– ¿Eres inglesa, no es cierto? -preguntó Skeet-. ¿Dallie, oyes la chistosa manera como habla? Es una dama inglesa, eso es lo que ella es.
Francesca vió como el Sr. Magnífico, ¿como podía alguien llamarse realmente Dallie?, deslizaba su mirada hacia abajo sobre la banda de encaje rosa y blanco de la falda del vestido.
– Estoy seguro que tienes una historia increible que contar, dulzura. Venga súbete. Te llevaremos al teléfono más cercano.
Ella vaciló. Subirse a un coche con dos hombres desconocidos no era la decisión más recomendable para tomar, pero no parecía haber una alternativa. Ella se quedó quieta, el polvo golpeándole el rostro y la maleta a sus pies, mientras una desconocida combinación de temor e incertidumbre la hacían sentirse mareada.
Skeet se inclinó completamente fuera de la ventana e inclinó la cabeza para mirar Dallie.
– Ella tiene miedo de que seas un vil violador preparado para arruinarla -él se volvió hacía ella-. Tomate tu tiempo para mirar la cara bonita de Dallie, Señora, y entonces me dices si piensas que un hombre con esa cara tiene que recurrir a forzar mujeres no dispuestas.
Definitivamente eso era un punto a su favor, pero de cualquier forma Francesca no se sintió aliviada. El hombre que se llamaba Dallie no era realmente la persona que a ella le preocupaba.
Dallie pareció leer su mente, que, debido a las circustancias, no era demasiado difil.
– No te preocupes por Skeet, dulzura -dijo-. Skeet es un auténtico misógino de pura cepa, eso es lo que es.
Esa palabra, viniendo de la boca de alguien que, a pesar de su belleza increíble, tenía el acento y las maneras de un funcional analfabeto, la sorprendieron.
Ella vacilaba todavía cuando la puerta del coche se abrió y un par de botas polvorientas de vaquero se pusieron en el suelo. Estimado Dios… Ella tragó con dificultad y miró hacía arriba… bastante arriba.
Su cuerpo era tan perfecto como su cara.
Llevaba una camiseta azul marino que reflejaban los músculos del pecho, perfilando bíceps y tríceps y todo tipo de otras cosas increíbles, y de unos vaqueros desteñidos, casi blancos por todas partes menos en las costuras raídas. Su estómago plano, las caderas estrechas; él era delgado y patilargo, varios centímetros por encima del 1,85, y quitaba absolutamente el aliento.
Debe ser verdad, pensó ella desenfrenadamente, lo que todos decían acerca de las píldoras de vitaminas americanas.
– El maletero va lleno, así que voy a meter tus cosas en el asiento de atrás con Skeet.
– Esto es poca cosa. En cualquier parte cabrá.
Cuando él anduvo hacia ella, le lanzó una brillante sonrisa. No podía ayudarle; la respuesta era automática, estaba programada en sus genes Serritella. No estaba en las mejores condiciones para conocer a un hombre tan espectacular, aunque él fuera un campesino de un lugar remoto, y eso de repente le pareció más doloroso que las ampollas de sus pies.
En ese momento hubiera dado todo lo que tenía por poder pasarse media hora delante del espejo con su bolso cosmético y llevar el vestido de lino blanco de Mary Mcfadden que ahora colgaría en alguna percha de la tienda de segunda mano de Picadilly junto a su maravilloso pijama azul.
El se paró a su lado y miró fijamente hacia abajo de ella.
Por primera vez desde que dejó Londres, ella se sentía como si hubiera llegado a territorio conocido. La expresión en su cara le confirmó un hecho que había descubierto hacía mucho tiempo… los hombres eran hombres en cualquier parte del mundo.
Ella miró hacia arriba con ojos inocentes y resplandecientes.
– ¿Algo va mal?
– ¿Siempre haces eso?
– ¿Hago qué? -el hoyuelo en la mejilla se profundizó.
– Hacerle proposiciones a un hombre menos de cinco minutos después de conocerlo.
– ¡Proposiciones! -ella no podía creer lo que había oído, y exclamó indignadamente-, ciertamente no te estoy haciendo proposiciones.
– Dulzura, si esa sonrisa no era una proposición, entonces no se lo que es -él recogió los bultos y los llevó al otro lado del coche-. Normalmente yo no tengo inconveniente en, ya sabes, pero me indigna esta actitud tuya tan temeraria de darme tus encantos cuando estás en medio de ningúna parte con dos hombres extraños que quizás sean unos pervertidos, y no lo puedes saber.
– ¡Mis encantos! -ella dió un pisotón fuerte con el pie en el suelo.- ¡Vuelve a poner esas maletas en el suelo en este momento! No me iría contigo a ninguna parte aunque mi vida dependiera de ello.
El echó un vistazo alrededor a los pinos y la carretera desierta.
– El paisaje es bonito, y seguramente podrías pasar la noche por aquí.
Ella no sabía que hacer. Necesitaba ayuda, pero su conducta era insufrible, y odiaba la idea de degradarse entrando en el coche. El tomó la decisión por ella cuando abrió la puerta trasera y empujó bruscamente el equipaje con Skeet.
– Ten mucho cuidado con eso -pidió ella, llegando hasta el coche-. ¡Son Louis Vuitton!
– Has recogido a una miembro de la realeza esta vez, Dallie -murmuró Skeet desde detrás.
– No me lo digas, lo sé -contestó Dallie. El subió detrás del volante, cerró de golpe la puerta, y asomó la cabeza por la ventanilla para mirarla-. Si quieres conservar tu equipaje, dulzura, más vale que subas rápido, porque en exactamente diez segundos arranco este viejo Riviera y me pongo en camino, y en breves instantes no serás más que un recuerdo lejano.
Francesca dio la vuelta al coche cojeando y abrió la puerta del copiloto, luchando por contener las lágrimas. Se sentía humillada, asustada, y, además de derrotada, impotente. Una horquilla se deslizó hacia abajo por su nuca y cayó en la tierra.
Desgraciadamente, su frustración empezaba apenas. El ruedo de su falda, descubrió rápidamente, no había sido diseñada para entrar en un automóvil moderno.
Se negó a mirar a cualquiera de sus rescatadores para ver cómo ellos reaccionaban ante sus dificultades, finalmente metió el trasero en el asiento y reunió el volumen poco manejable de la falda en su regazo como mejor pudo.
Dallie liberó la palanca de cambios de un derrame de miriñaques.
– ¿Siempre te vistes de esta forma tan cómoda?
Ella le miró, abriendo la boca para darle unas de sus famosas e ingeniosas replicas sólo para descubrir que no tenía nada que decir. Viajaron durante un tiempo en silencio mientras ella miraba fijamente hacía adelante, sus ojos apenas se separaban de la cima de su montaña de faldas, con el permanente corpiño clavado en la cintura.
A pesar de tener que estar agradecida por tener en descanso los pies, su posición hacía la constricción del corsé aún más intolerable. Trató de respirar hondo, pero los senos subieron de modo tan alarmante que se conformó con inspiraciones superficiales en su lugar.
Si estornudara, sería un auténtico espectáculo.
– Soy Dallas Beaudine -dijo el hombre detrás del volante-. La gente me llama Dallie. El de atrás es Skeet Cooper.
– Francesca Day -contestó ella, permitiendo que su voz sonara con un pequeño y leve deshielo. Tenía que recordar que los americanos eran notoriamente informales. Conductas que en Inglaterra se considerarían groseras eran normales en Estados Unidos. Además, no se podía resistir a poner a este pueblerino magnífico por lo menos parcialmente de rodillas. Era algo en lo que era buena, algo que seguramente no le fallaría en este dia que todo se había deshecho.
– Le estoy muy agradecida por rescatarme -dijo, sonriéndole con coqueteria-. Lo siento, pero he estado rodeada de bestias estos ultimos dias.
– ¿Tienes inconveniente en decirnos que te ha ocurrido? -preguntó Dallie-. Skeet y yo hemos estado viajando muchos kilómetros últimamente, y nos cansamos de conversar el uno con el otro.
– Bien, es todo bastante ridículo, realmente. Miranda Gwynwyck, una mujer perfectamente odiosa, su familia es cervecera, sabes, me persuadió para salir de Londres y aceptar un papel en una película que estan rodando en la plantación de Wentworth.