La cama estaba hecha; y la colcha amarilla y blanca, subida por encima de las almohadas. Los zapatos, negros y livianos, se hallaban colocados junto al lecho. Eran la única prenda de vestir que se había quitado, aparte de las joyas, alineadas sobre la mesilla de noche: unos pendientes de oro, una fina cadena y un delicado brazalete. Al fijarse en este último objeto, Lynley pensó durante un doloroso momento en sus pequeñas muñecas, que un objeto así podía rodear con tanta facilidad. No había nada más que ver en la habitación, salvo un armario ropero, dos sillas y un tocador, en cuyo espejo se reflejaban ambos, enfrentados como dos enemigos mortales que se hubieran topado por casualidad, carentes de la energía o la fuerza de voluntad necesarias para luchar de nuevo.
Lynley pasó junto a ella y se acercó a la ventana. El ala oeste de la casa se hundía en la oscuridad. Dispersas franjas de luz se recortaban contra el negro de las cortinas que no habían sido corridas del todo, en las habitaciones donde otros aguardaban, como Helen, el nuevo día. Lynley corrió las cortinas.
– ¿Qué haces? -preguntó Helen con voz cautelosa.
– Aquí dentro hace demasiado frío, Helen.
Tocó el radiador, sintió su calor apenas perceptible y se asomó al pasillo para dar instrucciones al joven agente apostado en lo alto de la escalera.
– ¿Quiere hacer el favor de buscar una estufa eléctrica?
El hombre asintió. Lynley cerró la puerta y se encaró con Helen. La distancia que les separaba parecía enorme. La hostilidad se palpaba en el aire.
– ¿Por qué me has encerrado aquí, Tommy? ¿Sospechas que puedo hacer daño a alguien?
– Claro que no. Todos están encerrados. Por la mañana habrá terminado todo.
Había un libro en el suelo, cerca de una silla. Lynley lo recogió. Era una novela de misterio, plagada de curiosas notas al margen, muy típicas de Helen: flechas, signos de exclamación, frases subrayadas y comentarios. No permitía jamás que un autor la engañara, convencida de que podía resolver cualquier enigma literario mucho antes que Lynley. Por ello, había tomado la costumbre desde casi diez años antes de enviarle los libros que desechaba. «Lee éste, querido Tommy. Seguro que no descubres la solución.»
El súbito recuerdo le abrumó de pena, desolación y soledad. Lo que venía a decir, además, sólo serviría para empeorar sus relaciones, pero sabía que debía hablar con ella, fuera cual fuese el resultado.
– Helen, no soporto ver lo que estás haciendo. Intentas hacer lo mismo que con St. James, pero cambiando el desenlace. No quiero que lo hagas.
– No sé de qué hablas. Esto no tiene nada que ver con Simon -Lady Helen no se había movido de donde estaba, al otro lado de la habitación, como si avanzar hacia él supusiera de alguna forma rendirse. Jamás lo haría.
Lynley creyó distinguir una pequeña moradura cerca de su garganta, donde el cuello de la camisa descendía hacia sus pechos. Sin embargo, cuando ella movió la cabeza, la moradura desapareció; un efecto de la luz, un producto de su enfermiza imaginación.
– Claro que sí. ¿O no te has fijado en lo mucho que se parece a St. James? Si cambias el defecto, incluso su alcoholismo reproduce a St. James. Sólo que esta vez no le dejarás plantado, ¿verdad? No te sentirás aliviada cuando intente darte la patada.
Lady Helen desvió la mirada. Abrió los labios y volvió a cerrarlos. Lynley comprendió que le permitía estos momentos de mortificación, que no haría nada por defenderse. El castigo de Lynley consistiría en no comprender por completo qué le había arrastrado hacia el gales, y le obligaría a basarse en suposiciones que ella nunca confirmaría. Aceptó esta realidad con creciente angustia. Aun así, deseaba tocarla, apenas un contacto, un momento de ternura.
– Te conozco, Helen, y sé que la culpa se alimenta de sí misma. ¿Quién puede saberlo mejor que yo? Yo lisié a St. James, pero siempre has creído que tu pecado fue peor, ¿no? Porque en tu interior, donde no tenías por qué admitirlo, todos estos años te has sentido aliviada de que él rompiera vuestro compromiso, porque de esa forma no te viste forzada a vivir con un hombre imposibilitado de hacer ciertas cosas que, en aquel tiempo, te parecían absurdamente importantes, como esquiar, nadar, bailar, ir de excursión, pasárselo de maravilla.
– Vete al infierno -su voz era apenas un susurro. Le miró a los ojos, pálida. Era una advertencia. Él la ignoró, sin poderse contener.
– Durante diez años te has sentido torturada por dejar a St. James, y ahora has visto la oportunidad de arreglarlo todo, de hacer las paces contigo misma, por dejarle convalecer solo en Suiza, por alejarte de él cuando más te necesitaba, por renunciar a un matrimonio que parecía conllevar más responsabilidades que alegrías. Te redimirás gracias a Davies-Jones, ¿verdad? Piensas convertirle en un hombre nuevo, cómo pudiste hacer, y no hiciste, con St. James. Entonces podrás perdonarte por fin. Es eso, ¿no? Así lo conseguirás.
– Creo que ya has hablado bastante -le dijo ella.
– No -Lynley buscaba palabras que le hicieran mella. Era esencial que lo comprendiera-. Bajo la superficie no se parece en nada a St. James. Escúchame, Helen, por favor. Davies-Jones no es un hombre al que conozcas íntimamente, por dentro y por fuera, desde los dieciocho años. Para ti es casi un extraño, alguien a quien no conoces en realidad.
– ¿Un asesino, en otras palabras?
– Sí, si te empeñas.
Ella retrocedió ante la contundencia de su respuesta, pero la pasión de su réplica dotó de energía a su esbelto cuerpo. Los músculos de la cara y el cuello se le tensaron, al igual que en la imaginación de Lynley los que cubrían las suaves mangas de su blusa.
– ¿Me consideras tan cegada por el amor, el remordimiento o la culpabilidad, o lo que sea, que no puedo ver lo que es tan obvio para ti? -Helen ladeó la cabeza con brusquedad hacia la puerta, hacia la casa que se extendía detrás de ella, hacia la habitación que había ocupado y lo que había ocurrido en su interior-. ¿Cuándo llevó a cabo el asesinato, exactamente? Salió de la casa después de la lectura. No volvió hasta la una.
– Eso dijo en su declaración.
– Me estás diciendo que me mintió, Tommy, pero yo sé que no lo hizo. Sé que sale a pasear cuando necesita beber. Me lo dijo en Londres. Yo le acompañé a pasear junto al lago después de que interrumpiera la disputa entre Joy Sinclair y Gabriel ayer por la tarde.
– ¿Y no te das cuenta de lo listo que fue, haciéndolo para que le creyeras cuando te dijo que anoche había salido a pasear? Necesitaba tu compasión, Helen, para que le dejaras quedarse en tu habitación. Una idea excelente decir que había salido para reprimir su necesidad de beber. No te habría dado tanta pena de haberse presentado nada más terminada la lectura, ¿verdad?
– ¿Quieres que me crea en serio que Rhys asesinó a su prima mientras yo dormía, que después volvió a mi cuarto y me hizo el amor por segunda vez? Es completamente absurdo.
– ¿Por qué?
– Porque yo le conozco.
– Te has ido a la cama con él, Helen. Supongo que estarás de acuerdo conmigo en que conocer a un hombre es más complicado que compartir una cama durante unas cuantas horas apasionadas, por agradables que sean.
La herida infligida por aquellas palabras sólo se reveló en los ojos oscuros de la joven. Cuando habló, lo hizo con acida ironía.
– Eliges muy bien las palabras. Te felicito. Hacen daño.
Lynley sintió que el corazón le daba un vuelco.
– ¡No quiero hacerte daño! Dios santo, ¿es que no lo comprendes? ¿No comprendes que intento evitar que te hieran? Lamento lo que ha sucedido. Lamento la forma estúpida en que te traté ayer, pero eso no cambia lo ocurrido anoche. Davies-Jones te utilizó para poder llegar a Joy, Helen. Te utilizó otra vez después de encargarse de Gowan esta noche. Piensa seguirte utilizando a menos que yo lo impida. Y ésa es mi intención. Tanto si me ayudas como si no.