Выбрать главу

Havers experimentó cierta desazón. Adivinó lo que la joven quería decir por la forma en que pronunció el nombre.

– Es posible. En la factura del teléfono de Joy constaban varias llamadas a Rhys, intercaladas con otras a un lugar llamado Porthill Green. -Su lealtad a Lynley le impidió añadir nada más. El hielo sobre el que caminaba en esta investigación ya era bastante resbaladizo para proporcionarle a lady Helen una información que podía pasar a otra persona, deliberadamente o no.

Por su parte, lady Helen no necesitó oír más.

– Y Tommy piensa que Porthill Green proporciona algún móvil a Rhys para asesinar. Por supuesto. Está buscando un móvil. Me dijo más o menos lo mismo.

– Sin embargo, nada de esto nos acerca ni un paso a comprender la obra de Joy. -St. James miró a Barbara-. «Vasallo.» ¿Significa algo para ti?

– Feudalismo. ¿Puede significar otra cosa? -Havers frunció el entrecejo.

– Tiene que estar relacionado con todo esto -replicó lady Helen-. Es la única parte de la obra que se me quedó grabada.

– ¿Por qué?

– Porque sólo tuvo sentido para la familia de Geoffrey Rintoul. Todos reaccionaron cuando oyeron al personaje decir que no estaba dispuesto a convertirse en otro vasallo, como si fuera una palabra en clave que sólo ellos comprendieran.

– ¿Y qué vamos a hacer? -suspiró Barbara.

Ni St. James ni lady Helen le respondieron. Se sumieron en una silenciosa meditación de varios minutos que fue interrumpida por el sonido de la puerta al abrirse y la voz bien timbrada de una joven.

– Papá, ya estoy aquí, absolutamente congelada y muerta de hambre. Comeré lo que sea, hasta filete y pastel de riñones, así que ya comprenderás lo desesperada que vengo. -Subrayó lo dicho con una alegre carcajada.

La voz de Cotter respondió con severidad desde el piso de arriba:

– Tu marido se ha comido hasta el último mendrugo de la casa, cariño. Eso te enseñará a dejar abandonado al pobre hombre durante tantas horas. ¿Adónde irá a parar el mundo?

– ¿Simon? ¿Ha llegado tan pronto a casa? -Sonaron pasos apresurados en el pasillo, la puerta del estudio se abrió de golpe y Deborah St. James apareció en el umbral.

– Mi vida, ¿no habrás…? -Se interrumpió al ver a las otras mujeres. Desvió los ojos hacia su marido y se quitó la boina de color crema, que liberó una masa indisciplinada de cabello rojo cobrizo. Iba vestida con elegancia (abrigo de lana color marfil sobre un traje gris) y cargaba con una enorme cámara, protegida por un estuche metálico, que depositó cerca de la puerta-. He ido a hacer una boda. Creía que no iba a escaparme de la fiesta. ¿Habéis vuelto de Escocia tan pronto? ¿Qué ha ocurrido?

Una sonrisa iluminó la cara de St. James. Tendió la mano y su mujer se aproximó.

– Sé exactamente por qué me casé contigo, Deborah -dijo, besándola con ternura y revolviendo su cabello-. ¡Fotografías!

– Y yo que pensaba que estabas loco por mi perfume -replicó ella.

– Ni por asomo. -St. James se levantó de la silla y caminó hacia el escritorio. Rebuscó en un amplio cajón y sacó una guía telefónica.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó lady Helen. Deborah acaba de responder a la pregunta de Barbara. ¿Qué vamos a hacer? Buscar fotografías. -Tomó el teléfono-. Y si existen, Jeremy Vinney es el único hombre que puede conseguirlas.

Capítulo 11

Porthill Green era un pueblo que parecía haber brotado, como una protuberancia anormal, de las tierras ricas en turba de los East Anglian Fens. El pueblo, cercano al centro del imaginario triángulo formado por las ciudades de Brandon, Mildenhall y Ely, pertenecientes a Suffolk y Cambridgeshire, era poco más que el cruce de tres, estrechan carreteras que serpenteaban, a través de campos de remolachas y atravesaban canales, gracias a puentes apenas más anchos que un coche. Se asentaba en un paisaje dominado por tonos gris, pardo y verde, debidos respectivamente al melancólico cielo invernal, los campos arcillosos moteados de nieve en algunos puntos, y la abundante vegetación que bordeaba las carreteras.

El pueblo carecía de grandes atractivos. La calle principal se componía de nueve edificios de pedernal descantillado y cuatro de yeso, enmaderados a medias como si un borracho se hubiera encargado de la tarea. Los locales comerciales anunciaban su condición mediante letreros de pintura desportillada y ennegrecida. Una solitaria gasolinera, que parecía fabricada en su mayor parte de orín y vidrio, se alzaba como un centinela en las afueras del pueblo. Y al final de la calle principal, señalado por una cruz céltica erosionada por el clima, se veía un círculo de nieve sucia bajo el cual, sin duda, crecía la hierba de la que el pueblo tomaba su nombre.

Lynley aparcó allí, pues la hierba se hallaba frente a Wine's the Plough, un edificio desvencijado que no se diferenciaba en nada de los demás. Los examinó mientras la sargento Havers, a su lado, se abrochaba el abrigo hasta la barbilla y tomaba el bloc y el bolso…

Lynley observó que, en su momento, la taberna se había llamado simplemente The Plough, y que se habían añadido las palabras Wines y Liquors, una a cada lado. La última se había desprendido mucho tiempo atrás, dejando una mancha oscura sobre la pared, pero la forma de las palabras todavía era legible. En lugar de volver a colocar Liquors, o aprovechar la ocasión para pintar de nuevo el edificio, se había añadido un apostrofe a la primera palabra mediante una jarra de hojalata embutida en la pared. De esta forma el edificio había sido bautizado por segunda vez, sin duda para regocijo de alguien.

– Es el mismo pueblo, sargento -dijo Lynley tras un somero examen a través del parabrisas.

Aparte de un perro que olfateaba un seto irregular, el lugar bien podía estar abandonado.

– ¿Cuál, señor?

– El del dibujo que había en el estudio de Joy Sinclair. La gasolinera, la verdulería. Allí está la casa con el jardín, detrás de la iglesia. Había estado aquí lo suficiente para familiarizarse con el lugar. Estoy seguro de que alguien se acordará de ella. Encárguese mientras yo charlo un poco con John Darrow.

– Siempre me toca caminar -refunfuñó ella.

– Después de lo de anoche, le irá bien para despejarse.

– ¿Lo de anoche? -preguntó ella, estupefacta. -La cena, la película. El chico del supermercado.

– Ah, eso. -Havers se revolvió en el asiento-. Créame, es mejor olvidarlo, señor. -Salió del coche, dejando entrar una ráfaga de aire que transportaba débiles olores a mar, peces muertos y desperdicios podridos, y se lanzó hacia el primer edificio, desapareciendo tras la estropeada puerta negra.

Habían tardado menos de dos horas en llegar desde Londres, y a Lynley no le sorprendió encontrar la puerta de Wine's the Plough cerrada. Era demasiado temprano para abrir la taberna. Dio la vuelta al edificio y vio que encima había una especie de piso, pero la observación no le sirvió de nada. Las fláccidas cortinas formaban una barrera que sus ojos escrutadores no podían atravesar. No se veía a nadie, y ningún automóvil o motocicleta indicaba que el edificio perteneciera a alguien. Sin embargo, cuando Lynley escudriñó por las sucias ventanas de la taberna, el hueco de una tablilla que faltaba en uno de los postigos reveló una luz que brillaba a través de una puerta lejana; probablemente conducía a las escaleras de la bodega.

Regresó a la puerta y llamó con los nudillos. Al cabo de unos momentos, unos fuertes pasos se encaminaron hacia la puerta.

– No está abierto -dijo la áspera voz de un hombre.

– ¿Señor Darrow?

– Sí.

– ¿Quiere abrir la puerta, por favor?

– ¿Qué desea?

– Scotland Yard.

Sus palabras obtuvieron una leve respuesta. La puerta se abrió unos quince o veinte centímetros.

– Aquí todo está en orden. -Ojos del tamaño y forma de avellanas, de un color pardo echado a perder por el amarillo, bajaron hacia la placa que Lynley sostenía.