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Asintió con la cabeza y prosiguió sus explicaciones.

– No sé si alguna vez se ha dejado llevar por un impulso del que después se ha arrepentido, inspector, pero yo me arrepentí de separarme de las perlas en cuanto Elizabeth se las llevó a Joy. Me tendí en la cama, intentando decidir qué hacer. No quería pelearme con Joy, no quería agobiar a mi hermano con otra carga. Así que… Bien, supongo que las robé, ¿no? Y sé que eran las tres y cuarto porque estaba en la cama despierta y mirando el reloj; ésa era la hora que señalaba cuando por fin decidí hacer algo para recobrar mi collar.

– Ha dicho que Joy estaba dormida. ¿La vio? ¿La oyó respirar?

– La habitación se hallaba completamente a oscuras. Yo… debí suponer que estaba dormida. No se movió ni habló. Ella… -sus ojos se abrieron de par en par-. ¿Quiere decir que ya estaba muerta?

– ¿La vio en la habitación?

– ¿Quiere decir en la cama? No, la cama no se veía. La puerta se interponía y sólo la abrí unos centímetros. Pensé, por supuesto…

– ¿Estaba cerrado con llave el escritorio?

– Oh, sí. Siempre lo está.

– ¿Quién tiene llaves del mueble?

– Yo tengo una, y Mary Agnes la otra.

– ¿Es posible que alguien la viera yendo de su habitación a la de Joy, a la oficina, o durante cualquiera de los dos trayectos?

– No vi a nadie, aunque supongo… -meneó la cabeza-. No lo sé.

– Pero debió de pasar por delante de varias habitaciones durante esos trayectos, ¿no?

– Claro, alguien hubiera podido verme en el corredor principal de haber estado allí, pero me hubiera dado cuenta, o habría oído una puerta al abrirse.

Lynley fue a reunirse con Macaskin, que ya se había levantado y examinaba el plano, desplegado sobre la mesa desde el interrogatorio de David Sydeham. Además de las habitaciones de lady Helen y Joy Sinclair, otras cuatro daban al pasillo principaclass="underline" la de Joanna Ellacourt y David Sydeham, la de lord Stinhurst y su esposa, la que Rhys Davies-Jones no había utilizado y la de Irene Sinclair, en la confluencia del pasillo principal con el ala oeste de la casa.

– Creo que ésa nos dice la verdad -murmuró Macaskin a Lynley mientras estudiaban el plano-. Habría oído o visto algo, habría advertido que alguien la espiaba.

– Señora Gerrard -preguntó Lynley sin volverse-. ¿Está absolutamente segura de que anoche la habitación de Joy Sinclair estaba cerrada con llave?

– Por supuesto. Pensé en enviarle una nota con el té de esta mañana, diciéndole que me devolviera el collar. Quizá debería haberlo hecho. Pero…

– ¿Y devolvió sus llaves al escritorio?

– Sí. ¿Por qué sigue haciéndome preguntas sobre la puerta?

– ¿Volvió a cerrar el escritorio?

– Sí, sé que lo hice. Siempre lo hago.

Lynley dio la espalda a la mesa, sin alejarse de ella, los ojos fijos en Francesca.

– ¿Puede decirme por qué le tocó a Helen Clyde la habitación contigua a la de Joy Sinclair? ¿Fue pura coincidencia?

La mano de Francesca ascendió hasta sus cuentas, un movimiento automático que acompañaba sus pensamientos.

– ¿Helen Clyde? -repitió-. ¿No fue Stuart quien sugirió…? No, no fue así, ¿verdad? Mary Agnes atendió la llamada de Londres. Lo recuerdo porque la ortografía de Mary es un poco fonética, y el nombre que había escrito me resultaba desconocido. Me vi obligada a pedirle que me lo dijera.

– ¿El nombre?

– Sí. Ella había escrito «Joyce Encare», que carecía de sentido hasta que lo dijo de viva voz: «Joy Sinclair.»

– ¿Joy le telefoneó?

– Sí, y yo le devolví la llamada. Eso fue… Debió de ser el lunes por la noche. Me pidió que pusiera a Helen Clyde en la habitación contigua a la suya.

– ¿Joy le pidió eso? ¿Se refirió a Helen por su nombre?

Francesca vaciló. Bajó los ojos hacia el plano de la casa y después los clavó en Lynley.

– No, por el nombre no. Sólo dijo que su primo traía una invitada y si podía darle a esa invitada la habitación contigua a la suya. Supuse que debía de estar enterada… -enmudeció cuando Lynley se apartó de la mesa.

El detective miró sucesivamente a Macaskin, Havers y St. James. No tenía sentido continuar retrasando el momento.

– Veré a Davies-Jones ahora -dijo Lynley.

Rhys Davies-Jones no dio muestras de arredrarse ante la presencia de la policía, a pesar de que el agente Lonan le había seguido como una mala reputación desde su habitación a la sala de estar, sin perderle de vista ni un solo momento. El gales evaluó a St. James, Macaskin, Lynley y Havers con una mirada directa, la mirada premeditada de un hombre empeñado en demostrar que no tenía nada que ocultar. «Un caballo oscuro del que nunca se había sospechado…» Lynley le indicó con un gesto de la cabeza que se sentara a la mesa.

– Hábleme de anoche -dijo.

La única reacción visible de Davies-Jones fue apartar la botella de su ángulo de visión. Recorrió con la punta de los dedos un paquete de Players que había sacado del bolsillo de la chaqueta, pero no encendió ninguno.

– ¿Sobre qué, exactamente?

– Sobre sus huellas dactilares en la llave de la puerta que comunicaba las habitaciones de Helen y Joy, sobre el coñac que le llevó a Helen, sobre dónde estuvo hasta la una de la mañana, cuando se presentó en el cuarto de Helen.

Davies-Jones no reaccionó ni ante las palabras ni ante la corriente de hostilidad que se adivinaba tras ellas. Respondió con toda franqueza.

– Le llevé coñac porque quería verla, inspector. Fue una estupidez, una triquiñuela de adolescente para quedarme en su habitación unos minutos.

– Tengo entendido que le salió muy bien.

Davies-Jones no respondió. Lynley comprendió que tenía la intención de hablar lo menos posible. Y se sintió igualmente decidido a arrancarle hasta el último átomo de verdad.

– ¿Por qué estaban sus huellas dactilares en la llave?

– Cerré con llave la puerta, ambas puertas para ser exacto. Deseaba intimidad.

– ¿Entró en su habitación con una botella de coñac y cerró las dos puertas? Una confesión flagrante de sus intenciones, ¿no es cierto?

El cuerpo de Davies-Jones se tensó por una fracción de segundo.

– No fue así como ocurrió.

– En ese caso, dígame cómo ocurrió.

– Hablamos durante un rato de la lectura. Se suponía que la obra de Joy me iba a devolver al teatro londinense después de mí… problema, de modo que estaba bastante disgustado por el giro que habían dado las cosas. Tenía muy claro que mi prima no nos había reunido aquí para dar el visto bueno a las revisiones de Su obra, sino para algo muy distinto. Ser utilizado como un peón en una especie de venganza que Joy tramaba contra Stinhurst me enfureció. Así que Helen y yo intercambiamos opiniones. Sobre la lectura. Sobre lo que yo iba a hacer de ahí en adelante. Después, cuando iba. a marcharme, Helen me pidió que pasara la noche con ella. Por eso cerré las puertas con llave. -Davies-Jones miró sin vacilar a los ojos de Lynley. Una leve sonrisa distendió sus labios-. No esperaba que hubiera ocurrido así, ¿verdad, inspector?

Lynley no respondió. Acercó la botella de whisky, quitó el tapón y se sirvió un poco. El licor ejerció un efecto beneficioso en su cuerpo. Dejó a propósito el vaso sin vaciar sobre la mesa, entre ellos. Davies-Jones apartó la vista, pero Lynley no dejó de observar los tensos movimientos de la cabeza y el cuello, que revelaban su ansia.

– Tengo entendido que desapareció justo después de la lectura, y que no volvió a aparecer hasta la una de la mañana. ¿Qué hizo durante ese rato? ¿Fueron noventa minutos, casi dos horas?

– Fui a dar un paseo -contestó Davies-Jones.

Si hubiera respondido que había ido a nadar al lago, Lynley no se habría mostrado más sorprendido.

– ¿Bajo una tormenta de nieve? ¿Fue a pasear estando a Dios sabe cuántos grados bajo cero?