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– Ella quiere discutir -Dallie miró hacia las luces intermitentes que no estaba ya demasiado lejos-. El miembro de la comisión Deane Beman y el PGA ya han aguantado demasiado de mí este año, así que vayámonos cuanto antes de aquí. Empujándola sin ninguna suavidad al asiento de atrás, saltó detrás de ella y cerró la puerta.

Ellos viajaron en silencio durante varios minutos. Los dientes le comenzaron a castañetear por las consecuencias de la pelea mientras intentaba unir los trozos de su blusa para que taparan lo mejor posible el sostén.

No le llevó mucho tiempo darse cuenta que era inutil. Con un nudo en la garganta, se abrazó a si misma, y añoró alguna expresión de simpatía, alguna preocupación por su estado, un signo pequeño que alguien tenía interés en ella.

Dallie alcanzó bajo el asiento delante de él y sacó una botella sin abrir de whisky escocés. Después de romper el sello con la uña de su pulgar, desenroscó el tapón, tomó un largo trago, y entonces pareció pensar un momento.

Francesca se preparó para las preguntas que vendrían y compuso su mente para contestarlas con tanta dignidad como fuera posible. Se mordió el labio inferior para dejar que le temblara.

Dailie se inclinó hacia Skeet.

– Yo no vi para nada a esa camarera pelirroja. ¿Tuviste ocasión de preguntar por ella?

– Sí. El camarero me dijo que ella se fue a Bogalusa con un tipo que trabaja para una compañía poderosa.

– Que mal.

Skeet miró por el espejo retrovisor.

– Parece que el tipo sólo tenía un brazo.

– ¿Bomeas? ¿Le dijo al camarero como lo perdió?

– Accidente laboral de alguna clase. Hace algunos años trabajando para una compañía de Shreveport, se pilló el brazo con una prensa. Se lo dejaron más aplastado que una tortita.

– Supongo que no hizo ninguna diferencia para llevarse el amor de esa camarera tuya -Dailie tomó otro trago-. La mujeres son graciosas para pelear. Recuerda esa dama del año pasado en San Diego detrás de Andy William…

– ¡Para ya! gritó Francesca, incapaz de refrenar su protesta-. ¿Eres tan insensible que no tienes ni la decencia de preguntarme si estoy bien? ¡Eso era una horrible pelea de cantina! ¿No te das cuenta que me podían haber matado?

– Probablemente no -dijo Dailie-. Seguramente alguien lo hubiera parado antes.

Ella retrocedió la mano y le golpeó el brazo tan duramente como pudo.

– Ay -él se frotó el lugar que ella había golpeado.

– ¿Te acaba de pegar? -preguntó Skeet indignadamente.

– Sí.

– ¿Por qué no le das unos buenos azotes?

– Puede.

– Si fuese tú, se los daría.

– Sé que se los darías -él la miró y sus ojos se oscurecieron-. Y yo lo haría, también, si pensara que ella formaría parte de mi vida por más tiempo que unos pocos minutos.

Ella le miró fijamente, deseando poder darle otro golpe más fuerte, incapaz de creer lo que había oído.

– ¿Exactamente qué es lo que dices? -preguntó ella.

Skeet se apresuró por un semáforo en ambar.

– ¿Cuán lejos está el aeropuerto de aquí?

– Acorta a través de la ciudad -Dallie se inclinó hacía adelante y puso la mano sobre la espalda del asiento-. En caso de que no prestaras atención, el motel está pasando el siguiente semáforo pasando ese edificio.

Skeet apretó el acelerador y el Riviera salió disparado, tirando a Francesca de espaldas contra el asiento. Ella miró airadamente a Dallie, tratando de avergonzarlo para que le ofreciera una disculpa y ella magnánimamente pudiera perdonarle. Ella esperó el resto del camino al motel.

Ellos se detuvieron en el parking, y Skeet aparcó a un lado, parando delante de una línea de puertas brillantemente pintadas de metal estampadas con números negros.

Apagó el motor, y entonces él y Dallie salieron. Ella miró con incredulidad como primero una puerta de coche se cerraba y después la otra.

– Hasta mañana, Dallie.

– Nos vemos, Skeet.

Ella salió fuera después que ellos, con su neceser en una mano, tratando sin éxito de cerrarse la blusa.

– ¡Dallie!

El sacó una llave del bolsillo de sus vaqueros y se volvió. La seda de la blusa le resbalaba por los dedos cuando cerró la puerta del coche. ¿No podía ver él cuán impotente era ella? ¿Cuánto lo necesitaba?

– Me tienes que ayudar -dijo ella, mirándole fijamente con ojos tan lastimosamente grandes que parecían comerse su pequeña cara-. Puse mi vida en riesgo en ese bar por ir a buscarte.

El miró los senos y el sostén de seda beige. Entonces se quitó su camiseta desteñida azul por la cabeza y se la tiró.

– Aquí tienes mi camiseta, cariño. No me pidas nada más.

¡Ella miró con incredulidad como él echaba a nadar hacía su habitación del motel y cerraba la puerta… le había cerrado la puerta en sus narices! El pánico que se había estado desarrollando dentro de ella en el trascurso del dia, inundó cada parte de su cuerpo.

Nunca había experimentado tal temor, no sabía como afrontarlo, así que lo convertiría en algo que si entendía…una cólera candente. ¡Nadie jamás la había tratado de esa manera! ¡Nadie! ¡Le haría rectificar! ¡Le haría pagar!

Se encaminó a su puerta y golpeó el neceser contra ella, dándole una vez, dos veces, deseando que fuera su cara horrible y fea. Le dió patadas, lo maldijo, permitió que su cólera estallara, dejó que la brillante llama prendiera la mecha del olvidado genio que la había hecho una leyenda.

La puerta se abrió de repente y él se paró en el otro lado, el pecho desnudo y su cara afeada con el ceño. ¡Ella le mostraría un ceño! ¡Ella le mostraría lo que era un ceño de verdad!

– ¡Eres un bastardo! -dijo entrando en tromba en el cuarto y lanzando el neceser contra la televisión, haciendo explotar la pantalla con una agradable explosión de cristales-. ¡Depravado, bastardo, idiota!

Dió una patada a una silla.

– ¡Hijo de puta!

Ella puso al revés su maleta.

Y entonces se dejó ir.

Gritando insultos y acusaciones, tiró ceniceros y almohadas, lámparas, y los cajones del escritorio. Cada desprecio que ella había sufrido en las pasadas veinticuatro horas, cada ultraje, llegó a la superficie… el vestido rosa, el Blue Choctaw, la sombra de ojos melocotón…

Ella castigó a Chloe por morir, a Nicky por abandonarla, a Lew Steiner, atacó a Lloyd Byron, mutiló a Miranda Gwynwyck, y más que nada, aniquiló a Dallie Beaudine.

Dallie, el hombre más guapo que ella había visto jamás, el único hombre que no se había impresionado con ella, el único hombre que había cerrado una puerta en sus narices.

Dallie la miró por un momento, poniendo las manos en las caderas. Un tubo de crema de afeitar voló a su lado y golpeó el espejo.

– Increíble -murmuró él. Sacó la cabeza por fuera la puerta-. ¡Skeet! Ven rápido.Tienes que ver esto.

Skeet estaba ya a su lado.

– ¿Qué pasa? Suena como… -se paró en seco en la puerta abierta, mirando fijamente la destrucción que estaba provocando-. ¿Por qué hace ella eso?

– Maldita sea si lo sé -pasó junto a Dallie una copia voladora de la guía telefónica más grande de Nueva Orleans-. Es la cosa más sorprendente que jamás he visto en mi vida.

– Quizá cree que es una estrella de rock. ¡Oye, Dallie! ¡Que va a coger tu madera-tres!

Dallie se movió como el deportista que era, y en dos zancadas largas la cogió.

Francesca se sentía puesta al revés. Por un momento las piernas colgaron libres, y entonces algo le pinchó duramente el estómago cuando el se la cargó al hombro.

– ¡Me bajas ahora mismo! ¡Bájame te digo, tú bastardo!

– Creo que no. Esa es la mejor madera-tres que he tenido jamás.

Comenzaron a moverse. Ella gritó cuando él la llevó fuera, el hombro empujandola en el estómago, el brazo sujetándola alrededor de la parte de atras de las rodillas.