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Mientras Havers buscaba su bloc, Lynley desplegó sobre la mesa en silencio las fotos de la encuesta y las ampliaciones que Deborah St. James había hecho. Si todo lo que St. James había dicho era cierto, no cabía duda de que Stinhurst había telefoneado a sir Kenneth Willingate el día anterior por la tarde. Se habría preparado para esta entrevista. Lynley había empleado su larga noche de insomnio en pasar revista con toda minuciosidad a las diversas formas de atajar una nueva sarta de bien elaboradas mentiras. Había comprendido por fin que Stinhurst tenía, como mínimo, un talón de Aquiles. Lynley lanzó su primer comentario en esa dirección.

– Jeremy Vinney conoce toda la historia, lord Stinhurst. Desconozco si piensa publicarla, pues todavía carece de pruebas concluyentes en que apoyarse, pero no me cabe la menor duda de que va a buscar tales pruebas. -Lynley ordenó las fotografías con deliberada atención-. Tiene tres opciones: contarme otra mentira, examinar en detalle la que inventó en mi honor el pasado fin de semana en Westerbrae, o decirme la verdad. Pero antes déjeme decirle que si de entrada me hubiera confesado la verdad acerca de su hermano, sólo habría trascendido a St. James, un hombre de mi plena confianza. Puesto que me mintió, y puesto que esa mentira no encaja con que su hermano esté enterrado en Escocia, la sargento Havers sabe lo de Geoffrey, al igual que St. James, lady Helen Clyde y Jeremy Vinney. Como lo sabrá todo el mundo que tenga acceso al informe que enviaré al Yard. -Lynley vio que Stinhurst desviaba la vista hacia su esposa-. ¿Qué hacemos, pues? -preguntó, reclinándose en la silla-. ¿Hablamos de aquel verano de hace treinta y seis años, cuando su hermano estuvo en Somerset mientras usted iba de gira por el país y su mujer…?

– Basta -dijo Stinhurst y sonrió con frialdad-. ¿Me devuelve la pelota? ¡Bravo!

Lady Stinhurst se retorció las manos sobre su regazo.

– Stuart, ¿qué sucede? ¿Qué les dijiste?

La pregunta llegaba en el momento oportuno. Lynley aguardó la respuesta del hombre. Después de escrutar larga y pensativamente a los policías, se volvió hacia su esposa y empezó a hablar, demostrando que era un maestro en cautivar y sorprender.

– Les dije que tú y Geoffrey erais amantes. Afirmé que Elizabeth era el fruto de vuestros amores, y que la obra de Joy Sinclair giraba en torno a vuestra relación. Les dije que ella había alterado la obra sin mi conocimiento para vengarse de nosotros por la muerte de Alee. Al menos, esa última parte era cierta, que Dios me perdone. Lo siento.

Lady Stinhurst continuó sentada en silencio, sin comprender; las palabras pugnaban por acudir a su boca. Un lado de su cara pareció hundirse a causa del esfuerzo.

– ¿Geoff? -consiguió articular por fin-. No habrás pensado que Geoffre y yo… ¡Dios mío, Stuart!

Stinhurst tendió la mano hacia su mujer, pero ésta lanzó un chillido involuntario y se apartó. Él se rindió en parte, posando la mano sobre la mesa, entre ambos. Sus dedos se engarfiaron hasta cerrarse sobre la palma.

– No, claro que no, pero necesitaba decirles algo. Necesitaba… Tenía que alejarles de Geoff.

– Necesitabas decirles… Pero si está muerto. -Su rostro expresó una creciente repulsión ante lo que su marido había hecho-. Geoff está muerto. Y yo no. ¡Yo no, Stuart! ¡Me hiciste pasar por una puta para proteger a un muerto! ¡Me sacrificaste! Santo Dios, ¿cómo pudiste hacerlo?

Stinhurst meneó la cabeza, esforzándose en encontrar las palabras precisas.

– No está muerto, ni mucho menos, sino vivo y en esta habitación. Perdóname si puedes. He sido un cobarde de principio a fin. Sólo trataba de protegerme a mí mismo.

– ¿De qué? ¡Tú no has hecho nada! ¡Stuart, por el amor de Dios, tú no hiciste nada aquella noche! ¿Cómo puedes decir…?

– Eso no es cierto. No me atreví a decírtelo.

– ¿A decirme qué? ¡Dímelo ahora!

Stinhurst contempló largamente a su esposa, como si intentara reunir fuerzas para examinar su cara.

– Yo fui el que denunció a Geoff al gobierno. Todos vosotros supisteis la verdad sobre él aquella Noche Vieja, pero yo… Yo sabía que era un agente ruso desde 1949, que Dios me perdone.

Stinhurst se mantenía completamente inmóvil mientras hablaba, tal vez en la creencia de que un solo gesto abriría las compuertas y la angustia acumulada durante treinta y nueve años saldría a borbotones. Hablaba con voz desapasionada. No derramaba ni una lágrima, a pesar de que sus ojos iban enrojeciendo progresivamente. Lynley se preguntó si Stinhurst todavía sería capaz de llorar, después de tantos años de farsa.

– Supe que Geoffrey era marxista desde que estuvimos en Cambridge. No lo ocultaba, y yo, francamente, lo tomé como una especie de broma, algo que desecharía al cabo de un tiempo. Y en caso de no hacerlo, pensé en lo cómico que resultaría un futuro conde de Stinhurst comprometido con la lucha de clases para alterar el curso de la historia. Lo que no sabía era que alguien había tomado buena nota de sus inclinaciones, y había sido seducido para dedicarse al espionaje cuando todavía era un estudiante.

– ¿Seducido? -preguntó Lynley.

– Es un proceso de seducción. Una combinación de lisonjas y engaños, capaz de convencer a un estudiante de que desempeña un papel importante en el esquema del cambio.

– ¿Cómo llegó a enterarse?

– Lo descubrí por pura casualidad, cuando nos reunimos todos en Somerset después de la guerra. Fue el fin de semana en que nació mi hijo Alee. Fui a buscar a Geoff después de ver a Marguerite y al niño. Era… -sonrió a su esposa por primera y única vez. El rostro de lady Stinhurst no manifestó la menor reacción-. Un hijo. Me sentía muy feliz. Quería que Geoff lo supiera. Salí a buscarle y le encontré en uno de nuestros escondites de la infancia, una casita abandonada en las colinas de Quantock. Por lo visto, consideraba que Somerset era un lugar seguro.

– ¿Estaba reunido con alguien?

Stinhurst asintió con la cabeza.

– En otro momento habría pensado que se trataba sólo de un labrador, pero días antes de aquel fin de semana había visto a Geoffrey en el estudio, trabajando con documentos del gobierno que llevaban el membrete de «confidencial». No le concedí importancia, pensé que se había traído trabajo a casa. Su maletín se hallaba sobre el escritorio, y estaba introduciendo un documento en un sobre de papel manila. Recuerdo que el sobre no era ni de la finca ni del gobierno. No pensé en nada de ello hasta que llegué a la casita y le vi pasar el mismo sobre al hombre con quien se había reunido. A menudo pienso que si hubiera llegado un minuto antes, o un minuto después, habría creído que su acompañante era un labriego de Somerset. Sin embargo, en cuanto vi que el sobre cambiaba de manos, adiviné lo peor. Por un momento me dije que era una mera coincidencia, que tal vez el sobre no fuera el mismo que yo había visto en el estudio. Pero, si sólo había sido testigo de un intercambio inocente de información, legal y honesto, ¿por qué tenía lugar en las colinas de Quantock, tan aisladas y desérticas?

– Si les descubriste, ¿cómo es que no hicieron algo para evitar que les delataras? -preguntó lady Stinhurst, asombrada.

– No sabían exactamente lo que había visto. Y, aunque lo supieran, yo me encontraba a salvo. Pese a todo, Geoff se habría opuesto a la eliminación de su propio hermano. Al fin y al cabo, era más hombre que yo.

– No digas eso. -Lady Stinhurst desvió la mirada.

– Me temo que es verdad.

– ¿Admitió sus actividades? -inquirió Lynley.

– Le interrogué en cuanto el otro hombre se marchó -respondió Stinhurst-. Lo admitió. No estaba avergonzado. Creía en la causa. Y yo… yo no sabía en lo que creía. Sólo sabía que era mi hermano. Le quería. Siempre le había querido. No podía traicionarle, aunque me asqueara lo que hacía. El habría sabido que yo era el delator, ¿entiende? Por eso no hice nada, pero me sentí torturado durante años.