– Es algo que tiene que ver con el cerebro. ¡Oh, mamá, ¿y si se muere? -murmuró contra su hombro, llenándole la piel de mocos.
– ¿Dónde está ahora?
– Le están haciendo un escáner.
La madre se soltó, acarició a Annika en la mejilla, tosió y se secó la frente con un guante.
– Quítate el abrigo o tendrás mucho calor si no -dijo Anika.
– Sé lo que estás pensando -dijo la madre-. Crees que todo es por mi culpa.
Annika miró a su madre, dándose cuenta de la expresión desdeñosa que esa crítica anticipada le había dibujado en la cara. La ira la asaltó como un rayo blanco y fulminante.
– Ah, no, no hagas eso… A mí no me responsabilices de tus propios sentimientos de culpa.
La madre se abanicó un poco con la mano.
– No me siento culpable pero tú crees que debería.
Annika no podía seguir sentada. Se puso de pie y se dirigió a la ventana.
– ¿Cuándo podremos saber algo de Sofia Katarina?
– Por favor, siéntese y espere -le respondió la señora.
A su madre el abrigo de piel se le había resbalado de los hombros.
– ¿Sabes dónde se puede fumar? -le preguntó hurgando en el bolso.
– Ya que lo mencionas -dijo Annika-, creo que resulta extraño que sea yo quien la haya encontrado cuando vivo a 120 kilómetros de distancia. Tú vives a tres kilómetros de ella.
Se sentó dos sillas más allá, de espaldas al radiador.
– También me echas eso en cara -dijo la madre.
Annika volvió la cara, cerró los ojos y permitió que el calor penetrara a través de su jersey. Se echó hacia atrás, notando como si un filo metálico le cortara el cuello. Las lágrimas le quemaban los ojos.
– Ahora no, mamá -susurró.
– ¿Annika Bengtzon?
La doctora tenía una cola de caballo y una carpeta con papeles en la mano. Annika se levantó, se secó los ojos rápidamente, miró al suelo. La especialista se sentó frente a ella y se inclinó hacia delante.
– La tomografía ha confirmado nuestras sospechas -dijo-. Ha sufrido una hemorragia en el hemisferio izquierdo del cerebro, justo en el centro del sistema nervioso. Eso encaja con los síntomas observados en el lado derecho y con el hecho de que la vista no se encuentre afectada.
– ¿Un derrame? -preguntó la madre casi sin respiración.
– Eso es. Un derrame.
– Dios mío -dijo la madre débilmente-. ¿Se pondrá bien?
– Algunos de los síntomas normalmente disminuyen. Pero a esta edad, y con un comienzo tan repentino, por desgracia habrá que contar con que persistan algunas lesiones graves.
– ¿Quedará en estado vegetativo? -preguntó Annika.
La especialista la miró con ternura.
– No sabemos si la hemorragia le ha afectado al intelecto. No tiene por qué ser así. Todo dependerá en gran medida de la rehabilitación, que es muy importante en casos como éste.
Annika tragó saliva y se mordió el labio.
– ¿Podrá volver a vivir en su casa?
– Aún no podemos saberlo. Por lo general, los pacientes que viven en casa se recuperan antes, siempre y cuando tenga los cuidados necesarios. La alternativa es una institución o una habitación geriátrica en un hospital.
– ¿Una institución? Espero que no sea Lövåsen -dijo Annika.
La doctora sonrió.
– No hay ningún inconveniente con Lövåsen. Imagino que no creerás todo lo que sale en los periódicos.
– Soy yo quien escribe los periódicos.
– Yo no tengo nada contra Lövåsen -dijo la madre.
La doctora se incorporó.
– De momento seguirá ingresada aquí. Una vez que la temperatura se haya estabilizado podrán venir a verla. Llevará un tiempo.
Annika y su madre asintieron al unísono.
Thomas Samuelsson arrugó los envoltorios de su hamburguesa y los arrojó al cubo de la basura. Tenía que acordarse de vaciarla cuando se marchara, o de lo contrario su oficina olería como un tugurio de comida rápida durante toda la semana.
Suspirando, se echó hacia atrás en la silla de la oficina y miró por la ventana. La oscuridad producía el reflejo de su despacho, y veía a otro funcionario responsable de finanzas en algún otro mundo que era idéntico, sólo que al revés. El ayuntamiento estaba tranquilo, casi todos los empleados se habían ido a casa. Pronto los miembros del consejo de servicios sociales se reunirían en la sala de conferencias de al lado, pero aún permanecía todo en silencio. Thomas se sentía extrañamente contento, libre y en paz. Se había escudado en el trabajo cuando Eleonor le habló de la cena, lo que realmente no era mentira pero tampoco del todo cierto. Siempre había mucho trabajo en esa época del año, aunque no mucho más de lo habitual. Nunca le había impedido ir a casa a cenar. Las cenas constituían sus momentos sagrados. Un aperitivo y el plato principal; Eleonor nunca tomaba postre. Siempre encendían velas durante los meses de oscuridad invernal, siempre había servilletas de tela bien planchadas. A él le gustaba, a ella le encantaba, y a menudo lo comentaban con sus amigos. Tan romántico. Tan estupendo. Una pareja perfecta.
No, en el cielo no, pensó. En Perugia.
No sabría decir cuándo empezó a surgir el aburrimiento. La sensación de ser adulto se había desvanecido y otra cosa ocupó su lugar, algo más sincero. No, no eran en realidad adultos, sino que jugaban a serlo. Salían a navegar, iban a cenar, formaban parte de clubes y asociaciones. Vaxholm era su mundo, el progreso y el éxito del lugar, de su comunidad, representaban su mayor interés y ambición. Ambos habían nacido y crecido aquí, nunca vivieron en ningún otro sitio. Nadie podía decir que no fueran responsables, tanto social como profesionalmente.
Pero, en lo que concernía a su propia relación, la responsabilidad se volvía por completo insípida, insustancial. Seguían comportándose como dos adolescentes que acaban de independizarse de casa, con sus juegos románticos y siempre con la obligación de tener en cuenta el criterio de sus padres.
Thomas suspiró. Ahí estaba otra vez.
La paternidad.
Eleonor no quería tener niños. Ella amaba la vida que tenían, su convivencia, las cenas, los viajes, su carrera, su cartera de acciones, los vecinos, la vida social, el barco.
– No necesito demostrar que soy mujer teniendo hijos -le había dicho la última vez que discutieron sobre el tema-. Es mi vida y hago lo que quiero con ella. Me gusta divertirme, conocer gente, ir a otros lugares con mi trabajo, priorizar nuestra relación y la casa.
– Estamos listos para empezar.
El director ejecutivo estaba en la puerta, y él sólo atinó a parpadear, confundido.
– Por supuesto, ya voy.
Recogió rápidamente sus papeles, algo avergonzado. Sabía que estaba muy distraído y se preguntó si se notaría demasiado.
Los once miembros del consejo ya habían ocupado su sitio en torno a la mesa. Thomas se sentó frente al secretario del consejo, que estaba a un lado, en el otro extremo. Los supervisores flanqueaban el otro lado de la mesa. Había pocos funcionarios presentes. El orden del día contemplaba una veintena de puntos, y la mayoría de ellos nada tenían que ver con él. El presupuesto iba a presentarse en una reunión especial de dos días en el hotel, y hoy sólo tendría que dar cuenta de algunas cuestiones puntuales y estar disponible por si surgía un asunto importante.
Mientras el presidente iniciaba la reunión, Thomas echó un vistazo al orden del día; lo habituaclass="underline" planificación del servicio de guarderías, gestión de personal, atención a los discapacitados, ayuda a domicilio. La mitad de esos asuntos ya se habían discutido varias veces, y creía que tampoco esa noche se llegaría a tomar una decisión final. Su moción, sobre los costes descontrolados en el transporte de ancianos y discapacitados, se encontraba en octavo lugar. Con un leve suspiro echó un vistazo al resto de la lista y bebió un poco de agua fría. El punto séptimo era nuevo: acuerdo con la Fundación Paraíso.