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– Señora, quizás usted pondría dejar en el suelo el bolso y venir aquí a dar este golpe por mí?

Hizo un bogey (1 golpe más del par) en el hoyo final y Johnny Miller un birdie (1 golpe menos). Después de firmar los dos jugadores sus tarjetas, el presidente del torneo dio a Miller el trofeo de campeón y un cheque por treinta mil dólares.

Dallie le estrechó la mano, le dio a Miller unas cuantas palmaditas de felicitación en el hombro, y continuó bromeando con el publico.

– Esto es lo que obtengo por permitir que Skeet me mantenga toda la noche de juerga en juerga bebiéndome toda la cerveza del Condado. Mi abuela podría haber jugado mejor que yo aquí hoy con un rastrillo del jardín y patines de ruedas.

Dallie Beaudine había pasado su niñez esquivando los puños de su padre, y nunca consintió que permitiera ver cuanto le dolía.

Capitulo 4

Francesca estaba estudiando su reflejo en los espejos de pared del fondo de su dormitorio, con una pila de vestidos desechados al lado. Su dormitorio decorado en tonos pastel, con sillas Louis XV, y un temprano Matisse. Como un arquitecto absorto en un cianotipo, parecia mirar alguna imperfección en su rostro tan concentrada y dura era su mirada.

Se había empolvado la pequeña y recta nariz con unos polvos traslúcidos valorado en doce libras la caja, los párpados cubiertos de escarcha con sombra color humo, y sus cejas, individualmente separadas con un peine diminuto de carey, habían sido revestidas con exactamente cuatro aplicaciones de rímel alemán importado.

Bajó su mirada crítica hacia abajo sobre su marco diminuto a la curva elegante de sus pechos, inspeccionó su estrecha cintura antes de seguir hacia sus piernas, maravillosamente vestidas con unos pantalones de ante verde suave complementados con una blusa de seda color marfil de Piero De Monzi.

La acababan de nominar como una de las diez mujeres más hermosas de Gran Bretaña en 1975. Aunque nunca hubiera sido tan tonta como para decirlo en voz alta, secretamente se preguntaba por qué la revista se había molestado con las otras nueve. Las facciones delicadas de Francesca estaban más acordes con la belleza clásica que con las de su madre o su abuela, y mucho más cambiable.

Sus ojos verdes rasgados podían convertirse en frios y lejanos cuando estaba enfadada, o tan descarados como una Madame del Soho cuando su humor cambiaba. Cuándo comprendió cuanta atención atraía, comenzó a acentuar su semejanza con Vivien Leigh y se dejó crecer su pelo castaño rizado, una nube suave hasta los hombros, ocasionalmente separado de su pequeña cara con pasadores para hacer la semejanza más pronunciada.

Cuando contempló su reflejo, no se veía superficial y vana, y por eso no comprendía como muchas de las personas que ella consideraba sus amigos apenas la podían tolerar. Los hombres la adoraban, y eso era todo lo que le importaba.

Ella era tan extravagantemente hermosa, tan encantadora cuando ponía empeño en ello, que sólo el hombre más frio podía resistírse a ella. Los hombres encontraban a Francesca como una droga totalmente adictiva, y aún después de que la relación hubiera acabado, muchos se descubrían volviendo a por un segundo golpe.

Como su madre, hablaba con hipérboles y con una invisible cursiva, haciendo de la ocurrencia más normal una gran aventura. Se murmuraba de ella que era una bruja en la cama, aunque los datos concretos de quién había penetrado la hermosa vagina de la encantadora Francesca se habían vuelto difusos con el tiempo.

Besaba maravillosamente, eso con toda seguridad, inclinándose sobre el pecho del hombre, enroscaba sus brazos como un gatito sensual, lamiendo a veces en la boca con la punta de la pequeña y rosada lengua.

Francesca nunca se paró a considerar que los hombres la adoraban porque no era ella realmente quien estaba con ellos. No tenian que sufrir sus irreflexivos ataques, su perpetúa impuntualidad, o sus resentimientos cuando no tenía lo que deseaba. Los hombres la hacían perfecta. Al menos un ratito… hasta que se aburría mortalmente. Entonces se volvía imposible.

Mientras se aplicaba brillo color coral en los labios, no pudo impedir reirse recordando su conquista más espectacular, aunque todavía estaba algo turbada por lo mal que se había tomado él el fin de la relación.

¿De todos modos, que podía hacer? Varios meses de desempeñar un papel secundario en todas sus responsabilidades oficiales había traído a la fria luz de la realidad esas visiones exquisitamente tibias de la inmortalidad que veía en los cristales de los coches, en las puertas entreabiertas de la catedral, anunciaba esas visiones de juegos totalmente inconcebibles para una chica que hasta hace poco dormía en un dormitorio de princesa.

Cuándo se dió cuenta que no quería llevar una relación con un hombre a disposición del gobierno inglés, intentó cortar lo más limpiamente posible. Pero él se lo había tomado más mal que bien. Pudo ver en ese momento su expresión al mirarla esa noche… inmaculadamente vestido, exquisitamente afeitado, con zapatos exclusivos.

¿Cómo demonios podía haber sabido que un hombre que no llevaba ni una sóla arruga en el exterior podía tener tantas inseguridades en el interior? Siguió recordando la tarde de hacía unos meses cuando dió por acabada su relación con el soltero más codiciado de Gran Bretaña.

Acababan de cenar en la intimidad de su apartamento, y su cara había parecido jóven y curiosamente vulnerable cuando la luz de una vela ablandó sus aristocráticas orejas. Ella lo miró por encima del conjunto de mantel de damasco con esterlina de doscientos años de antiguedad riveteado con hilos de oro de cuatro quilates, tratando de hacerle entender por la seriedad de su expresión que esto era todo mucho más difícil para ella de lo que podría ser posiblemente para él.

– Ya veo -dijo él, después de que ella le dió sus razones, tan amablemente como fue posible, para no deteriorar su amistad. Y entonces, una vez más, dijo-. Ya veo.

– ¿De verdad lo entiendes?

Ella inclinó la cabeza a un lado para que el pelo cayera lejos de su cara, permitiendo que la luz brillara en los pendientes de estrás que se balanceaban en los lóbulos de sus orejas, parpadeando como una cadena de estrellas contra el cielo nocturno.

Su respuesta embotada la sacudió.

– Realmente, no -empujándo la mesa, se levantó bruscamente-. No entiendo nada.

Él miró un momento el suelo y de nuevo a ella.

– Debo confesar que me he enamorado de ti, Francesca, y tú me diste a entender que también me querías.

– Y te quiero. Por supuesto que te quiero.

– Pero no lo suficiente para aguantar todo lo que va conmigo.

La combinación de orgullo terco y dolido que oyó en su voz la hizo sentirse horriblemente culpable. ¿No tenía él que esconder sus emociones por mucho que las circustancias le hirieran?

– Eso es demasiado.

– ¿Sí, es demasiado, no es cierto? -había una huella de amargura en su risa-. Insensato de mí haber creído que tú me querrías lo suficiente para soportarlo.

Ahora, en la intimidad de su dormitorio, Francesca frunció el entrecejo brevemente ante su reflejo en el espejo. Como su corazón nunca se había visto afectado por nadie, siempre veía con gran sorpresa cuando los hombres a los que ella dejaba reaccionaban de esa forma.

De cualquier manera, ya estaba hecho y no había vuelta atrás. Se volvió a retocar el brillo de los labios y trató de alegrar su espíritu tarareando una vieja canción inglesa de los años treinta, acerca de un hombre que bailó con una muchacha, que a su vez había bailado con el Principe de Gales.

– Me marcho ahora, querida -dijo Chloe, apareciendo en la entrada mientras se ajustaba con gracia su sombrero sobre su pelo negro corto y rizado-. Si llama Helmut, dile que volveré pronto.

– Si Helmut llama, diré que estás llena de sangre y bien muerta -Francesca puso sus manos en las caderas, sus uñas de color canela que parecían pequeñas almendras esculpidas cuando dio un toque con impaciencia contra sus pantalones de ante verdes.