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– ¡Niña traviesa! -gimió, llevándose la mano a la boca y chupando la herida.

Los ojos de Francesca se nublaron inmediatamente con lágrimas, y Chloe se sintió furiosa consigo misma, por haber hablado tan duramente a su hija. Rápidamente, cogió a la pequeña y la abrazó.

– Nunca más -canturreó-. Chloe no está enfadada, mi cielo. Mami es mala. Te compraré un regalito precioso de camino a casa.

Francesca se acurrucó segura en los adorados brazos de su madre, y por el resquicio que quedaba miró hacia el fotógrafo. Y le sacó la lengua.

Esa tarde fue la primera pero no la última vez que Chloe sintió los agudos dientes de Francesca en la piel.

Pero aún después de que tres niñeras hubieran renunciado, Chloe se negaba a admitir que su hija tuviera un problema por morder. Francesca era muy alegre, y Chloe ciertamente no tenía intención de ganar el odio de su hija haciendo una montaña de un grano de arena.

El reinado del terror de Francesca podría haber continuado si no hubiera probado su propia medicina. Un niño extraño la mordió en la espalda en el parque, luchando por un columpio. Cuándo Francesca descubrió que la experiencia era dolorosa, terminó de morder.

Ella no era un niña deliberadamente cruel; sólo quería hacer todo a su manera.

Chloe compró una casa estilo Reina Anne en Upper Grosvenor Street, no lejos de la embajada americana y en la orilla oriental de Hyde Park. Cuatro plantas, pero menos de diez metros de ancho, la estructura estrecha había sido restaurada en la década de los treinta por Syrie Maugham, la esposa de Somerset Maugham y una de las decoradoras más célebres de su época.

Una escalera de caracol ascendia desde la planta baja al salón, pasando por un retrato que Cecil Beaton había hecho a Chloe y Francesca. Las columnas de coral marbre foux encuadraban la entrada al salón, que tenía una combinación elegante de francés y retazos italianos así como varias sillas de Adán y una colección de espejos venecianos.

En la siguiente planta estaba el dormitorio de Francesca decorado como el castillo de la Bella Durmiente. Unas cortinas de encaje recogidas por unos cordones con rosas de seda y una cama con un dosel en forma de corona dorada de madera cubierta por muchos metros de tul trasparente blanco, Francesca reinaba como una princesa en todos sus dominios.

Ocasionalmente recibía visitas en la corte de su habitación de cuento de hadas, sirviendo té dulce de una tetera de Dresde para la hija de uno de los amigos de Chloe.

– Soy la Princesa Aurora -le dijo a la honorable Clara Millingford en una visita particular, retirando su bonita cabellera castaña rizada que había heredado, junto con su naturaleza temeraría, de Jack Day "Negro-. Y tú eres una de las amables aldeanas que ha venido a visitarme.

Clara, la única hija del Vizconde Allsworth, no tenía la menor intención de ser una amable mujer aldeana, mientras la altanera Francesca Day actuaba como si fuera de la realeza. Dejó en la mesa su tercera galleta de limón y exclamó:

– ¡Quiero ser yo la Princesa Aurora!

La sugerencia asombró tanto a Francesca que se echó a reir, un repiqueteo pequeño delicado de sonido plateado.

– Eres tontita, querida Clara. Tú tienes esas enormes pecas. No es que las pecas no sean agradables, pero ciertamente no para ser la Princesa Aurora, que era la belleza más famosa de la tierra. Yo seré la Princesa Aurora, y tú puedes ser la reina.

Francesca pensó que su arreglo era eminentemente justo y se angustió cuándo Clara, como tantas otras niñas que habían venido a jugar con ella, se negó a volver.

Su desprecio la desconcertó. ¿No había compartido con todas ellas sus juguetes? ¿No había permitido que camparan a sus anchas por su hermoso dormitorio?

Chloe ignoraba cualquier insinuación sobre que su hija llegaba a ser espantosamente repelente.

Francesca era su bebé, su ángel, su niña perfecta. Contrató a los tutores más liberales, le compraba las muñecas más modernas, los últimos juegos, la abrazaba continuamente, mimándola, y consintiéndole todo lo que se le antojaba, cuidándola en exceso de cosas que la pusieran en peligro.

La muerte inesperada ya había golpeado dos veces en la vida de Chloe, y sólo de pensar que algo le pudiera suceder a su preciosa niña, se le helaba la sangre en las venas. Francesca era su ancla, la única fijación emocional que había sido capaz de mantener en su vida. A veces pasaba las noches en vela, la piel húmeda, cuando imaginaba los horrores que podían acontecer a una niña maldecida con la naturaleza temeraria de su padre.

Ella veía saltar a Francesca a una piscina para no subir otra vez, cayendo de un telesilla, rompiéndose los músculos de las piernas al practicar ballet, magullando su cara en un accidente de bicicleta.

No podía quitarse de encima el temor atroz que algo terrible estaba al acecho más allá de su vista preparándose para arrebatarle a su hija, y quiso envolver Francesca entre algodones y mantenerla lejos en un lugar hermoso dónde nada pudiera hacerla daño.

– No! -gritó cuando Francesca se alejó corriendo de su lado y cruzó a la otra acera persiguiendo una paloma-. ¡Regresa aquí! ¡No puedes cogerla!

– Pero quiero correr -protestó Francesca-. El sonido del viento silba en mis oídos.

Chloe se arrodilló a su lado y la envolvió en sus brazos.

– Correr desordena el pelo y te pone la cara roja. La gente no te querrá si no estás guapa.

Abrazó más fuertemente a Francesca entre sus brazos mientras le susurraba otras amenazas horribles, utilizándolo como otras madres hablaban a sus hijos del hombre del saco.

A veces Francesca se rebelaba, practicando volteretas laterales en secreto o columpiándose de una rama cuando la atención de su niñera se distraía. Pero tarde o temprano siempre era descubierta, y su adorada madre, que nunca le negaba nada, la reprendia por su conducta de forma tan atroz, que llegaba a atemorizar a Francesca.

– Te podrías haber matado! -chillaba, señalando a una mancha de césped en el vestido amarillo de lino de Francesca o una mancha sucia en la mejilla-. ¡No ves lo fea que estás! ¡Terriblemente fea! ¡Nadie quiere a las niñas feas!.

Y entonces Chloe comenzaba a llorar de un modo tan angustioso que Francesca realmente se asustaba.

Después de varios de estos episodios perturbadores, aprendió la lección: todo en la vida estaba permitido…mientras estuviera guapa e impecable haciéndolo.

Las dos vivieron una elegante vida vagabunda gastando el legado de Chloe que tuvo una larga lista de hombres que pasaron por su vida, de la misma manera que antes habían pasado por la vida de Nita.

La forma de ser de Chloe extravagante y derrochona contribuyó a su reputación en el circuito social internacional como una compañera divertida y sumamente entretenida, alguién que siempre animaba la reunión más tediosa.

Fue Chloe quién creó la moda de pasar las últimas dos semanas de febrero en las playas de Río de Janeiro; Chloe que avivó las horas aburridas en Deauville, cuando todos estaban aplatanados con el polo, preparando elaboradas busquedas de tesoros que los hicieron salir a la campiña francesa en pequeños coches buscando un sacerdote calvo, esmeraldas en bruto, o una botella de Cheval Blanc '19 perfectamente fría; Chloe que insistió una Navidad en dejar Sant-Moritz para alquilar una casa de campo morisca en el Algarbe donde se entretuvieron encontrando piedras con formas divertidas y con un suministro insondable de hachís.

Con bastante frecuencia Chloe llevaba a su hija con ella, junto con una niñera y algún tutor que fuera en ese momento responsable de la descuidada educación de Francesca. Estos vigilantes mantenian generalmente a Francesca lejos de los adultos durante el día, pero por la noche Chloe a veces la presentaba haciéndola parecer un especial as en su manga.

– ¡Aquí está Francesca, chicos! -anunció en una ocasión particular cuando la llevó a la parte trasera del yate de Aristóteles Onassis, el Christina, que estaba anclado esa noche en la costa de Trinidad. Un dosel verde cubría por entero el espacioso salón, y los huéspedes se recostaban en sillas cómodas en la orilla de una reproducción en mosaico del Toro de Creta de Minos en la plataforma de teca.