Hizo una pausa corta, pensativa.
– ¿Díme algo, Francie, y por favor, díme la verdad, con Gilligan y sus compinches de naúfragos en esa isla tanto tiempo, cómo es que esas mujeres nunca se quedan sin sombra de ojos? ¿Ni papel higiénico? ¿Crees que el capitán y Gilligan han usados plátanos todo este tiempo?
Ella quiso gritarle, pero rechazó darle esa satisfacción.
– Tengo una reunión, Dallie. ¿Quieres hablarme de algo en particular?
– En realidad, vuelo la semana que viene a Nueva York para encontrarme con los muchachos de Network otra vez, y pensé que podía visitarte sobre las siete el martes por la noche para decir ¡hola! a Teddy y tal vez llevarte a cenar.
– No puedo -dijo ella con frialdad, el resentimiento escapando por cada uno de sus poros.
– Sólo para cenar, Francie. No tienes que hacer un gran drama de ello.
Si él no decía lo que tenía en mente, lo haría ella.
– No quiero verte, Dallie. Tuviste tu posibilidad, y la dejaste escapar.
Hubo un largo silencio. Intentó colgar, pero no pudo coordinar el movimiento para hacerlo. Cuando Dallie finalmente habló, su tono fácil se había esfumado. Parecía cansado y preocupado.
– Siento mucho no haberte llamado antes, Francie. Necesitaba tiempo.
– Y ahora lo necesito yo.
– Bien -dijo él despacio. -Solamente déjame visitar y ver a Teddy, entonces.
– No creo.
– Tengo que comenzar a fijar cosas con él, Francie. Me portaré bien. Sólo unos cuantos minutos.
Ella se había endurecido durante los años; había tenido que hacerlo. Pero ahora cuando necesitaba esa dureza, todo lo que podía hacer era visualizan a un pequeño muchacho empujando guisantes bajo su patata al horno.
– Unicamente unos minutos -concedió.- Eso es todo.
– ¡Grande! -pareció tan exúltante como un adolescente-. Esto es realmente grande, Francie
Y luego dijo rápidamente.
– Después de estar con Teddy, te llevaré a cenar.
Y antes de que ella pudiera abrir la boca, colgó.
Reposó la cabeza sobre el escritorio y gimió. Ella no tenía una espina; tenía un espagueti recocido.
Cuando el portero le avisó el martes por la tarde anunciando la llegada de Dallie, Francesca era una ruina nerviosa.
Se había probado gran parte de sus trajes más conservadores antes de decidirse traviesamente por el más salvaje… un conjunto nuevo, un bustier de seda verde menta junto con una minifalda de terciopelo esmeralda. Los colores hacian más profundo el verde de sus ojos y, en su imaginación al menos, hacían su mirada más peligrosa. El hecho de que ella probablemente se estaba arreglando demasiado para pasar una tarde con Dallie no la disuadió.
Incluso aunque sospechaba que terminarían en alguna sordida taberna con vajilla de plástico, esta era todavía su ciudad y Dallie tendría que conformarse.
Después de ahuecar el pelo en el desorden ocasional, se puso unos pendientes de cristal de Tina Chow con collar a juego alrededor de su cuello. Aunque tenía más fe en sus propios poderes que en los collares místicos de Tina Chow, pensó que no podía pasar por alto nada que la ayudara a sobrellevar esa dificil tarde.
Sabía que no tenía que ir a cenar con Dallie si no quería, incluso podía marcharse antes que él llegara, pero quería verlo otra vez.
Era así de simple.
Oyó a Consuelo abrir la puerta de la calle, y casi saltó fuera de su piel. Se obligó a esperar en su habitación durante unos minutos hasta que se tranquilizó, pero sólo consiguió ponerse aún más nerviosa, por lo tanto salió hacía la sala para saludarlo.
Él llevaba un paquete envuelto y estaba apoyado en la chimenea admirando el cuadro del dinosaurio rojo que estaba encima. Se dio la vuelta ante el sonido de sus pasos y la miró fijamente.
Ella admiró su bien cortado traje gris, camisa de etiqueta con puños franceses, y corbata azul oscuro. Nunca lo había visto con traje, e inconscientemente se encontró esperándo que comenzara a tocarse el cuello y se desanudara la corbata. No hizo nada de eso.
Sus ojos se posaron en la pequeña minifalda aterciopelada, el bustier de satén verde, y sacudió la cabeza con admiración.
– Maldita sea, Francie, te ves mejor con ropa de puta que cualquier otra mujer que conozco.
Ella quiso reírse, pero pareció más prudente recurrir al sarcasmo.
– Si me surgen de nuevo mis antiguos aires de vanidad, recuérdame pasar cinco minutos en tu compañía.
Él sonrió abiertamente, luego caminó hacía ella y acarició sus labios con un beso ligero que sabía vagamente a goma de mascar. La piel del cuello se le puso con carne de gallina. Mirándola directamente a los ojos, él dijo.
– Eres la mujer más hermosa del mundo, y lo sabes.
Ella se movió rápidamente para poner distancia con él. Él comenzó a mirar alrededor de la sala de estar, su mirada vagando desde el puf de vinilo naranja de Teddy hasta un espejo Louis XVI.
– Me gusta este sitio. Es realmente acogedor.
– Gracias -contestó rígidamente, todavía intentando hacerse a la idea de que estaban cara a cara otra vez y que él parecía mucho más a gusto que ella. ¿Qué se iban a decir al uno al otro esta noche? No tenían absolutamente nada de que hablar que no fuera potencialmente polémico, embarazoso, o emocionalmente explosivo.
– ¿Está Teddy por aquí? -pasó el paquete envuelto de una mano a la otra.
– Está en su habitación -no vio necesarío decirle que Teddy se había recluido en su cuarto cuando supo que Dallie venía.
– ¿Podrías decirle que salga unos minutos?
– Yo…dudo que quiera salir.
Una sombra pasó por su cara.
– Entonces simplemente muéstrame dónde está su habitación.
Ella vaciló un momento, luego asintió y le condujo por el pasillo. Teddy estaba sentado en su escritorio, empujando ociosamente un jeep de G.I. Joe hacia adelante y hacia atrás.
– ¿Qué quieres? -preguntó, cuando se giró y vio a Dallie de pie detrás de Francesca.
– Te he traído algo -dijo Dallie-. Algo así como un regalo de Navidad retrasado
– No lo quiero -replicó Teddy ásperamente-. Mi mamá me compra todo lo que necesito.
Empujó el jeep sobre el borde del escritorio y dejó que se estrellarse contra la alfombra. Francesca le dirigió una mirada de advertencia, pero Teddy fingió no notarlo.
– ¿En ese caso, por qué no se lo regalas a alguno de tus amigos? -dijo Dallie atropelladamente y puso la caja sobre la cama de Teddy.
Teddy lo miró con desconfianza.
– ¿Qué hay ahí?
– Tal vez un par de botas camperas.
Algo parpadeó en los ojos de Teddy.
– ¿Botas camperas? ¿Skeet las envía?
Dallie negó con la cabeza.
– Skeet me ha enviado algunas cosas -anunció Teddy.
– ¿Qué cosas? -preguntó Francesca.
Teddy se encogió de hombros.
– Un estupendo cojín y otras cosas.
– Eso es magnífico -contestó ella, preguntándose por qué Teddy no se lo había mencionado.
– ¿La sudadera es de tu talla? -preguntó Dallie.
Teddy se enderezó de repente en su silla y miró fijamente a Dallie, la alarma instalada en sus ojos detrás de las gafas.
Francesca les miró a ambos con curiosidad, preguntándose de que hablaban.
– Me queda muy bien -dijo Teddy, con un murmullo apenas audible.
Dallie asintió, tocó suavemente el pelo de Teddy, y luego girándose abandonó la habitación.
El trayecto en taxi fue relativamente tranquilo, con Francesca sentada comodamente con el cuello subido de su chaqueta y Dallie mirando airadamente al conductor.
Dallie había rehusado contestar cuando ella le había preguntado por el incidente con Teddy, y aun cuando iba en contra de su naturaleza, no lo presionó.
El taxi paró delante de Lutece. Ella estaba sorprendida y luego ilógicamente decepcionada. Aunque Lutece era probablemente el mejor restaurante de Nueva York, no podía dejar de pensar que Dallie estaba tratando obviamente de impresionarla. ¿Por qué no la había llevado a un lugar dónde él estaría cómodo, en vez de a un restaurante tan obviamente distinto de sus gustos?