Él resopló.
– Dále algo de crédito a Dallie, tiene más sentido común que eso.
– ¿Entonces por qué?
Él apoyó la cabeza del palo sobre una barra para secarlo y puso la brocha en un tarro de aguarrás.
– Tú solamente concentrate en su golf eso es todo. Tal vez tengas mejor suerte que la que yo he tenido.
Y no dijo nada más.
Cuando Francesca subió del sótano, descubrió a Teddy jugando con uno de los perros de Dallie en el patio. Había un sobre encima de la mesa de la cocina con su nombre garrapateado con la letra de Gerry. Lo abrió y leyó el mensaje.
Nena, Cariño, Cordera Mía, Amor de Mi Vida,
¿Que te parecería pasar esta noche conmigo? Te recogeré para cenar y lo que siga a las 7:00. Tu mejor amiga es la reina de los idiotas, y yo soy el zoquete más grande del mundo. Prometo no llorar sobre tu hombro nada más que una pequeña parte de la tarde. ¿Cuándo vas a dejar de ser tan cabezota e invitarme a tu programa de televisión?
Sinceramente, Zorro el Grande
PD. Trae un dispositivo para el control de la natalidad.
Francesca se rió. A pesar de su mal principio en aquella carretera de Texas hacía diez años, Gerry y ella, habían formado una cómoda amistad en los dos años que llevaba viviendo en Manhattan. Él había pasado los primeros meses tras conocerse pidiéndole perdón por haberla abandonado, aun cuando Francesca insistía que la había hecho un favor aquel día.
Para su asombro, él todavía conservaba un sobre amarillento con su pasaporte y cuatrocientos dólares que estaban en su neceser.
Hacía mucho que le había dado a Holly Grace el dinero para reembolsar a Dallie lo que le debía, que le había dado una noche que coincidieron en la ciudad.
Cuando Gerry llegó para escogerla por la tarde, él llevaba su cazadora bomber de cuero con un pantalón marrón oscuro y un suéter color crudo. Abrazándola con fuerza, le dió un amistoso beso en los labios, sus ojos oscuros brillando con maldad.
– ¡Eh!, hermosa. Por qué no podía yo haberme enamorado de tí en lugar de Holly Grace?
– Porque eres demasiado listo para cargar conmigo -dijo ella, riendo.
– ¿Dónde está Teddy?
– Ha engañado a Doralee y a la Señorita Sybil para que lo acompañen a ver una horripilante película sobre saltamontes asesinos.
Gerry sonrió y luego la miró con interés.
– ¿Cómo lo llevas? ¿Esto está resultando dificil para tí, verdad?
– He tenido mejores semanas -concedió ella. Hasta ahora, sólo su problema con Doralee estaba cerca de una solución. Esa tarde la Señorita Sybil había insistido en llevar a la adolescente a las oficinas del condado ella misma, diciéndole a Francesca que bajo ningún concepto dejaría sóla a Doralee hasta que encontraran una buena familia adoptiva.
– He pasado un rato con Dallie esta tarde -dijo Gerry.
– ¿En serio? -Francesca estaba sorprendida. Era difícil imaginarse a los dos juntos.
Gerry sostuvo la puerta de la calle abierta para ella.
– Le dí una pequeña y nada amistosa charla legal y le dije que si alguna otra vez intenta algo como esto con Teddy, yo personalmente mandaré el sistema americano entero sobre él.
– Me imagino como reaccionó él a eso -contestó ella secamente.
– Te haré un favor y te ahorraré los detalles -caminaron hacía el Toyota alquilado de Gerry-. Fue algo de lo más extraño. Una vez que dejamos de decirnos insultos, casi me encontré a gusto con el hijo de puta. Odio la idea de pensar que él y Holly Grace estuvieron casados, y sobre todo odio el hecho de que todavía se preocupen tanto el uno por el otro, pero una vez que comenzamos a hablar, yo tenía un sentimiento raro, como si Dallie y yo nos conocíeramos desde hace mucho. Es algo de locos.
– No es tan extraño -dijo Francesca, cuando él abrió la puerta del coche para ella-. La única razón por la que sentiste eso es porque Dallie y Holly Grace se parecen mucho. Si te gusta uno de ellos, al estar con el otro tienes esa sensación.
Comieron en un restaurante acogedor que servía una maravillosa ternera.
Antes de que hubieran terminado el plato principal, otra vez se enredaron en su vieja discursión de por qué Francesca no invitaba a Gerry a su programa de televisión.
– Solamente llévame una vez, cariño, eso es todo lo que te pido.
– Olvídalo. Te conozco. Te presentarías con quemaduras falsas de radiación por todas partes del cuerpo o anunciarías que en ese momento unos misiles rusos estaban apuntando a Nebraska.
– ¿Y qué? Tienes millones de androides satisfechos mirando tu espectáculo quienes no entienden que vivimos en vísperas de la destrucción. Es mi trabajo concienciar de eso a la gente.
– No en mi programa -dijo ella firmemente-. No manipulo a mis espectadores.
– Francesca, en estos días no hablamos de un pequeño petardo de trece kilotones como el que nosotros tiramos sobre Nagasaki. Hablamos de megatones. Si veinte mil megatones caen en Nueva York, eso va a hacer algo más que arruinar una fiesta en casa de Donald Trump. Tendrá consecuencias en más de mil kilómetros cuadrados, y ocho millones de cuerpos fritos serán abandonados pudriéndose en los canales.
– Intento comer, Gerry -protestó, dejando su tenedor.
Gerry había estado hablando de los horrores de una guerra nuclear durante tanto tiempo que podía demoler una comida de cinco platos mientras él describía un caso terminal de envenenamiento por radiación, pinchó la patata al horno.
– ¿Sabes la única cosa que tiene alguna posibilidad de supervivencia? Las cucarachas. Estarán ciegas, pero todavía serán capaces de reproducirse.
– Gerry, te quiero como a un hermano, pero no dejaré que conviertas mi programa en un circo -antes de que él pudiera lanzar su siguiente ronda de argumentos, ella cambió de tema-. ¿Has hablado con Holly Grace esta tarde?
Él dejó su tenedor y negó con la cabeza.
– Me acerqué a la casa de su madre, pero salió por la puerta de atrás cuando me vio llegar -apartó su plato, y tomó un sorbo del agua.
Parecía estar tan triste que Francesca estaba dividida entre el deseo de consolarle y el impulso de darle un buen coscorrón. Gerry y Holly Grace obviamente se amaban, y ella deseaba que dejaran de camuflar sus problemas.
Aunque Holly Grace casi nunca hablara de ello, Francesca sabía las ganas que tenía de ser madre, pero Gerry nunca hablaría del asunto con ella.
– ¿Por qué no intentáis llegar a algún tipo de compromiso? -ofreció provisionalmente.
– Ella no entiende esa palabra -contestó Gerry-. Está empecinada con la idea de que trato de utilizarla por su fama, y…
Francesca gimió.
– No esta vez. Holly Grace quiere un bebé, Gerry. ¿Por qué no admites de una vez que ahí radica el problema? Sé que no es de mi incunvencía, pero creo que serías un padre maravilloso, y…
– ¿Cristo, Naomi y tú os habéis puesto de acuerdo, o qué? -bruscamente empujó su plato-. ¿Vamos al Roustabout, bien?
El Roustabout era el último lugar al que querría ir.
– No me apetece mucho…
– Seguramente los viejos novios estarán allí. Entramos, fingimos que no los vemos, y luego hacemos el amor encima de la barra. ¿Qué dices?
– Digo no.
– Venga, cariño. Los dos han estado echando una tonelada de mierda en nuestro camino. Permítenos sacudírnosla un poco.
Totalmente decidido, Gerry no hizo caso a ninguna de sus protestas y la empujó fuera del restaurante. Quince minutos más tarde, entraban por la puerta del honky-tonk.
El lugar estaba igual como Francesca lo recordada, aunque la mayor parte de los anuncios de cerveza Lone Star de neón habían sido substituidos por otros de Miller Lite, y máquinas de vídeojuegos ocupaban ahora una esquina.