móvil, pero no lo hizo.

Navaja le había dado a Evan el teléfono y sólo él tenía el número.

– Realmente deberían de ponerle mi nombre a un ordenador -dijo Navaja-, o a un lenguaje de programación entero.

– Lo has conseguido.

– He descodificado los archivos. La madre que parió el puñetero trabajo. Los archivos incluso tenían contraseñas cuando los descodificabas. Uno de los archivos tenía una codificación triple, así que debe de ser el premio gordo. Es sólo una lista de nombres y de fotos. Se llama «Cuna».

Probablemente era un nombre en clave para la lista de clientes. Ése sería el archivo mejor guardado.

– ¿Cómo puedes hacérmelo llegar?

– Estoy cargando copias en tu cuenta de servidor remoto. Puedes descargar los archivos y el programa de descodificación todo junto. ¿Puedo borrar los originales o tirar a la basura el portátil?

– No. Tal vez los necesite. Pero te aconsejaría que los escondieses en un lugar muy seguro.

– Y yo que estaba tentado de colocar este portátil en mi pared como un tigre que hubiese abatido.

Navaja estaba feliz con su triunfo.

– Gracias -dijo Evan-. Disfruta del dinero.

– Lo haré.

– Acabas de salvar vidas.

– Entonces eso es un plus -dijo Navaja.

– Desaparece por un tiempo.

– Me voy de vacaciones, pero ya sabes cómo ponerte en contacto conmigo.