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Te quiero.

Holly Grace

Pd: Te he contado esto de Sue Louise Jefferson por si la ves cuando pases por Wynette, pero no le digas nada del linebaker de Buckeye.

Sonrió para si mismo, dobló la carta en cuartos, y se la guardó en el bolsillo de la camisa, el lugar más cercano que podía encontrar de su corazón.

Capitulo 6

La limusina era un Chevrolet de 1971 sin aire acondicionado. Esto era especialmente molesto para Francesca porque el fuerte calor pegajoso parecía haber formado un capullo alrededor de ella. Aunque había viajado a Estados Unidos antes, se había limitado a Nueva York y las Hamptons, y seguía demasiado absorta en sus pensamientos para mostrar algún interés en el paisaje poco familiar por el que estaban pasando desde que salieron de Gulfport hacía una hora.

¿Cómo podía haber elegido tan mal su guardarropa? Echó un vistazo con repugnancia a sus pantalones de lana, blancos y pesados y al suéter verde de manga larga de cachemir que atascaba tan incómodamente su piel. ¡Era uno de octubre! ¿Quién se podría haber imaginado que haría tanto calor?

Después que casi veinticuatro horas de viaje, sus párpados se cerraban de la fatiga y su cuerpo estaba cubierto de mugre. Había volado desde Gatwick al JFK de Nueva York, después a Atlanta, y de allí a Gulfport donde la temperatura era de cuarenta grados a la sombra y en donde el único conductor que fue capaz de alquilar tenía un coche sin aire acondicionado.

Ahora todo en lo que podía pensar era llegar a su hotel, pedir una ginebra con tónica maravillosa, tomar una ducha larga y fria, y dormír las próximas veinticuatro horas. Tan pronto como localizara a la compañía cinematográfica y averiguara donde se alojaba, haría exactamente eso.

Tirando el suéter lejos de su pecho húmedo, trató de pensar en algo agradable hasta que llegara al hotel. Esta sería una aventura absolutamente increíble, se dijo. Aunque no tuviera experiencia como actriz, siempre le encantó hacer de mimo, y trabajaría muy duro en la película para que los críticos digan que es maravillosa y todos los mejores directores quieran contratarla.

Iría a fiestas maravillosas y tendría una carrera y verdaderas montañas de dinero. Esto era lo que se había estado perdiendo de la vida, ese evasivo "algo" que ella nunca fue capaz de definir. ¿Por qué no había pensado en ello antes?

Retiró el pelo de sus sienes con la punta de los dedos y se felicitó por haber podido reunir el dinero del pasaje sin problema. Había salido todo de perlas, realmente, una vez que se le había ocurrido la idea. Mucha gente de la alta sociedad llevaban sus vestidos a tiendas que vendían ropa de firma de segunda mano; no sabía por que no se le había ocurrido mucho antes.

El dinero de la venta había pagado un billete de primera clase de linea aérea y la totalidad de todas sus facturas. Las personas hacían los asuntos financieros tan innecesariamente complejos, ahora lo comprendía cuando había tenido que resolver unos asuntos sin importancia.

Detestaba tener que llevar ropa de la temporada pasada, de todas formas, pero pronto podría empezar comprando un guardarropa nuevo completo tan pronto como la compañía cinematográfica le reembolsara su billete.

El coche pasó por un camino bordeado de robles. Estiró el cuello cuando doblaron una curva y vio delante una casa restaurada de plantación, de ladrillo del tres plantas y estructura de madera con seis columnas estriadas elegantemente puestas a través de la varanda frontal.

Cuando se iban acercando, vió un surtido de camiones modernos y camionetas estacionadas de antes de la guerra. Los vehículos parecían tan fuera de lugar como los miembros de la productora que iban de acá para allá en pantalones cortos, sin camisetas y con pañuelos en la cabeza.

El conductor paró el coche y se volvió hacia ella. El tenía un pin del Bicentenario Americano, redondo y grande puesto en el cuello de su camisa marrón de trabajo. Leyó "1776-1976" arriba, con "AMERICA" y " TIERRA DE LA OPORTUNIDAD" en el centro y abajo. Francesca había visto los signos del Bicentenario Americano por todas partes desde que llegó al aeropuerto JFK.

Los quioskos de souvenirs estaban llenos de chapas de recuerdo como esa, y estatuas de la libertad de plástico baratas. Cuándo pasaron por Gulfport, vió bocas de incendio pintadas como milicianos revolucionarios de la guerra. A alguien que venía de un país tan viejo como Inglaterra, todo esto de celebrar unos míseros doscientos años le parecía excesivo.

– Cuarenta y ocho dólares -el conductor del taxi le hablaba un inglés tan raro que apenas si lo podía entender.

Examinó la moneda americana que había comprado con sus libras esterlinas cuando hizo escala en el JFK y le entregó la mayor parte de lo que tenía, junto con una propina generosa y una sonrisa. Entonces salió del coche, cogiendo su bolso cosmético con ella.

– ¿Francesca Day? -una mujer joven con el pelo muy rizado y pendientes balanceantes venía hacia ella a través del césped del patio.

– ¿Sí?

– Hola. Soy Sally Calaverro. Bienvenida al fin de ninguna parte. Me temo que necesitarás cambiarte de ropa enseguida.

El conductor puso la maleta de Vuitton a los pies de Francesca. Ella miró a Sally con su arrugada falda india de algodón y el top marrón ajustado que imprudentemente se había puesto sin sujetador.

– Eso es Señorita Calaverro imposible -contestó-. Tan pronto como vea al Sr. Byron, iré al hotel y después a la cama. El único sueño que he tenido en veinticuatro horas ha sido en el avión, y estoy tremendamente agotada.

La expresión de Sally no cambió.

– Bien, lo siento pero necesito que vengas conmigo un momento, te aseguro que seré lo más rápida posible. El señor Byron tiene unos horarios muy extrictos, y tenemos que tener tu vestido preparado para mañana por la mañana.

– Pero eso es absurdo. Mañana es sábado. Necesitaré unos pocos días para aclimatarme. Él apenas puede esperar que empiece a trabajar en el momento de llegar.

La cara agradable de Sally sonrió.

– Esto son las normas de las filmaciones, cielo. Llama a tu agente -miró las maletas de Vuitton y llamó a alguien detrás de Francesca-. ¿Oye, Davey, coge la maleta de la Señorita Day y llevala al gallinero de pollos, de acuerdo?

– ¡Gallinero de pollos! -exclamó Francesca, comenzando a sentirse genuinamente alarmada-. Yo no sé de que va todo esto, pero quiero ir a mi hotel inmediatamente.

– Sí, eso nos gustaría a todos nosotros -dirigió a Francesca una sonrisa bordeando lo insolente-. No te preocupes, no es realmente un gallinero de pollos. La casa donde todos permanecemos está junto a esta propiedad. Se utilizó como clínica de reposo y rehabilitación; las camas tienen todavía manivelas. Le llamamos el gallinero de pollos porque a eso es a lo que se parece. Si no tienes inconveniente en vivir con unas pocas cucarachas, no está mal.

Francesca se negó a picar. Esto era lo que sucedía, se dio cuenta, cuándo una discutía con subordinados.

– Quiero ver al Sr. Byron inmediatamente.

– Él está dentro de la casa en este momento, pero no quiere ser interrumpido.

Los ojos de Sally pasearon groseramente sobre ella, y Francesca podía sentir como valoraba la ropa desarreglada y la tela inadecuada de invierno.

– Probaré suerte -contestó sarcásticamente, mirando fijamente un momento más su vestuario, y con un golpe de pelo se marchó.

Calaverro la observó marcharse. Estudió el cuerpo diminuto y delgado, recordando su cara perfecta y la melena magnífica de pelo. ¿Cómo lograba echar al aire un pelo como ese con apenas un pequeño encogimiento de hombros? ¿Tomaban lecciones de como mover el pelo estas mujeres magníficas, o qué?

Sally intentó hacerlo con su propio pelo, seco y rizado con los restos de una mala permanente. Todos los hombres de la compañía se empezarían a comportar como niños de 12 años en cuanto la vieran, pensó Sally. Estaban acostumbrados a actrices pequeñas bonitas, pero ésta tenía algo más, con ese extravagante acento inglés y una manera de mirarte fijamente como si te recordara que tus padres habían cruzado el océano en el entrepuente.