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– Si me lo hubieras dicho hace una hora, y no hubieras estado durmiendo, no lo hubiera pasado -se quejó Dallie.

Llevaba una gorra nueva, azul oscuro con una bandera Americana en la frente, pero no le protegía lo suficiente contra el sol de media tarde, así que cogió sus gafas de sol espejadas del salpicadero y se las puso. Cantidad de pinos se extendían a lo largo de la carretera de dos carriles.

No había visto nada más que unos pocos coches oxidados para chatarra en kilómetros, y el estómago le había empezado a retumbar.

– A veces pareces un inútil -murmuró.

– ¿Tienes Juicy Fruits? -preguntó Skeet.

Una mancha de color a lo lejos llamó de repente la atención de Dallie, un remolino tambaleante de rosa brillante andaba lentamente por el lado de la carretera. Cuando se iban acercando, la forma llegó a ser gradualmente más clara.

Se quitó las gafas de sol.

– No lo creo. ¿Estás viendo eso?

Skeet se inclinó hacía adelante, el antebrazo descansando en la espalda del asiento de pasajero, y se hizo sombra para los ojos.

– ¿Qué crees que es? -se rió.

Francesca iba empujando, andando con paso muy lento, y luchando para respirar contra el torniquete de su corsé. El polvo rayaba sus mejillas, las cimas de sus pechos brillaban de sudor, y unos quince minutos antes, había perdido un botón. Justo como un corcho que sale a la superficie de una ola, había hecho estallar el escote de su vestido.

Había puesto en el suelo su maleta y la iba empujando apoyada en ella. Si pudiera volver hacía atrás y cambiar algo de su vida, pensó por centésima vez en muchos minutos, volvería al momento en que había decidido marcharse de la plantación Wentworth llevando este vestido.

El ruedo ahora se parecía a una salsera, saliendo en la frente y la espalda y emitiendo chorros en los lados por la presión combinada de la maleta en su mano derecha y el bolso cosmético en su izquierda, haciéndola sentirse como si fueran a arrancarle los brazos de los hombros.

Con cada paso, respingaba. Sus diminutos zapatos franceses de tacón le estaban produciendo ampollas en los pies, y cada soplo rebelde de palabrería mandaba otra onda de polvo volando a su cara.

Quería sentarse en el arcén de la carretera y llorar, pero no estaba segura de ser capaz de volver a levantarse otra vez. Si no estuviera tan asustada, las molestias físicas serían más fáciles de soportar.

¿Cómo le podía haber sucedido esto a ella? Llevaba andando varios kilómetros y no había visto ni rastro de la gasolinera. O no existía o se había equivocado de dirección, porque no había visto más que una casucha de madera anunciando una tienda de comestibles que nunca se había realizado.

Pronto sería oscuro, estaba en un país extranjero, y no quería ni pensar en las manada de fieras horribles que había al acecho en esos pinos del lado de la carretera. Se obligó a mirar directamente hacía adelante. Lo único que evitaba que volviera a Wentworth era la certeza absoluta que no podría recorrer de nuevo esa distancia.

Seguramente esta carretera llevaba a algún sitio, se dijo. En América no construirían carreteras que no iban a ningún sitio, ¿no es cierto? Pensaba que estaba tan asustada que empezó a hacer juegos mentales para no desmoronarse. Cuando rechinó los dientes contra el dolor en varias partes de su cuerpo, imaginó sus lugares favoritos, todos ellos a años luz de las polvorientas carreteras perdidas de Misisipí.

Se imaginó que estaba en Liberty en Regent Street con sus tesoros de joyeria arabe maravillosa, los perfumes de Sephora en la rue du Passy, y sobre todo en Madison Avenue con Adolfo y Yves Saint Laurent. Una imagen saltó en su mente de un vaso helado de Perrier con una rodaja de lima. Siguió imaginándoselo, la imagen era tan nitída que sentía como si pudiera alcanzar el vaso, y sentir el frio cristal mojado en la palma de la mano. Comenzaba a tener alucinaciones, se dijo, pero la imagen era tan agradable que no trató de hacer que se fuera.

El Perrier con lima se vaporizó de repente en el aire caliente de Misisipí cuando advirtió el sonido de un automóvil que se acercaba por detrás y entonces el chirrido suave de los frenos. Antes de que pudiera equilibrar el peso de las maletas para poder darse la vuelta hacía el sonido, oyó una voz arrastrada, suave que le llegaba desde el otro lado de la carretera.

– Oye, querida, ¿no te ha dicho nadie que Lee ya se ha rendido?

La maleta le dió de lleno en las rodillas y su aro botó hacia arriba en la espalda cuando se giró hacia la voz. Equilibró su peso y entonces parpadeó dos veces, incapaz de creer la visión que se había realizado directamente delante de sus ojos.

A través del camino, inclinándose fuera de la ventana de un automóvil verde oscuro con el antebrazo que descansaba a través de la cima del entrepaño de la puerta, había un hombre tan increiblemente guapo, tan tremendamente guapo, que por un momento pensó que realmente era otra alucinación como el Perrier con lima.

Cuando el asa de su maleta se clavó en la palma, ella aceptó las líneas clásicas de su cara, los moldeados pómulos y la mandíbula delgada, nariz recta, absolutamente perfecta, y sus ojos, que como los de Paul Newman eran de un azul brillante y unas pestañas tan espesas como las suyas propias. ¿Cómo podía tener un hombre mortal esos ojos? ¿Cómo podía tener un hombre esa boca increíblemente generosa y parecer tan masculino?

El pelo rubio, como desteñido y espeso se rizaba arriba sobre los bordes de una gorra azul con una bandera Americana. Ella podía ver la cima de un par formidable de hombros, los músculos bien formados del moreno antebrazo, y por un momento irracional sentió una puñalada loca de pánico.

Finalmente había encontrado a alguien tan hermoso como ella.

– ¿Llevas algún secreto Confederado debajo de esas faldas? -dijo el hombre con una mueca que revelaba la clase de dientes que aparecían en las páginas de las revistas.

– Los yanquis le han cortado la lengua, Dallie.

Por primera vez, Francesca advirtió a otro hombre, que estaba inclinándose fuera de la otra ventanilla. Cuando vió su cara siniestra y sus ojos entrecerrados, fuertes alarmas sonaron en su cabeza.

– O tal vez ella es una espía del Norte -siguió el-. Ninguna mujer del sur estaría callada tanto tiempo.

– ¿Eres una espía yanqui, querida? -preguntó el Sr. Magnífico, destellando esos dientes increíbles-. ¿Abrirás con una palanca los secretos Confederados con ésos bonitos ojos verdes?

Ella era de repente consciente de su vulnerabilidad… la carretera desierta, el dia oscureciéndose, dos hombres extraños, el hecho que ella estaba en América, no segura en casa en Inglaterra.

En América las personas se encerraban con los fusiles hasta en las iglesias, y los criminales vagaban por las calles libremente.

Miró nerviosamente al hombre del asiento de atrás. El se parecía a alguien que atormentaría animales pequeños por diversión. ¿Qué debía hacer ella? Nadie la oiría si gritaba, y no tenía manera de protegerse.

– Déjala, Skeet, la espantas. Mete esa fea cara para adentro, ¿vale?

La cabeza de Skeet se metió, y el hombre magnífico de nombre extraño que casi no había entendido levantó una ceja perfecta, esperando que ella dijese algo. Ella decidió afrontarlo… ser valiente, la situación era la que era, y sobre todo no podía permitir que notaran lo desesperada de se sentía.

– Estoy terriblemente asustada porque me he metido en un pequeño lio -dijo ella, poniendo abajo su maleta-. Parece que me he perdido. El fastidio es espantoso, por supuesto.

Skeet volvió a sacar la cabeza por la ventana. El Sr. Magnífico sonreía.

Ella se mantuvo tenazmente firme.

– Quizás usted me podría decir cuán lejos estoy de la próxima gasolinera. O dondequiera que yo encuentre un teléfono, quizás.