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– ¿Un día dificil? -Francesca se acercó a ella.

Holly Grace alzó la vista del guión que estaba estudiando.

– Fuí atacada por una puta demente que al final resultó ser un psicópata travestido. Hemos hecho una escena tipo Bonnie & Clyde, a camara lenta en el momento que le meto dos tiros en sus implantes de silicona.

Francesca apenas la oía.

– ¿Holly Grace, es verdad que juega Dallie en el Clásico?

– Me ha dicho que sí, y no estoy muy contenta contigo en este momento – sacudió la hoja sobre el silla-. Dallie no me dio ningún detalle, pero pude deducir por sus palabras que le has mandado a paseo.

– Podrías decirlo así -contestó Francesca cautelosamente.

Una mirada de desaprobación apareció en la cara de Holly Grace.

– Tus maneras apestan, ¿lo sabes, no? ¿Habría sido demasiado para tí haber esperado al final del Clásico antes de abandonarlo? Si lo hubieras pensado bien, dudo que le hubieras hecho más daño.

Francesca comenzó a explicarse, pero entonces, de golpe, comprendió que ella entendía mejor a Dallie que Holly Grace. La idea era tan alarmante, tan nueva para ella, que apenas podía contenerse.

Hizo unos comentarios evasivos, sabiendo que si intentaba explicarse, Holly Grace nunca la entendería. Entonces miró aparatosamente el reloj y salió corriendo.

Mientras abandonaba el estudio, sus pensamientos volaban confusos. Holly Grace era la mejor amiga de Dallie, su primer amor, su compañera del alma, pero los dos eran tan iguales que se habían vuelto ciegos a los defectos del otro.

Siempre que Dallie perdía un torneo, Holly Grace ponía excusas por él, se compadecía de él, y en general lo trataba como a un niño. Tanto como Holly Grace lo conocía, y no entendía como su miedo al fracaso sepultaba sus posibilidades en el golf.

Y tampoco entendía, ni entendería nunca que ese miedo podía arruinar su vida.

Capítulo 32

El Clásico de los Estados Unidos había crecido en prestigio desde que se jugó el primer torneo en 1935, y ahora era considerado el Quinto del mundo en importancia, tras el Masters, el British Open, el PGA y el US Open. El recorrido dónde se desarrollaba se había hecho legendario, un lugar para el peregrinaje de los aficionados al golf como Augusta, Cypress Point, y Merion.

Los golfistas le llamaban el Antiguo Testamento y por una buena razón. El campo era uno de los más hermosos del Sur, con exuberantes pinos y magnolias antiguas. Las barbas de musgo español y los robles que servían como un telón al perfectamente cuidado tapete verde y la arena blanca, suave como el polvo, que llenaban los bunkers. Durante el dia, cuando el sol calentaba, las calles brillaban con una luz tan pura que parecía divina.

Pero la belleza natural del campo era verdaderamente traicionera. Mientras esto calentaba el corazón, también podía calmar los sentidos, para que el jugador deslumbrado no se diera cuenta hasta el último momento que el Antiguo Testamento no perdonaba pecados.

Los golfistas gruñían en sus calles y lo maldecían y juraban que nunca jugarían en el otra vez, pero con suerte siempre volvían, porque aquellos dieciocho heroicos hoyos te proporcionaban algo que la vida por sí misma nunca podría entregar. Proporcionaban la justicia perfecta.

El tiro bueno siempre era recompensado, el malo encontraba un castigo rápido, terrible. Aquellos dieciocho hoyos no te concedían una segunda oportunidad, nada de alegatos, nada de súplicas. El Antiguo Testamento vencía al débil, mientras siempre concedía gloria y honor al fuerte. O al menos hasta el día siguiente.

Dallie odiaba el Clásico. Antes de que dejara de beber y su juego hubiera mejorado, no siempre se había clasificado para jugarlo. En los últimos años sin embargo, había jugado bastante bien para colocarse bien en la lista. La mayor parte de las veces hubiera deseado haberse quedado en casa.

El Antiguo Testamento era un campo de golf que exigía la perfección, y Dallie sabía malditamente bien que él era demasiado imperfecto para cumplir con aquella clase de expectativas. Se dijo que el Clásico era un torneo como cualquier otro, pero cuando pensaba en el, parecía encoger su alma.

Cada parte de él deseaba que Francesca hubiera escogido otro torneo cuando había proclamado su desafío. No es que él lo hubiera tomado en serio. De ninguna manera. Por lo que estaba preocupado, era no haberla dicho ¡adiós! cuando había lanzado aquella pequeña rabieta.

De todos modos, otra persona estaba en la cabina de retrasmisiones cuando Dallie caminaba hacía el tee de salida, tomándose unos segundos para dedicarle una sonrisa burlona a una bonita rubia que le sonreía desde la primera fila de aficionados. Le había dicho a los de Network que iba a pensarlo un poco más y había devuelto los contratos sin firmar.

Simplemente era incapaz de hacerlo. No este año. No después de lo que Francesca le había dicho.

Sintió bien el drive en su mano y cogió la pelota, sólida y consoladora. Se sentía fino. Se sentía perfecto. Estaba decidido a demostrarle a Francesca que se equivocaba acerca de él. Hizo un golpeo seco y la bola voló por el cielo, como un cohete teledirigido. La grada aplaudió.

La pelota se apresuró por el espacio en un vuelo interminable. Y entonces, en el último instante descendió, dió un par de botes por el dorde de la calle y aterrizó en un grupo de magnolias.

Francesca despidió a su secretaria y llamó directamente a su contacto en el departamento de deportes, por cuarta vez aquella tarde. -¿Cómo va ahora? -preguntó cuando contestó la voz masculina.

– Fatal, Francesca, ha fallado otro golpe en el hoyo 17, lo que lo deja en 3 sobre el par. Sólo es la primera ronda, entonces… suponiendo que pase el corte, tiene otras tres rondas para mejorar, pero esta no es la mejor manera de comenzar un torneo.

Ella presionó sus ojos cerrados mientras él continuaba.

– De cualquier forma, este no es su torneo favorito, ya sabes eso. El Clásico es de alta presión, de alto voltaje. Recuerdo un año que Jack Nicklaus lo ganó -ella apenas escuchaba lo que seguía diciendo, rememorando su partido favorito-. Nicklaus es el único golfista en la historia quien con regularidad podía traer el Antiguo Testamento a sus rodillas. Año tras año, hasta finales de los setenta y principios de los ochenta, jugaba el Clásico y se lo llevaba, andando por esas calles como si fuera el pasillo de su casa, haciendo a los pequeños agujeros pedir clemencia con esos puts sobrehumanos…

Al final del día, Dallie estaba 4 sobre el par. Francesca se sentía desanimada. ¿Por qué tenía que haberle dicho eso? ¿Por qué le había hecho un desafío tan ridículo? Esa noche, intentó leer, pero nada mantenía su atención.

Comenzó a limpiar a fondo el armario del pasillo, pero no podía concentrarse. A las diez de la noche, telefoneó a las líneas aéreas para intentar conseguir plazas en un último vuelo. Entonces con cuidado despertó a Teddy y le dijo que salían de viaje.

Holly Grace llamó a la puerta de la habitación del hotel de Francesca a la mañana siguiente temprano. Teddy acababa de levantarse, pero desde el alba Francesca había estado recorriendo los perímetros del pequeño y lamentable cuarto que era el mejor alojamiento que había podido encontrar en una ciudad reventada por las costuras con golfistas y aficionados.

Casi se lanzó a los brazos de Holly Grace.

– ¡Gracias a Dios que estás aquí! Temía que algo te hubiera impedido venir.

Holly Grace depositó su maleta dentro y se sentó fatigosamente en la silla cercana.

– No sé como me he podido involucrar en esto.Terminamos de filmar casi a medianoche, y he tenído que tomar a las seis el vuelo. Apenas he podido dormir unas pocas horas.

– Lo siento, Holly Grace. Sé que estoy abusando de tu amistad. Si no pensara que es importante, no te lo hubiera pedido.

Levantó la maleta de Holly Grace hasta la cama y abrió los pestillos.