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Cuando vino la camarera le pedimos una botella de vino blanco. La mujer, una rubia gruesa de edad bastante imprecisa, nos miró con un aire maternal y desconfiado.

– ¿Y la pelirroja? -dijo Pancho tocándose el brazo con la mano después que la camarera se alejó.

– No la veo -respondí.

– Me excitan las pelirrojas -dijo Pancho, volviendo a pasear indolentemente su mirada por la pista.

En eso veo que el tipo flaco de la mesa vecina le toca el hombro a Tomatis que le daba la espalda. Tomatis se dio vuelta y el tipo le dijo algo, señalándole un cigarrillo que sostenía en la mano derecha.

– ¿Nadie tiene fuego? -dice Tomatis, entre el estruendo de la música-. Aquí el señor quiere fuego.

Le alcancé a través de la mesa mi encendedor. Tomatis se lo entregó. El tipo encendió y a la luz de la llama alcancé a ver su rostro: un rostro nervioso y chupado, pero ingenuo. Después que apagó la llama alzó un poco el encendedor, como para observarlo mejor a la escasa luz. Le dijo algo a Tomatis. Tomatis se encogió de hombros, recibiendo el encendedor de manos del tipo.

– Dice si es de oro -dijo Tomatis.

– No -le digo yo-. Es dorado nada más.

Tomatis le dijo algo y el tipo hizo un gesto desmesuradamente afirmativo y después continuó mirando a la pareja que giraba sin cesar al compás de "Rosas de otoño".

Después que la camarera rubia nos trajo la botella de vino, sumergida en un baldecito idéntico al de la mesa de al lado, y la cobró (trescientos pesos, los pagó Pancho, separando minuciosamente tres billetes de cien de un fajo bastante abultado, que la camarera alcanzó a distinguir, cambiando de golpe la actitud hacia nosotros). Desde ese momento empezó el desfile de chicas a la mesa. Vinieron cuatro, que regresaron por donde habían venido, una por vez, y cada vez que una de ellas se aproximaba el tipo de la mesa de al lado se volvía hacia nosotros y escuchaba el diálogo con una sonrisa de interés y expectativa. Se veía que tenía unas ganas bárbaras de sentarse con nosotros.

Después se encendieron las luces de la sala y dio comienzo el varíete.

– Ahora viene lo bueno -dijo entonces el tipo de al lado, moviéndose impaciente sobre la silla. Me miró y me guiñó el ojo, cabeceando hacia la pista.

Entonces pude verlo con mayor precisión: tenía el cuello de la camisa abrochado, pero no llevaba corbata; el rostro amarillo y tierno, unos labios finos, las mejillas ajadas y rasuradas y unos ojos pequeños y sumisos, inquisitivos.

– ¿No es cierto, muchachos? -repetía-. ¡Ahora viene lo bueno!

Y guiñaba el ojo, cabeceando con una expresión entendida y connivente hacia la pista; excepción hecha de mí, que me hallaba sentado frente a él, nadie le hacía caso. Yo trataba de responder en la mayor medida posible a su comunicatividad, pero confieso que no estaba con buena disposición de ánimo para eso. En cuanto a Pancho, Barra y Tomatis, ninguno decía nada: los tres parecían hallarse ensimismados y taciturnos y Tomatis tenía un aire soñoliento y melancólico.

El varieté contaba con cinco números. Un dúo vocal centroamericano: una mujer de unos cuarenta años, gruesa, que llevaba un vestido muy ajustado lleno de lentejuelas, de color rosa, y un hombre bajito, de aspecto raro, con una gran dentadura, como la de un caballo, que quedaba al descubierto apenas abría la boca: se hallaba vestido con unos zapatos combinados, bastante viejos, blancos y negros, un pantalón negro, y un smoking celeste de tela ordinaria. El hombre tocaba la guitarra y la mujer sacudía torpemente unas maracas; no daban con el tono de voz adecuado, se confundían al principio de cada estrofa, se olvidaban de la letra de las canciones, y en un momento dado, cuando quisieron cambiar de lugar, efectuando una especie de esbozo coreográfico, para quedar parado uno en el sitio en el que hasta entonces se había hallado el otro, el vestido de la mujer se enredó en el cable del micrófono, desgarrándosele un penacho de gasa que llevaba en el ruedo y haciendo trastabillar ruidosamente el micrófono, todo de un modo tan lento y complicado que debieron interrumpir por un momento la canción que se hallaban cantando. Aproximadamente en la mitad de la primer canción, un poco después del incidente, Pancho y Barra comenzaron una chachara interminable, inclinándose uno hacia el otro, hablando en voz un poco más baja que lo normal y haciendo amplios gestos con la mano, de un modo tan descarado que el tipo de la guitarra comenzó a mirarlos nerviosamente de reojo, sin suspender su sonrisa profesional, que dejaba al descubierto sus grandes dientes amarillos de caballo, y la mujer clavó definitivamente su mirada en nuestra mesa, con una expresión de creciente cólera.

El segundo número del varíete era una bailarina española, Amparo de Sevilla, vestida, como es corriente, con un amplio vestido de cretona ordinaria, lleno de volados. Su indumentaria se complementaba con un rulito engominado sobre la frente, un gran clavel rojo entre los pechos, las castañuelas, etcétera, y a pesar del tremendo estruendo que creó su paso por el salón, no pudo lograr que Pancho y Barra interrumpieran su súbita y animada conversación, así como tampoco logró interrumpirla una bailarina tropical que era el tercer número del varíete, y que apareció dando unos pasitos cortos y arrastrados por la pista, llevando como única indumentaria un corpiño y una bombachita de un raso verde bastante desvaído, llenos de lentejuelas, y un tocado de plumas de todos colores en la cabeza: era, para decir la pura verdad, bastante vieja, y bailaba asimismo bastante mal, y como si no bastara con que su piel fuese repugnantemente blanca, tono completamente pasado de moda para la piel femenina, y algo ajada y flácida, no había tenido el cuidado de ocultar la cicatriz de una operación que dividía su vientre, cicatriz cuya presencia descomponía de un modo definitivo y total todo el espectáculo.

El cuarto número del varíete era un bailarín folklórico que zapateaba un malambo, y lo cómico del asunto, en lo que se refiere a Pancho y a Barra y a su dichosa conversación, fue que al finalizar el número, antes de que comenzara el próximo, me incliné hacia Pancho para preguntarle si él también había advertido que el bailarín tenía cierto parecido físico con Tomatis (algo cargado de hombros, una cabeza de forma rara, la nariz ganchuda, los ojos separados entre sí como los de una ballena), y entonces tuve la sensación de que Pancho y Barra no sólo habían estado conversando sin atender el espectáculo, sino que ni siquiera se habían dado cuenta de que el espectáculo había tenido lugar, porque cuando le hice la pregunta Pancho se volvió bruscamente hacia mí, me miró con los ojos muy abiertos, con expresión de sentirse realmente sorprendido, y me preguntó: "¿Qué bailarín folklórico?", mirándome sin parpadear durante un largo momento.

Solamente cuando se presentó el número central del varíete, Pancho y Barra se callaron la boca, cambiaron de posición sobre sus sillas y se dedicaron a mirar el espectáculo, una joven de unos veinticinco años, graciosa y bien formada, cuya especialidad era el streap-tease, que se presentó vestida de pies a cabeza con un traje de novia hecho de una tela transparente, con las manos juntas en actitud de quien se encuentra rezando, y caminando con gran lentitud, entonando con unas modulaciones infantiles, buscadas deliberadamente, las estrofas de una canción picaresca que hablaba de una novia abandonada la noche misma de la boda, antes de que la cosa sucediera; la letra explicaba que la chica se ponía a disposición de quien quisiera realizar el trabajo, y después dejaba de cantar y comenzaba a despojarse de sus prendas con exasperante lentitud, amagando dos o tres veces con cada una antes de sacársela, hasta quedar con una estrella pequeñísima, dorada, sobre cada uno de los pezones, y otra de mayor tamaño en el pubis; a esa altura las luces se encendieron y se apagaron tres o cuatro veces, y el tambor redobló en el escenario para dar la sensación de climax, y entonces la chica se cubrió con una capa completamente transparente y dio una vuelta a la pista, en cuyo extremo se detuvo, y en medio de los compases de la "Marcha Nupcial", resonando pesada y paródicamente, se volvió hacia el público, arrojó un beso con la mano, estirando el brazo y haciendo una leve genuflexión, y salió al trotecito para los camarines.

A todo esto el tipo de la mesa de al lado demostraba un entusiasmo singular: se movía nerviosamente sobre la silla, decía cosas que la música impedía escuchar, se volvía hacia mí guiñándome repetidas veces el ojo, cabeceando hacia la chica con expresión picara y connivente. Pancho y Barra miraban sonriendo el espectáculo. Tomatis dormitaba. Cuando la música cesó y las luces se apagaron, devolviendo la semipenumbra al local, Tomatis se despertó como sobresaltado.

– ¿Eh? ¿Qué pasa? -dijo.

Los músicos dejaron sus instrumentos en el escenario y bajaron al salón para descansar. Se hizo un momento de silencio en todo el salón que interrumpió la risa prolongada y áspera de una de las chicas. El tipo de la mesa de al lado se levantó, con la copa en la mano y se aproximó a la mesa; por la manera de caminar me di cuenta de que estaba un poco ebrio.

– Buenos noches, muchachos -dijo de un modo entusiasta, apoyando su mano sobre el hombro de Tomatis. Carlitos lo miró, dejando caer levemente la cabeza hacia un costado-. ¿Cómo marcha la cosa?

– Bien, nomás -dijo Tomatis.

– Gorosito, a sus órdenes -dijo el tipo.

– Mucho gusto -dijo Tomatis.

– ¿Qué le pasa? -dijo Pancho, como emergiendo de una honda meditación, sin mirarlo, alzando más bien la cabeza hacia la pista.

– Pancho -dije yo- El señor Gorosito.