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Ciertos tipos de iluminación se niegan a mentir sobre el ineluctable e implacable proceso de envejecimiento. Son despiadados, capaces de poner al descubierto los desperfectos y desnudar la verdad. La luz del sol, los brutales fluorescentes de los establecimientos comerciales, los focos sin filtros usados para filmar, perpetran las mayores atrocidades. La mesa para maquillarse que tenía Joanna Ellacourt en su camerino también parecía poseer esta clase de iluminación. Al menos hoy.

La atmósfera era muy fría, tal como ella deseaba para conservar frescas las flores que le enviaban sus admiradores antes de las representaciones. Ahora no había flores. El aire conservaba aquella combinación de olores común a todos los camerinos por los que había pasado: el aroma mixto de crema, astringente y loción que abarrotaban la mesa. Joanna apenas era consciente de este perfume mientras contemplaba su reflejo, impávida, y obligaba a sus ojos a tomar nota de todos los heraldos que anunciaban la inminencia de la madurez: las arrugas incipientes que descendían desde la nariz a la barbilla, la delicada trama de líneas que cernían sus ojos, el primer círculo de hendiduras que amenazaban su cuello, preludio de los posteriores que jamás podría disfrazar.

Dibujó una sonrisa semiburlona al pensar que había soslayado casi todo lo que constituía las arenas movedizas psicológicas de su vida; la desastrada casa familiar de cinco habitaciones en Nottingham, la visión de su padre, mecánico en paro, sentado cada día ante la ventana, hosco y sin afeitar, las quejas que su madre profería a causa del frío que se colaba sin cesar por las ventanas mal ajustadas, el televisor en blanco y negro de mandos rotos y volumen incontrolable, el futuro que todas sus hermanas habían elegido, repitiendo la historia de sus padres: una interminable y agobiante producción de bebés a intervalos de dieciocho meses. Había escapado a todo ello, pero no podía escapar al proceso de lenta descomposición que aguarda a todo ser humano.

Como tantas criaturas egocéntricas cuya belleza se adueña del escenario, la pantalla y las portadas de innumerables revistas, había creído durante un tiempo que podría esquivarla. De hecho, había llegado a convencerse de que lo haría. David siempre se lo había tolerado.

Su marido significaba algo más que su liberación de las miserias de Nottingham. David había sido la única verdad inmutable en un mundo veleidoso en que la fama es efímera, en que la exaltación de un nuevo talento por parte de los críticos podía significar la ruina de una actriz consagrada que había entregado su vida a la escena. David era consciente de ello, sabía cuánto le asustaba, y había aplacado sus temores por medio de su constante apoyo y cariño, a pesar de los berrinches, las exigencias y los flirteos de Joanna. Hasta que la obra de Joy Sinclair entró en juego, provocando cambios irrevocables entre ellos.

Clavó los ojos en su reflejo, sin verlo, y sintió que la cólera se apoderaba de ella otra vez. El fuego que le había consumido el sábado por la noche en Westerbrae con aquella sed de venganza irracional se había transformado en una llama candente, capaz de encender su pasión fundamental a la menor provocación.

David la había traicionado. Se obligó a pensar en ello una y otra vez, pese a que las décadas de intimidad compartida salían a la superficie y exigían que le perdonara. Nunca lo haría.

David sabía que aquel Ótelo debía ser su última actuación con Robert Gabriel. Sabía que le repugnaban los acosos a que Gabriel la sometía, aderezados con encuentros fortuitos, movimientos casuales de su mano que le rozaban los pezones, apasionados besos en el escenario frente a un numeroso público que los consideraba parte del espectáculo, lisonjas privadas de doble sentido que hacían referencia a las proezas sexuales del actor.

– Te guste o no, Gabriel y tú poseéis magia cuando actuáis juntos en el escenario -había dicho David.

Ni el menor indicio de celos ni de preocupación. Joanna siempre se había preguntado por qué. Hasta ahora.

Él le había mentido sobre la obra de Joy Sinclair, diciéndole que la participación de Robert Gabriel era idea de Stinhurst, diciéndole que no había manera de eliminar a Gabriel del reparto. Pero ella sabía la verdad, aunque no fuera capaz de enfrentarse a lo que implicaba. Insistir en la defenestración de Gabriel significaría una disminución en los ingresos del espectáculo, que repercutiría de igual forma en su porcentaje…, en el porcentaje de David. Y a David le gustaba el dinero. Le gustaban sus zapatos Lobb, su Rolls, su casa en Regent's Park, su casa en el campo, sus ropas de Savile Row. Con tal de mantener esto, no importaba que su esposa se viera obligada a rechazar los sudorosos avances de Robert Gabriel durante un año más. Al fin y al cabo, llevaba más de una década haciéndolo.

Cuando la puerta del camerino se abrió, Joanna no se molestó en volverse, porque el espejo de la mesa le proporcionaba una perspectiva perfecta de la puerta. Incluso de no ser así, sabía muy bien quién había entrado. Después de todo, había tenido veinte años para reconocer los movimientos de su marido: sus pasos firmes, el frotar de una cerilla cuando encendía un cigarrillo, el roce de la tela contra su piel cuando se vestía, la lenta relajación de sus músculos cuando se acostaba para dormir. Podía identificarlos a todos y cada uno; formaban parte de la personalidad de David.

Pero no estaba de humor para tener en cuenta esos detalles, de modo que tomó el cepillo y las horquillas, apartó el estuche de pintura a un lado y empezó a peinarse, contando las pasadas de uno a cien, como si cada una la alejara de la larga historia que compartía con David Sydeham.

Él no dijo nada cuando entró en el camerino. Se limitó a caminar hacia la silla, como siempre hacía, pero esta vez se quedó en pie, guardando silencio hasta que Joanna terminó de peinarse, dejó el cepillo sobre la mesa y se volvió para mirarle inexpresivamente.

– Supongo que podré descansar con más tranquilidad si me dices por qué lo hiciste -dijo él.

Lady Helen llegó a casa de St. James poco antes de las seis. Se sentía desanimada y abatida. Ni siquiera una bandeja cargada de panecillos recién hechos, nata, té y emparedados consiguió animarla.

– Creo que un jerez te sentaría de maravilla -observó St. James cuando la joven se quitó el abrigo y los guantes.

Lady Helen rebuscó en el bolso su bloc.

– Eso es exactamente lo que necesito -reconoció con pesadumbre.

– ¿No ha habido suerte? -preguntó Deborah.

Estaba sentada en la otomana situada a la derecha del hogar, deslizando de vez en cuando un trozo de panecillo a Peach, el diminuto perro salchicha que esperaba pacientemente a sus pies, probando a intervalos el sabor de su tobillo con una lengua delicada de color rosa. No muy lejos, el gran gato Alaska estaba ovillado sobre un montón de papeles, en el centro del escritorio de St. James. Aunque tenía los ojos entornados, ni siquiera se movió cuando lady Helen entró.

– Tampoco es eso -replicó, aceptando complacida el vaso de jerez que St. James le ofreció-. Tengo la información que deseábamos, pero…

– No sirve para ayudar a Rhys -adivinó St. James.

Ella le dedicó una sonrisa vacilante. Sus palabras le dolieron hasta extremos inconcebibles y, al sentirse abrumada por la desdicha, tomó conciencia de la enorme importancia que había concedido a la entrevista con la secretaria de lord Stinhurst, en el sentido de que dejaría libre de toda sospecha a Rhys.

– No, no sirve para ayudar a Rhys. Me temo que no sirve para gran cosa.

– Cuéntanos -dijo St. James.

En realidad no había mucho que contar. La secretaria de lord Stinhurst accedió de buena gana a explayarse sobre las llamadas telefónicas que había hecho en nombre de su jefe, en cuanto comprendió que eran esenciales para exonerarle de cualquier complicidad en la muerte de Joy Sinclair. Habló con toda franqueza a lady Helen, llegando a enseñarle el bloc donde había apuntado el mensaje que Stinhurst le había dictado para repetir a todo aquel que le llamara. Era directo y conciso: «Un accidente inesperado me retiene en Escocia. Le llamaré en cuanto me sea posible.»