Los socios miraron al guapo y desaliñado chico y a sus raídos y pesqueros pantalones vaqueros junto a sus zapatillas mugrientas de lona, y negaron con la cabeza.
Dallie sonrió abiertamente, y les provocó diciendo que no eran rivales para él y que tenían miedo que él les ganara, ellos entonces aceptaron y subieron la apuesta a veinte dólares el hoyo, exactamente siete dólares y treinta y seis centavos más de lo que él llevaba en el bolsillo trasero.
Los socios lo llevaron hacía el tee, (tee es la zona dónde se pone la bola para el primer golpe, y también al objeto de madera que se pincha en el cesped para colocar la pelota encima) y le dijeron que le patearían el culo y lo mandarían hacía la frontera con Oklahoma.
Dallie y Skeet cenaron chuletas esa noche y durmieron en el Holiday Inn.
Llegaron a Jacksonville con treinta minutos de adelanto antes que Dallie tuviera que presentarse para la calificación del Open Orange Bloosom de 1974. Esa misma tarde, un cronista deportivo de Jacksonville con ganas de notoriedad, desenterró el hecho asombroso de que Dallas Beaudine, con su gramática pueblerina y su política de campesino, tenía una licenciatura en literatura inglesa.
Dos tardes después el cronista deportivo finalmente logró rastrear a Dallie en el Luella, una estructura sucia y con las paredes rosas desconchadas y flaméncos de plástico, situada no lejos del Gator Bowl, y le abordó para confrontar la información como si acabara de descubrir una gran trama politica.
Dallie levantó sus ojos del vaso de Stroh, se encogió de hombros y dijo que ya que el título lo había conseguido en la Tejas A &M (Universidad pública), seguramente no servía de mucho.
Era exactamente esta clase de irreverencia lo que había mantenido a los periodistas deportivos detrás de Dallie desde que había empezado años antes en profesionales. Dallie los podía mantener entretenidos por horas hablando desde el estado de la Unión, los deportistas que se vendían a Hollywood, y el estúpido asunto de la liberación de la mujer. Él era una generación nueva de chico bueno, con aspecto de estrella de cine, guapo, humilde y más simpático de lo que dejaba ver. Dallie Beaudine era exactamente como aparecía en las páginas de la revista, excepto en una cosa.
Fallaba siempre en los grandes.
Había sido declarado niño prodigio y chico de oro de los profesionales, pero seguía cometiendo el mismo pecado, no ganaba ningún torneo grande. Podía jugar un torneo de segunda clase en Apopka, Florida, o en Irving, Texas, y ganarlo con un 18 bajo par, pero en un Bob Hope o en Open Kemper, no pasaba ni el corte (número de golpes máximo para seguir jugando). Los cronistas deportivos hacían a los lectores siempre la misma pregunta: ¿Cuándo explotaría el potencial de Dallas Beaudine como golfista profesional?
Dallie había decidido ganar el Open Orange este año y terminar su racha de mala suerte. Además había una cosa, le gustaba Jacksonville, era la ciudad de Florida que en su opinión no se había vendido a un parque temático, y también le encantaba el campo dónde se disputaba. A pesar de su falta de sueño, hizo una actuación sólida el lunes con una buena calificación y luego, completamente descansado, jugó brillante el Pro-Am del miércoles. El éxito aumentaba su confianza… eso y el hecho de que el Oso Dorado, de Columbus, Ohio, se había retirado al contraer una inoportuna gripe.
Charlie Conner, el cronista deportivo de Jacksonville, bebió un sorbo de su vaso de Stroh y trató de acomodarse en su silla con la misma gracia fácil que observó en Dallie Beaudine.
– Piensa usted que la retirada de Jack Nicklaus afectará al Orange Blossom esta semana?
En la mente de Dallie esa era una de las preguntas más estúpidas del mundo, y pensó en decirle "Eres suficientemente bueno para entrevistarme?" pero fingió pensarlo de todos modos.
– Bien, ahora, Charlie, si tienes en cuenta el hecho de que Jack Nicklaus es el jugador más grande y está en camino de convertirse en la más grande leyenda de la historia del golf, yo diría que sin duda, se notará su ausencia.
El cronista deportivo miró Dallie escépticamente.
– ¿El jugador más grande? ¿No te olvidas de otros jugadores como Ben Hogan o Arnold Palmer?
Se detuvo reverencialmente antes de pronunciar el próximo nombre, el nombre más santo en el golf.
– ¿No estás olvidándote de Bobby Jones?
– Nadie ha jugado nunca como Jack Nicklaus -dijo Dallie firmemente-. Ni Bobby Jones.
Skeet había estado hablando con Luella, la dueña del bar, pero cuando oyó que el nombre de Nicklaus se mencionaba frunció el entrecejo y preguntó al cronista deportivo acerca de las oportunidades de los Cowboys para ganar la Super Bowl. Skeet no queria oír hablar a Dallie de Nicklaus, así que había adquirido el hábito de interrumpir cualquier conversación que girara en esa dirección.
Skeet pensaba que hablar acerca de Nicklaus hacía que el juego de Dallie se fuera directamente al infierno. Dallie no lo admitiría, pero Skeet tenía bastante razón.
Cuando Skeet y el cronista deportivo se pusieron a hablar acerca de los Cowboys, Dallie trató de sacudirse la depresión que volvía sobre él cada otoño, intentando buscar algún pensamiento positivo. La temporada del 74 estaba acabando y no había sido demasiado mala para el.
Había conseguido unos miles de dólares de premios en metálico y más del doble apostando en algunos aspectos de los partidos… quién daba el mejor golpe con la izquierda, quién ponía mejor la pelota en determinada zona, quién sacaba mejor la pelota del bunker (trampas de tierra cerca de la bandera), o darle directamente a una alcantarilla.
Había intentado el truco de Trevino de jugar unos hoyos tirando la pelota en el aire y golpeándola con una botella de Dr.Pepper, pero el cristal de la botella no era lo suficientemente grueso como lo era cuando Super Mex había inventado aquel golpe en el saco sin fondo de las apuestas del golf y Dallie lo había dejado de intentar cuando tuvieron que darle cinco puntos en su mano derecha.
A pesar de su herida, había ganado suficientemente dinero para pagarse la gasolina, y mantenerse Skeet y él sin problemas. No era una fortuna, pero era un paraiso en comparación con la vida que llevaba con Jaycee Beaudine, su viejo, trabajando en los muelles del Buffalo Bayou en Houston.
Jaycee había muerto hacía un año, una vida marcada por el alcohol y el mal genio. Dallie no se había enterado de la muerte de su padre hasta hacía unos pocos meses cuando encontró por casualidad a uno de los viejos compañeros de copas de Jaycee en una cantina de Nacogdoches. Dallie hubiera deseado saberlo a tiempo y haber podido ir a su funeral, y escupirle en la tumba. Unas gotas de saliva por todas las palizas que le había propinado, todos los abusos que había cometido con él, todas las veces que oía sus insultos, inútil…niño guapo…basura…hasta que con quince años no pudo soportarlo más, y se había marchado.
Por lo poco que había visto de las viejas fotos, su aspecto debería agradecérselo a su madre. Ella, también se había marchado. Había abandonado a Jaycee al poco de nacer Dallie, y no se había molestado en llevarlo con ella. Jaycee dijo una vez que había oído que se había marchado a Alaska, pero nunca trató de encontrarla.
– Demasiados problemas -le dijo Jaycee a Dallie-. No merece la pena hacer el esfuerzo por una mujer, especialmente cuando hay tantas otras alrededor.
Con sus ojos castaños y su espeso pelo, Jaycee había atraído a más mujeres de las que podía merecer. Con el paso de los años más de una docena de ellas habían vivido con ellos, trayendo un par de niños.
Algunas de esas mujeres habían tratado bien a Dallie, otras lo habían maltratado. Cuando fue haciéndose mayor, advirtió que las que le trataban mal parecían durar con su padre más tiempo que las otras, probablemente porque era necesaria esa cantidad de mal genio para sobrevivir durante unos pocos meses con Jaycee.