Выбрать главу

Un alto peñasco de arenisca, hábitat de un rebaño de ovejas africanas, estaba situado frente al de las aves. Según la guía, era uno de los puntos más importantes del Zoo, pero yo lo encontré demasiado teatral para ser una buena imitación del tipo de lugar en que esos andrajos trotadores habrían vivido en libertad. Se parecía más a lo que habríamos visto en el escenario de una de esas escandalosamente rimbombantes producciones de Parsifal, si eso fuera humanamente posible. Me detuve por allí un rato, leyendo la información sobre las ovejas y haciendo algunas fotos de esas criaturas tan sumamente carentes de interés.

Detrás de la roca de las ovejas había una elevada torre mirador desde la cual era posible ver la parte frontal del aviario y también la totalidad del Zoo, y pensé que parecerían diez pfennigs bien gastados para cualquiera que quisiera asegurarse de que no iba a meterse en una trampa. Con esta idea en mente iba deambulando alejándome del aviario y dirigiéndome hacia el lago cuando un chico de unos dieciocho años, de pelo oscuro y chaqueta deportiva gris, apareció desde el lado más alejado del aviario. Sin ni siquiera mirar alrededor sacó rápidamente la bolsa de Gerson de la papelera y la metió en otra bolsa, esta del almacén Ka-De-We. Luego, andando rápidamente, me pasó por delante; después de un intervalo razonable, le seguí.

Frente a la casa de los antílopes, de estilo morisco, el chico se detuvo brevemente al lado del grupo de centauros de bronce que se levantaba allí y yo, con toda la apariencia de alguien absorto en su guía, fui directamente hasta el Templo Chino, desde donde, oculto entre varias personas, me detuve para observarlo a hurtadillas. Volvió a ponerse en marcha y supuse que se dirigía hacia el acuario y la salida este.

Peces era lo último que uno esperaba ver en el gran edificio verde que conecta el Zoo con la Bu dapester Strasse. Un iguanodonte de piedra de tamaño natural se alzaba, con aire depredador, al lado de la puerta, por encima de la cual asomaba la cabeza de otro dinosaurio. Por todas partes, las paredes del acuario estaban cubiertas del tipo de animales prehistóricos que se hubieran tragado un tiburón entero. Solo por comparación con los otros habitantes del acuario, los reptiles, se podía preferir a esos adornos antediluvianos.

Al ver que mi hombre desaparecía por la puerta frontal y comprendiendo que en la oscuridad interior del acuario sería más fácil perderlo, apreté el paso. Una vez dentro, vi que eso era mucho más probable que posible, ya que el gran número de visitantes hacía difícil ver dónde había ido.

Dando por supuesto lo peor, me apresuré hacia la otra puerta que daba a la calle y casi choco con él cuando se apartaba de un tanque que albergaba a una criatura que más parecía una mina flotante que un pez. Vaciló unos segundos al pie de la amplia escalera de mármol que llevaba a los reptiles antes de dirigirse a la puerta y salir del acuario y del Zoo.

Fuera, en la Bu dapester Strasse, anduve detrás de un grupo de escolares hasta la An sbacher Strasse, donde me libré de la guía, me enfundé la gabardina que llevaba y giré hacia arriba el ala del sombrero. Son esenciales unas alteraciones mínimas de tu apariencia cuando sigues a alguien. Eso y permanecer a la vista. Solo si empiezas a ocultarte en portales tu hombre empezará a sospechar. Pero aquel tipo ni siquiera miró hacia atrás mientras cruzaba la Wit tenberg Platz y atravesaba la puerta frontal de la Ka ufhaus des Westens, el Ka-De-We, los grandes almacenes de Berlín.

Yo había pensado que había utilizado la otra bolsa solo para despistar a alguien que le siguiera, alguien que quizás estuviera esperando en una de las salidas vigilando si aparecía alguien con una bolsa de Gerson. Pero ahora comprendí que la bolsa iba a cambiar de manos.

La cervecería del tercer piso del Ka-De-We estaba llena de bebedores de la hora del almuerzo. Se sentaban estólidamente frente a sus platos de salchichas y unos vasos de cerveza tan altos como una lámpara de mesa. El chico con el dinero deambuló entre las mesas como si buscara a alguien y finalmente se sentó delante de un hombre vestido con un traje azul, que estaba sentado solo. Dejó la bolsa con el dinero al lado de otra idéntica que había en el suelo.

Encontré una mesa vacía, me senté a la vista de los dos y cogí un menú que fingí leer detenidamente. Se me acercó un camarero, le dije que todavía no me había decidido y se marchó.

Ahora el hombre del traje azul se puso en pie, dejó algunas monedas sobre la mesa, e inclinándose, cogió la bolsa con el dinero. Ninguno de los dos había dicho una palabra.

Cuando el del traje azul salió del restaurante, lo seguí, obedeciendo la regla número uno de todos los casos en que hay rescate: ir siempre detrás del dinero.

Con su impresionante pórtico en forma de arco y sus torres como minaretes, el Teatro Metropol de la Nol lendorfplatz tenía un aire casi bizantino. En los relieves al pie de los enormes contrafuertes aparecían entrelazadas hasta veinte figuras desnudas y parecía el lugar idóneo para probar tu destreza en un ara sacrificial de vírgenes. A la derecha del teatro había un gran portalón de madera y a la izquierda el aparcamiento, grande como un campo de fútbol, que se extendía hasta varias casas de vecinos de muchos pisos.

Fue a una de esas casas hasta donde seguí a Traje Azul y el dinero. Comprobé los nombres de los buzones del vestíbulo y me alegró encontrar un K. Hering en el número nueve. Entonces llamé a Bruno desde una cabina de la estación del U-Bahn al otro lado de la calle.

Cuando el viejo DKW de mi socio aparcó en el portal de madera, me senté en el asiento del pasajero y le señalé al otro lado del aparcamiento, donde todavía quedaban unos cuantos espacios libres, porque los que estaban más cerca del teatro los habían ocupado los que iban a la sesión de las ocho.

– Ahí es donde vive nuestro hombre -dije-. En el segundo piso, número nueve.

– ¿Sabes cómo se llama?

– Es nuestro amigo de la clínica, Klaus Hering.

– ¡Qué más se puede pedir! ¿Qué aspecto tiene?

– Más o menos de mi estatura, delgado, nervudo, cabello rubio, gafas sin montura, unos treinta años. Cuando entró llevaba un traje azul. Si sale, mira a ver si puedes entrar y encontrar las cartas de amor de nuestra mariposilla. Si no, quédate vigilando. Voy a ver a mi cliente para pedirle nuevas instrucciones. Si me da alguna, volveré esta noche. Si no, te relevaré mañana a las seis de la mañana. ¿Alguna pregunta? -Bruno negó con la cabeza-. ¿Quieres que llame a tu mujer?

– No, gracias. A estas alturas Katia ya está acostumbrada a mis horarios, Bernie. Además, que no esté allí ayudará a despejar el ambiente.Tuve otra discusión con mi hijo Heinrich cuando volví del Zoo.

– ¿Por qué ha sido esta vez?

– Porque se le ha ocurrido enrolarse en las Juventudes Hitlerianas motorizadas, solo eso.

– Tarde o temprano habría tenido que incorporarse a las Juventudes -dije encogiéndome de hombros.

– El muy puerco no tenía por qué tener tanta prisa, eso es todo. Podía haber esperado a que lo llamaran, como los demás chicos de su clase.

– Vamos, hombre, míralo por el lado bueno. Le enseñarán a conducir y a cuidar de un motor. No dejarán de convertirlo en nazi, claro, pero al menos será un nazi con un oficio.

En el taxi de regreso a la Ale xanderplatz, donde había dejado el coche, pensaba que la perspectiva de que su hijo adquiriera conocimientos de mecánica no era probablemente un gran consuelo para un hombre que, a la edad de Heinrich, había sido campeón juvenil de ciclismo. Y mi compañero tenía razón en una cosa: Heinrich era un puerco de la cabeza a los pies.