Durante los últimos quince meses le había apreciado, odiado y llegado a comprender, pero jamás había percibido que su medio aristocrático era una fuente de angustia para él, una carga familiar y sanguínea que conseguía soportar con discreta dignidad, incluso cuando deseaba librarse de ella.
– ¿Cómo pudo averiguar Joy Sinclair todo esto? -preguntó Lynley, sin que se alterase su rostro.
– El propio lord Stinhurst se lo dijo. Ella estaba allí la noche en que Geoffrey murió.
– Ni siquiera me di cuenta de que no había nada referente a la obra de Joy en su estudio -se reprochó Lynley-. Vaya, ¿qué clase de investigación policial es ésta?
– Los caballeros del MI5 no van dejando tarjetas de visita cuando registran una casa, Tommy -dijo St. James-. No había huellas del registro. No podías saber que habían entrado en el piso y, al fin y al cabo, no habíais ido a buscar información sobre la obra.
– A pesar de todo, no debería haber pasado por alto su ausencia -sonrió con tristeza a Barbara-. Buen trabajo, sargento. No sé qué hubiera sido de nosotros sin usted.
Las alabanzas de Lynley no alegraron a Barbara. Nunca había lamentado tanto estar en lo cierto.
– ¿Qué vamos a…? -vaciló, sin querer arrebatarle más autoridad.
– Iremos a por Stinhurst mañana por la mañana -dijo Lynley, poniéndose en pie-. Me gustaría pensar durante el resto de la noche lo que se debe hacer.
Barbara adivinó lo que en realidad quería decir: pensar en lo que él iba a hacer, sabiendo que Scotland Yard le había manipulado. Barbara quiso decir algo que suavizara el golpe. Quiso decirle que el plan para hacerle encubrir un asesinato había fracasado; ellos habían demostrado su superioridad. Sin embargo, sabía que Lynley detectaría la verdad oculta tras sus palabras: ella había demostrado su superioridad. Ella le había salvado de su obcecación.
Sin más que decir, los tres empezaron a ponerse abrigos, guantes, sombreros y bufandas. La atmósfera estaba preñada de palabras que necesitaban ser pronunciadas. Lynley se dedicó con parsimonia a colocar en su sitio la botella de coñac, reunir las copas sobre una bandeja y cerrar las luces del salón. Les siguió hasta el vestíbulo.
Lady Helen aguardaba cerca de la puerta, en un charco de luz. No había dicho nada durante una hora, pero ahora se dirigió a él, vacilante.
– Tommy…
– Nos encontraremos en el teatro a las nueve, sargento -dijo Lynley con brusquedad-. Que un agente la acompañe para arrestar a Stinhurst.
Si no hubiera comprendido ya la nula trascendencia de su triunfo para el caso, este breve intercambio habría bastado para que Barbara fuera plenamente consciente de ello. Vio el abismo abierto entre Lynley y lady Helen, sintió la dolorosa impasibilidad del detective como una herida física.
– Sí, señor -se limitó a responder, avanzando hacia la puerta.
– Tommy, no puedes seguir ignorándome -insistió lady Helen.
Lynley la miró entonces por primera vez desde que St. James había empezado a hablar en el salón.
– Estaba equivocado respecto a él, Helen, pero has de saber lo peor: yo quería tener razón. Les deseó buenas noches y se fue.
El miércoles amaneció bajo un cielo plomizo, el día más frío del invierno. La nieve que cubría el pavimento formaba una capa delgada y dura, sucia del hollín y los gases de los coches.
Cuando Lynley detuvo el automóvil frente al teatro Agincourt a las nueve menos cuarto, la sargento Havers ya estaba esperando, tapada hasta las cejas con el feo y habitual abrigo de color pardo, y acompañada de un joven agente. Lynley reparó con desagrado en que Havers se lo había pensado muy bien a la hora de seleccionar un agente, escogiendo al que menos impresionarían el título y la riqueza de Stinhurst: Winston Nkata. Cabecilla en otros tiempos de los Brixton Warriors, una de las bandas negras más violentas de la ciudad, Nkata, con sólo veinticinco años, aspiraba ahora a los puestos superiores del DIC, gracias a la paciente intercesión y constante amistad de tres testarudos oficiales de la División A7.
Dedicó a Lynley una de sus sonrisas incandescentes.
– Inspector -le dijo-. ¿Por qué no conduces nunca esa preciosidad por mi barrio? Nos encanta quemar ejemplares tan fantásticos.
– Avísame del próximo disturbio -le respondió Lynley con sequedad.
– Enviaremos invitaciones para el próximo disturbio, tío. Nos encargaremos de que todo el mundo pueda participar.
– Entiendo. Tráete tu propio ladrillo y todo eso.
El negro echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada estentórea, mientras Lynley se reunía con ellos en la acera.
– Me gustas, inspector. Dame la dirección de tu casa. Creo que voy a casarme con tu hermana.
– Eres demasiado bueno para ella, Nkata -sonrió Lynley-. Por no mencionar unos dieciséis años demasiado joven. No obstante, si esta mañana te portas bien, estoy seguro de que llegaremos a un acuerdo satisfactorio. -Miró a Havers-. ¿Stinhurst ha llegado ya?
– Hace diez minutos. No nos vio -recalcó, antes de que él lo preguntara-. Estábamos tomando café al otro lado de la calle. Ha venido con su esposa, señor.
– Eso es lo que se llama un golpe de suerte. Vamos dentro.
El teatro bullía de actividad, como siempre que se pone en marcha una nueva obra. Las puertas del anfiteatro estaban abiertas; conversaciones y risas se mezclaban con el estrépito de los operarios que tomaban medidas para un decorado. Los ayudantes de producción corrían de un lado a otro con sujetapapeles en las manos y lápices detrás de la oreja. En un rincón, cerca del bar, un publicista y un diseñador trabajaban sobre una hoja de papel grande, en la que el último esbozaba viñetas publicitarias. Era un lugar de creatividad, pletórico de excitación, pero esta mañana Lynley no sintió el menor remordimiento de ser el instrumento que daría al traste con la alegría de todas aquellas personas. Como sería el caso cuando Stinhurst se encarase a su detención.
Se encaminaban ya hacia la puerta de las oficinas de producción, en el extremo opuesto del edificio, cuando lord Stinhurst salió por ella, en compañía de su mujer. Lady Stinhurst hablaba en tono agitado, retorciéndose el grueso anillo de diamantes que adornaba su dedo. Se inmovilizó por completo al ver a la policía.
Stinhurst se mostró cooperativo cuando Lynley le pidió que hablaran en privado.
– Ven a mi despacho. ¿Mi esposa ha de…? -Dejó la frase en suspenso, significativamente. Lynley, sin embargo, ya había decidido que la presencia de lady Stinhurst podría reportarle cierta ventaja. Una parte de él, la buena, pensó, quería dejarla en paz, se resistía a convertirla en un peón en el juego de la verdad y la mentira, pero su otra parte la necesitaba como instrumento de extorsión. Odiaba esa parte, aunque sabía que la iba a poner en juego.
– Me gustaría que lady Stinhurst nos acompañara -dijo.
Lynley y Havers se reunieron con lord Stinhurst y su esposa en la oficina del productor. Dejaron fuera al agente Nkata de guardia e indicaron a la secretaria de Stinhurst que sólo pasara las llamadas dirigidas a la policía. El despacho era muy parecido al hombre que lo ocupaba, fríamente decorado en negro y gris, amueblado con un escritorio de madera limpio hasta el extremo y sillones de orejas lujosamente tapizados. Un leve aroma a tabaco de pipa perfumaba el aire. De las paredes colgaban carteles, enmarcados con sumo gusto, procedentes de anteriores producciones de Stinhurst, testimonio de treinta años de éxitos: Enrique V, Londres; Las tres hermanas, Norwich; Rosencratz y Guildenstern están muertos, Keswick; Casa de muñecas, Londres; Vidas privadas, Exeter; Equus, Brighton; Amadeus, Londres. A un lado del despacho había una mesa de conferencias y sillas. Lynley se decantó por ese rincón, para no conceder a Stinhurst la comodidad y el privilegio de encarar a la policía desde el otro lado de su reluciente escritorio.