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– Parece que le conoce bastante bien.

– El verano pasado su secretaria estuvo enferma un par de semanas. Kindermann sabía que yo tenía algo de experiencia como secretaria y me pidió que la sustituyera mientras Tarja estuviera ausente. Llegué a conocerlo bastante. Lo bastante como para que me desagradara. No voy a quedarme aquí mucho más tiempo. Me parece que ya he tenido bastante. Créame, hay muchos otros aquí que piensan lo mismo que yo.

– ¿Ah, sí? ¿Cree que alguien querría vengarse de él? ¿Alguien que pudiera tener algo contra él?

– Quiere decir algo serio, ¿verdad? No solo unas horas extras no cobradas.

– Supongo.

Marianne negó con la cabeza.

– No. Espere -dijo-, sí que hay alguien. Hace unos tres meses, Kindermann despidió a uno de los enfermeros por estar borracho. Era un tipo muy desagradable y no creo que nadie lamentara que se fuera. Yo no estaba aquí, pero me dijeron que le dijo unas cuantas cosas muy fuertes a Kindermann cuando se fue.

– ¿Cómo se llamaba ese enfermero?

– Hering, Klaus Hering, creo. -Miró el reloj-. Vaya, tengo que seguir con mi trabajo. No puedo quedarme aquí hablando con usted toda la mañana.

– Solo una cosa más -dije-. Necesito echar una ojeada al despacho de Kindermann. ¿Puede ayudarme? -Empezó a decir que no con la cabeza-. No puedo hacerlo si no me ayuda, Marianne. ¿Esta noche?

– No sé… ¿Y si nos cogen?

– El «nos» no entra en el asunto. Usted vigila, y si alguien la encuentra, dice que ha oído un ruido y que iba a ver qué pasaba. Yo tendré que correr el riesgo. Quizá diga que caminaba sonámbulo.

– Y se lo creerán, claro.

– Vamos, Marianne, ¿qué dice?

– De acuerdo, lo haré. Pero espere hasta después de medianoche, que es cuando cerramos con llave. Nos encontraremos en el solárium alrededor de las doce y media.

La cara le cambió cuando vio que sacaba un billete de cincuenta de la cartera. Se lo metí en el bolsillo superior del blanco y almidonado uniforme. Ella lo volvió a sacar.

– No puedo aceptarlo -dijo-. No debería dármelo.

Le cogí la mano, cerrándosela para que no pudiera devolverme el billete.

– Mire, es solo algo para ayudarla a capear el mal momento, hasta que le paguen las horas extras.

Se mostraba indecisa.

– No sé -dijo-. De alguna manera, no me parece bien. Es tanto como lo que gano en una semana. Hará mucho más que ayudarme a capear el mal momento.

– Marianne -dije-, es agradable poder llegar a fin de mes, pero es aún más agradable que sobre algo para el siguiente.

4. Lunes, 5 de septiembre

– El doctor me dijo que la electroterapia tenía temporalmente el efecto secundario de perjudicar la memoria. Por lo demás, me siento muy bien.

Bruno me miró con preocupación.

– ¿Estás seguro?

– Nunca me había sentido mejor.

– Bueno, mejor tú que yo, enchufado -dijo con un gruñido-. Así que cualquier cosa que consiguieras averiguar mientras estabas en ese sitio de Kindermann está temporalmente mal colocada dentro de tu cabeza, ¿no?

– No es tan grave como eso. Me las arreglé para echar un vistazo a su despacho. Y había allí una enfermera muy atractiva que me lo contó todo sobre él. Kindermann da conferencias en la Es cuela de Medicina de la Luf twaffe y es uno de los especialistas de la clínica privada del partido en la Ble ibtreustrasse. Por no hablar de su pertenencia a la Aso ciación Nacionalsocialista de Médicos y al Herrenklub.

Bruno se encogió de hombros.

– El tipo nada en oro, ¿y qué?

– Nada en oro, pero no es considerado exactamente un tesoro. No es muy popular entre el personal. Averigüé el nombre de alguien a quien despidió, que podría ser el tipo de persona que guarda rencor.

– No parece una razón de mucho peso, ¿verdad?, eso de que te despidan.

– Según mi enfermera, Marianne, era algo sabido por todos que le habían dado la patada por robar drogas de la farmacia de la clínica. Y que probablemente las vendía en la calle. O sea que no era precisamente un miembro del Ejército de Salvación, ¿sabes?

– ¿Ese tipo tiene un nombre?

Me esforcé un momento por recordar y luego saqué mi cuaderno del bolsillo.

– No pasa nada -dije-. Lo apunté.

– Un detective con una memoria deficiente… genial.

– No te sulfures, lo tengo. Se llama Klaus Hering.

– Veré si en el Alex tienen algo sobre él.

Cogió el teléfono y llamó. Solo le llevó un par de minutos. Le pagábamos cincuenta marcos al mes a un poli por el servicio. Pero Klaus Hering estaba limpio.

– ¿Y dónde se supone que ha de ir el dinero?

Me dio el anónimo que Frau Lange había recibido el día antes y que había hecho que Bruno me llamara a la clínica.

– El chófer de la señora me lo trajo en mano -explicó mientras yo leía la última composición de amenazas e instrucciones del chantajista-. Mil marcos metidos en una bolsa de papel de Gerson y dejados en la papelera que hay fuera del aviario del Zoo, esta tarde.

Miré por la ventana. Era otro día agradable y sin ninguna duda habría mucha gente en el Zoo.

– Es un buen sitio -dije-. Será difícil descubrirlo y más difícil aún seguirlo. Si recuerdo bien, hay cuatro salidas del Zoo.

Busqué un mapa de Berlín en el cajón y lo extendí sobre el escritorio. Bruno se acercó y miró por encima de mi hombro.

– ¿Cómo lo hacemos? -preguntó.

– Tú te encargas de la entrega y yo haré de mirón.

– ¿Quieres que me quede en una de las salidas después?

– Tienes una posibilidad entre cuatro. ¿Qué camino escogerías?

Estudió el mapa durante unos segundos y luego señaló la salida del canal.

– El puente Lichtenstein. Si fuera él, tendría un coche esperando al otro lado, en la Ra uch Strasse.

– Entonces será mejor que tú también tengas un coche allí.

– ¿Cuánto rato espero? Quiero decir, joder, el Zoo está abierto hasta las nueve de la noche.

– La salida del acuario cierra a las seis, o sea que apuesto a que aparecerá antes de esa hora, aunque solo sea para mantener todas sus opciones abiertas. Si no nos has visto para entonces, vete a casa y espera mi llamada.

Salí de la construcción de cristal del tamaño de un avión que es la estación del Zoo y crucé la Har denbergplatz hasta la entrada principal del Zoo de Berlín, que queda a muy poca distancia al sur del planetario. Compré una entrada que incluía el acuario y una guía para tener un aspecto más convincente de turista, y me encaminé hacia la casa de los elefantes. Un tipo extraño que estaba dibujando tapó el bloc con mucho secreto y se apartó al ver que me acercaba. Apoyándome en la baranda del recinto observé que ese curioso comportamiento se repetía una y otra vez según llegaban otros visitantes hasta que, paso a paso, el hombre se encontró de nuevo de pie a mi lado. Irritado por que supusiera que pudiera interesarme su lamentable dibujo, asomé la cabeza por encima de su hombro, blandiendo la cámara cerca de su cara.

– Quizá sería mejor que se dedicara a la fotografía -dije alegremente.

Dijo algo entre dientes y se marchó enfurruñado. «Allá va uno para el doctor Kindermann», pensé. Un auténtico majara. En cualquier representación o exhibición, el espectáculo más interesante siempre te lo ofrece la gente.

Pasaron otros quince minutos antes de ver a Bruno. Apenas pareció verme a mí o a los elefantes cuando pasó por mi lado llevando bajo el brazo la bolsa de los almacenes Gerson que contenía el dinero. Dejé que se adelantara un buen trecho y luego lo seguí.

En el exterior del aviario, una pequeña construcción de ladrillo rojo con entramado de madera y cubierta de hiedra que parecía más una cervecería de pueblo que el cobijo de unas aves de caza, Bruno se detuvo, echó una mirada alrededor y luego dejó caer la bolsa en una papelera que estaba al lado de un banco. Se alejó rápidamente hacia el este, en dirección al puesto que había escogido, sobre el canal Landwehr.