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Aún así, debería haber mantenido su bragueta cerrada. Ahora se adheriría a él como una cuerda de mala suerte, esperando corazones y flores y todo tipo de tonterías, ninguna de las cuales él tenía intención de dar.

No había manera, no cuando él tenía que volver a Wynette para Halloween, y no cuando podía pensar en una docena de mujeres que prefería antes que a ella. Además, aunque no tenía intención de decírselo, ella era una de las mujeres más hermosas que había visto nunca. Aunque sabía que era un error, sospechaba que volvería a llevarla a la cama antes que pasara mucho tiempo.

¿Eres un auténtico bastardo, no es verdad, Beaudine?

El Oso asomó en una esquina del cerebro de Dallie llevando un brillante aro de luz en la cabeza. El maldito Oso.

Eres un perdedor, amigo, le cuchicheó el Oso con esa voz plana y arrastrada del medioeste. Un perdedor a gran escala. Tu padre lo sabía y yo lo sé. Y la víspera de Halloween está a la vuelta de la esquina, por sí lo has olvidado…

Dallie golpeó el grifo de agua fría con el puño y ahogó momentaneamente al Oso.

Pero las cosas con Francesca no iban a ser fáciles, y al día siguiente su relación no mejoró cuando, apenas al otro lado de la frontera de Louisiana-Texas, Dallie empezó a quejarse acerca del ruido extraño que notaba en el motor del coche.

– Qué piensas que es? -le preguntó a Skeet-. Hace apenas unas semanas le hicieron una revisión del motor. Además, parece venir desde atrás. ¿No lo oyes?

Skeet estaba absorto leyendo un artículo acerca de Ann-Margret en el último número de la revista People y sacudió la cabeza.

– Quizá sea el tubo de escape -Dallie miró sobre el hombro a Francesca-. ¿Oyes algo cerca de ahí, Francie? ¿Algún tipo de ruido extraño?

– Yo no oigo nada -Francesca contestó rápidamente.

En ese momento un sonido de uñas arañando llenó el interior del Riviera. Skeet levantó rápidamente la cabeza.

– ¿Qué ha sido eso?

Dallie juró.

– Ya sé que es. Maldita sea, Francie. ¿Has metido contigo al horrible gato tuerto, no es verdad?

– Por favor Dallie, no te molestes -imploró-. No tenía intención de traerlo. Pero me siguió al coche y no pude hacerlo salir.

– ¡Por supuesto que te siguió! -le gritó Dallie desde el espejo retrovisor-. ¿Has estado dándole de comer, no? A pesar que te dije que no, has estado alimentando al condenado y feo gato.

Ella trató de hacerlo entender.

– Es qué… Es qué se le notan tanto las costillas y es difícil para mí comer cuando sé que él tiene hambre.

Skeet rió entre dientes en el asiento del pasajero y Dallie se volvió hacía él.

– ¿Qué te hace tanta gracia, tienes inconveniente en decírmelo?

– Nada de nada -contestó Skeet, sonriendo-. Nada de nada.

Dallie paró el coche a un lado en el arcén de la carretera interestatal y abrió su puerta. Se retorció a la derecha y miró detrás del asiento dónde el gató estaba agazapado en el suelo al lado de la nevera Styrofoam.

– Sácalo de aquí ahora mismo, Francie.

– Le atropellarán -protestó ella, no es que ese gato, que no la había dado aún ningún signo de cariño, hubiera ganado su protección-. No podemos dejarlo tirado en la carretera. Lo matarán.

– El mundo será un lugar mejor -replicó Dallie. Ella le fulminó con la mirada. El se inclinó sobre el asiento y dió un golpetazo al gato. El animal arqueó su espalda, silbó, y hundió los dientes en el tobillo de Francesca.

Ella dejó salir un grito de dolor y gritó a Dallie.

– ¡Ves lo que has hecho! -poniendo el pie en su regazo, inspeccionó el tobillo herido y gritó hacía abajo, esta vez al gato.

– ¡Tú, estúpida e ingrata fiera sangrienta! Espero que te tiren delante de un sangriento galgo Greyhound. (La mayor línea de autobuses de Norteamérica, con un gran galgo dibujado, N de T)

El sembrante ceñudo de Dallie se convirtió en una abierta sonrisa. Después de pensar un momento, cerró la puerta del Riviera y echó un vistazo a Skeet.

– Creo que tal vez deberíamos permitir que Francie mantenga su gato a fin de cuentas. Sería una lástima romper una pareja tan conjuntada.

* * *

Para las personas a las que le gustaran los pueblos pequeños, Wynette, Texas, era un buen lugar para vivir. San Antonio, con sus luces de gran ciudad, estaba sólo a dos horas hacía el sudeste, mientras la persona que estaba detrás del volante no prestaba la menor atención a las señales de límite de velocidad que los burócratas de Washington habían puesto en las narices de los ciudadanos de Texas.

Las calles de Wynette estaban sombreadas con árboles de zumaque, y el parque tenía una fuente de mármol con cuatro chorros para beber. La gente era robusta. Eran rancheros y granjeros, tan honestos como tenían fama los texanos, cerciorándose que el consejo municipal estuviera controlado por demócratas algo conservadores y bautistas para mantenerse alejados de las otras etnias. A pesar de todo, una vez que las personas se establecían en Wynette, tendían a quedarse.

Antes de que la Señorita Sybil Chandler se hubiese puesto con ella, la casa de Cherry Street había sido simplemente otra pesadilla victoriana. A través de su primer año allí, había pintado huevos de pascua sobre las persianas grises y el resto de rosa y lavanda con helechos y ganchos repletos de otras plantas alrededor del porche delantero.

No satisfecha todavía, había fruncido sus delgados labios de profesora de escuela y había pintado gran cantidad de liebres color naranja pálida alrededor de los marcos de las ventanas delanteras.

Cuándo terminó, había reconocido su trabajo en pequeñas firmas ordenadas alrededor de la ranura del correo en la puerta. Este efecto la había complacido tanto había agregado un historial condensado en el panel de la puerta bajo la ranura del correo:

Trabajo realizado por la Señorita Sybil Chandler.

Maestra de escuela jubilada.

Presidenta de Los Amigos de la Biblioteca Pública de Wynette.

Amante apasionada de W. B. Yeats,

E. Hemingway, y otros.

Rebelde

Y entonces, pensando que esto sonaba casi a un epitafio, había cubierto con grandes liebres lo que había escrito, quedando satisfecha con dejar la primera linea.

Todavía, seguía recordando esas palabras, e incluso ahora aún la llenaban de gran placer. "Rebelde" del latín rebellis.

Que bien sonaba, y que maravillosa si realmente la escribieran en su lápida. Su nombre, las fechas de su nacimiento y su fallecimiento (dentro de mucho tiempo, esperaba), y esa única palabra "Rebelde".

Cuando pensaba en los grandes rebeldes literarios del pasado, sabía que esa palabra impresionante dudosamente se la podía aplicar a ella. A fin de cuentas, ella había empezado su rebelión sólo doce años antes, cuando, a los cincuenta y cuatro años, había dejado el trabajo docente que había realizado durante treinta y dos años en una prestigiosa escuela de chicas de Boston, empacando sus posesiones, y marchándose a Texas.

A pesar que sus compañeros y amigos habían intentado convencerla, haciéndola ver incluso, que estaba perdiendo gran parte de su pensión, la Señorita Sybil no había escuchado a nadie, pues bastantes años había vivido ya con la previsibilidad ahogadora de su vida.

En el avión de Boston a San Antonio, se había cambiado de ropa en el baño, quitándose el traje de lana severo de su delgado cuerpo y soltándose el pelo. Poniéndose sus primeros pantalones vaqueros y un dashiki de cachemira, había vuelto a su asiento y pasado el resto del vuelo admirando sus botas altas de cuero de becerro rojas y leyendo a Betty Friedan.