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– Antes había quien pensaba que eso era señal de buena suerte.

– Y otros muchos creían que era razón suficiente para quemarte en la hoguera.

– La señal del diablo, ¿eh? -dijo con una risita cloqueante-. Oye, puede que Hitler lo tenga.

– Tan seguro como que Goebbels tiene una pezuña hendida. Coño, todos vienen del infierno. Todos y cada uno de esos cabrones.

Oí cómo resonaban mis pasos en la desierta Königsplatz mientras me acercaba al edificio del Reichstag. Solo Bismarck, frente a la entrada oeste, de pie en su pedestal, con la mano en la espada y la cabeza vuelta hacia mí, parecía preparado para oponerse a mi presencia allí. Pero, por lo que yo recordaba, nunca había sido un entusiasta defensor del Parlamento alemán -ni había pisado aquel lugar-, así que dudaba de que se hubiera sentido muy inclinado a defender una institución a la que su estatua, quizá simbólicamente, volvía la espalda. Y no es que quedara mucho en el recargado edificio de estilo renacentista por lo que ahora valiera la pena luchar. Con su fachada ennegrecida por el humo, el Reichstag parecía un volcán que hubiera presenciado su última y más espectacular erupción. Pero el fuego fue más que la mera ofrenda calcinada de la Re pública de 1918; también fue la más clara muestra de piromancia que se le podía dar a Alemania para anunciar lo que Adolf Hitler y su tercer pezón nos reservaban.

Me encaminé al lado norte, hasta lo que había sido el Portal V, la entrada pública por la que yo había pasado una vez, con mi madre, hacía más de treinta años.

Dejé la linterna en el bolsillo de la chaqueta. Lo único que le falta a un hombre que anda por la noche con una linterna en la mano para ser un blanco perfecto es pintarse unos círculos de color en el pecho. Y, además, entraba más que suficiente luz de la luna a través de lo que quedaba del tejado para que yo viera por dónde iba. Sin embargo, mientras cruzaba el vestíbulo norte y entraba a lo que había sido una sala de espera, amartillé la pistola ruidosamente para que quienquiera que me estuviera esperando supiera que iba armado. Y en el fantasmagórico, resonante silencio, sonó más fuerte que un escuadrón de la caballería prusiana.

– No vas a necesitar eso -dijo una voz desde la planta de tribunas que había por encima de mí.

– De todas formas, la conservaré por el momento. Puede que haya ratas por aquí.

El hombre soltó una risa burlona.

– Las ratas se fueron hace mucho tiempo. -La luz de una linterna me dio en la cara-. Vamos, Gunther, sube.

– Me parece que conozco tu voz -dije, empezando a subir las escaleras.

– A mí me pasa lo mismo. A veces reconozco mi voz, solo que no me parece conocer al hombre que la usa. Eso no es nada raro, ¿verdad? Al menos en estos tiempos.

Saqué la linterna del bolsillo y la dirigí al hombre que ahora retrocedía y entraba en la sala que yo tenía enfrente.

– Es interesante saberlo. Me gustaría oírte decir una cosa así en la Prinz Al brecht Strasse.

– Así que finalmente me has reconocido -dijo riendo de nuevo.

Lo alcancé al lado de una enorme estatua de mármol del emperador Guillermo I, que se erigía en el centro de un gran vestíbulo de forma octogonal, donde mi linterna puso de relieve sus rasgos. Tenían un algo cosmopolita, aunque él hablaba con acento berlinés. Algunos dirían que parecía más que un poco judío, considerando el tamaño de su nariz. Esa nariz que dominaba el centro de la cara como la varilla de un reloj de sol y tiraba del labio superior forzando una fina sonrisa desdeñosa. Llevaba el pelo rubio, que ya encanecía, muy corto, lo cual tenía por efecto acentuar la altura de la frente. Era una cara astuta y artera, y le iba perfectamente.

– ¿Sorprendido? -dijo.

– ¿De que el jefe de la policía criminal de Berlín me haya enviado una nota anónima? No, es algo que me pasa constantemente.

– ¿Habrías venido si la hubiera firmado?

– Probablemente no.

– ¿Y si hubiera sugerido que vinieras a la Prinz Al brecht Strasse en lugar de aquí? Admite que sentías curiosidad.

– ¿Desde cuándo la Kri po tiene que confiar en las sugerencias para llevar a la gente a la comisaría central?

– En eso tienes razón. -Sonriendo más abiertamente, Arthur Nebe sacó una petaca del bolsillo de la chaqueta-. ¿Un trago?

– Gracias. No me vendrá mal.

Eché un buen trago al claro alcohol de cereal proporcionado amablemente por el Reichskriminaldirektor y saqué mis cigarrillos. Después de encender los de ambos sostuve la cerilla en alto durante un par de segundos.

– No es un sitio fácil de incendiar -dije-. Un hombre solo, actuando sin ayuda alguna; debió de ser un cabrón muy ágil. Incluso así, calculo que Van der Lubbe necesitaría toda la noche para conseguir que su bonito fuego de campamento ardiera.

Di una calada al cigarrillo y añadí:

– Por ahí se dice que el Gordo Hermann le echó una mano; una mano con un trozo de madera encendida, quiero decir.

– ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a decir una cosa así de nuestro amado primer ministro? -Pero Nebe se reía al decirlo-. El bueno de Hermann, mira que cargarle la culpa oficiosamente. Claro que estuvo de acuerdo con el incendio, pero no fue idea suya.

– ¿Y de quién fue, entonces?

– De Pepe el Tullido.(1) Con aquel pobre capullo de holandés le cayó el premio gordo. Van der Lubbe tuvo la mala suerte de decidirse a incendiar este sitio justo la misma noche que Goebbels y sus muchachos. Pepe pensó que era su cumpleaños, y más cuando resultó que Lubbe era comunista. Lo único que olvidó fue que si arrestas a alguien, habrá un juicio, y eso supone que tendrás que pasar por esa irritante formalidad de presentar pruebas. Y desde el principio estuvo claro para cualquiera con la cabeza en su sitio que Lubbe no podía haber actuado solo.

– ¿Y por qué no dijo nada durante el juicio?

– Lo llenaron de no sé qué mierda para que se estuviera callado, amenazaron a su familia… ya sabes a qué me refiero. -Nebe esquivó un enorme candelabro de bronce, retorcido y caído en el sucio suelo de mármol-. Ven. Quiero que veas algo.

Me precedió hasta el gran salón de la Di eta, donde Alemania había visto su última apariencia de democracia. Elevándose muy por encima de nosotros estaba el esqueleto de lo que había sido la cúpula de cristal del Reichstag. Pero todo el cristal había saltado por los aires y, a la luz de la luna, el armazón de cobre parecía la tela de una araña gigantesca. Nebe enfocó con su linterna las vigas requemadas y partidas que rodeaban el salón.

– Resultaron muy dañadas por el fuego, pero aquellas medias figuras que sostienen las vigas… ¿llegas a ver que algunas soportan también letras del alfabeto?

– Apenas.

– Sí, bueno, algunas son irreconocibles. Pero si te esfuerzas todavía podrás ver que forman un lema.

– La verdad es que no puedo, no a la una de la madrugada.

Nebe no me hizo caso.

– Dice: «El país antes que el partido».

Repitió el lema casi con reverencia y luego me dirigió una mirada que supuse llena de significado.

Suspiré y sacudí la cabeza.

– Vaya, esto sí que es cargárselo todo. ¿Tú? ¿Arthur Nebe? ¿El Reichskriminaldirektor? ¿Un nazi hasta la médula? Que me parta un rayo.

– Camisa parda por fuera, sí -dijo-. No sé de qué color soy por dentro, no es rojo; no soy comunista. Pero tampoco es pardo. Ya no soy nazi.

– Coño, eres el mismo diablo cambiando de color.

– Lo soy ahora. Tengo que serlo para seguir vivo. Claro que no siempre fue así. La policía es mi vida, Gunther. La quiero. Cuando vi cómo la corroía el liberalismo durante los años de Weimar pensé que el nacionalsocialismo restablecería el respeto a la ley y el orden en este país. Pero ha sucedido lo contrario, ahora es peor que nunca. Fui yo quien ayudó a quitarle a Diels el control de la Ges tapo, solo para encontrarme con que lo sustituían Himmler y Heydrich, y…