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Durante horas innumerables en demasiados bares para solteros, Sally había observado que algunos hombres se pirriaban con esa mierda superior y condescendiente.

– Mierda -murmuró, se sentía una giganta fofa y desaliñada firmemente atrincherada en el lado equivocado de los veinticinco años. Miss-Bella-y- Poderosa se estaba asfixiando debajo de dos suéters de cachemir de cien dólares, pero parecía tan fresca como la patata frita de un anuncio en una revista.

Algunas mujeres, se decía Sally, habían sido puestas en la Tierra para que las demás mujeres las odiaran, y Francesca Day ciertamente era una de ellas.

* * *

Dallie podía sentir como el Terror de los Lunes descendía sobre él, aunque fuera sábado y hubiera hecho un espectacular 64 el dia anterior en dieciocho hoyos jugados con aficionados en un campo de Tuscaloosa.

El terror de los Lunes era el nombre que le daba a sus negros bajones de humor que le daban con más frecuencia de lo que le gustaría tener, incándole el diente y sacándole todo el jugo, en general el Terror de los Lunes le provocaba un infierno mayor que sus hierro largos.

Se inclinó sobre su café Howard Johnson y miró fijamente por fuera de la ventana interior del restaurante hacía el parking. El sol todavía no había salido del todo de manera que algunos camioneros aún dormían en sus cabinas y el restaurante estaba casi vacio. Trató de buscar una razón para su humor malísimo. No había sido una temporada mala, se recordó. Había ganado unos cuantos torneos y él y el comisionado de la PGA, Deane Beman, no habían charlado más de dos o tres veces sobre el tema favorito de esta comisión…la conducta impropia de un golfista profesional.

– ¿Qué va a ser? -dijo la camarera que se acercó a su mesa, un pañuelo naranja y azul metido en su bolsillo. Era una de esas mujeres limpias y obesas con el pelo arreglado y maquillada, la clase de mujer que se cuidaba y dejaba ver una cara agradable debajo de toda esa grasa.

– Filete frito de la casa -dijo, entregandole el menú-. Y dos huevos con el filete, y otra jarra de café.

– ¿Lo quieres en una taza o te lo inyecto directamente en las venas?

El rió entre dientes.

– Tú tráeme lo que he pedido, cielo, y ya veré como metérmelo -maldición, le gustaban las camareras. Eran las mejores mujeres del mundo. Eran de la calle, listas y descaradas, y cada una de ellas tenía una historia.

Esta camarera en particular le miró un largo momento antes de marcharse, estudiando su cara bonita, se figuraba. Sucedía todo el tiempo, y él generalmente no tenía inconveniente a menos que detrás de esa mirada hambrienta quisieran algo más, algo que el no podía darles.

El Terror de los Lunes regresaba con tremenda fuerza. Apenas esta mañana, justo después de arrastrarse fuera de la cama, estaba debajo de la ducha intentando despejarse y obligando a sus ojos inyectados en sangre permanecer abiertos cuando el Oso había venido directo hacia él y le había cuchicheado en el oído.

Es casi víspera de Halloween, Beaudine. ¿Dónde vas a esconderte este año?

Dallie había encendido el grifo del agua fría para librarse de él, pero el Oso seguía allí.

¿Que demonios te hace pensar que un inútil despreciable como tú puede compartir el planeta conmigo?

Dallie se sacudió esos pensamientos cuando llegó la comida junto con Skeet, que se deslizó en el asiento. Dallie empujó el plato del desayuno a través de la mesa y apartó la mirada mientras Skeet cogía su tenedor y lo hundía en el filete sangriento.

– ¿Cómo te encuentras hoy, Dallie?

– No puedo quejarme.

– Bebiste bastante anoche.

Dallie gruñó.

– He corrido unos pocos kilómetros esta mañana. He hecho flexiones. Lo he sudado ya.

Skeet lo miró, el cuchillo y el tenedor puestos en equilibrio en sus manos.

– Uh-uhh.

– ¿Que demonios se supone que significa eso?

– No significa nada, Dallie, sólo que creo que el Terror de los Lunes te ha alcanzado otra vez.

El tomó un sorbo de su taza de café.

– Es natural sentirse deprimido hacia el final de temporada… demasiados moteles, demasiado tiempo en la carretera.

– Especialmente cuando te has chupado los kilometros entre todos los Grandes.

– Un torneo es un torneo.

– Mierda de caballo -Skeet volvió al filete. Unos pocos minutos de silencio pasaron entre ellos.

Dallie finalmente habló.

– ¿Crees que Nicklaus tiene alguna vez el Terror de los Lunes?

Skeet movió su tenedor.

– ¡Ahora, no empieces con tus pensamientos acerca de Nicklaus otra vez! Cada vez que empiezas a pensar en él, tu juego se va directamente al infierno.

Dallie empujó su taza de café y cogió la cuenta.

– ¿Me das un par de uppers (pastillas), de acuerdo?

– Vamos, Dallie, pensaba que ya habías dejado ese tema.

– ¿Quieres que esté despierto hoy en el campo, o no?

– Quiero que permanezcas despierto en el campo, pero no como lo estás haciendo ultimamente.

– ¡Deja de sermonearme y dáme las jodidas pastillas!

Skeet sacudió la cabeza e hizo lo que le pedía, sacando del bolsillo las pastillas y poniéndolas encima de la mesa. Dallie las cogió con rabia. Mientras se las tragaba, no pensaba en la irónica contradicción que había entre el cuidado con el que trataba su cuerpo de atleta y el abuso al que lo sometía por las tardes, bebiendo y con la farmacia ambulante que hacía llevar a Skeet.

En este momento, no le importaba realmente. Dallie miró fijamente hacia abajo al dinero que había tirado sobre la mesa. Cuándo nacías un Beaudine, estabas predestinado a no llegar a viejo.

* * *

– ¡Este vestido es horroroso!

Francesca estudió su reflejo en el largo espejo colocado al final del remolque que servía como provisional camerino. Sus ojos se habían agrandado para la pantalla con sombra ámbar y un conjunto grueso de pestañas, y el pelo con raya en el centro, caía liso sobre sus hombros, y algunos rizos le caían hasta las orejas.

El peinado de época era bastante bonito y favorecedor, así que no había tenido ninguna discursión con el peluquero, pero el vestido era otra historia. A su ojo entendido de moda, el tafetán rosa soso con sus bandas blancas erizadas de encaje que rodeaban la falda se parecía a un petisú excesivamente dulce de fresa.

Le habían apretado el corpiño tanto que apenas podía respirar, y el corsé levantaba tanto sus pechos que en cualquier momento los pezones saldrían por fuera. El vestido la hacía parecer empalagosa y vulgar, en nada comparado a los hermosos vestidos que Marisa Berenson llevaba en Barry Lyndon.

– No me sienta bien en absoluto, y no me lo voy a poner -dijo firmemente-. Tendrás que hacer algo al respecto.

Sally Calaverra cortó un trozo de hilo rosa con más fuerza de lo necesario.

– Este es el vestido que se diseñó para esta toma.

Francesca se reprendió por no prestar más atención al vestido ayer cuándo Sally se lo probaba. Pero estaba tan distraída por su agotamiento y el hecho de que ese Lloyd Byron había demostrado ser tan desrazonablemente terco cuando se había quejado acerca de los horribles cuartos que servían de habitaciones que había visto justo antes de probarse el vestido.

Ahora faltaba menos de una hora para comenzar a filmar la primera de sus tres escenas. Por lo menos los hombres de la compañía habían sido útiles, encontrando un espacio más cómodo para ella con un baño privado, trayéndole una bandeja de comida junto con esa ginebra con tónica maravillosa con la que había soñado.