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¿Qué clase de trampa revolucionaria era aquélla? ¿Realmente creían que podían asumirse contratos nuevos, cuando su situación financiera estaba tan debilitada? Suspiró lo más silenciosamente que pudo y volvió su atención a los miembros del consejo.

Los demagogos de los partidos, tanto socialdemócratas como conservadores, estaban sentados cada uno en un extremo de la mesa, listos para exponer sus argumentos y reservas. «La libertad individual», diría el conservador, a lo que el socialista replicaría con el término «solidaridad». Muy pronto el deseo de los políticos de algo concreto saldría nuevamente a la luz, exigirían un seguimiento, y Thomas remitiría a cifras y cuadros que no satisfarían a nadie.

Perugia, pensó. Allí estaba él en aquel momento, en la cima de una montaña de Umbría, el rey de la colina.

Sonrió ante la idea.

Por extraño que parezca, pienso en aquella ciudad como si fuera un hombre.

– ¿Thomas?

El presidente le miró con afecto. Thomas carraspeó y hojeó unos papeles.

– Tenemos que hacer algo con respecto a los costes del servicio de transporte -dijo-. Ascienden a una suma tres veces superior al presupuesto estipulado para el presente año. No veo cómo vamos a poder evitar este aumento, las leyes sobre cómo hacer frente a este problema no nos dan ninguna respuesta. Si se permite el libre acceso, la necesidad de estos servicios será inconmensurable.

Recitó de un tirón cifras y tablas, consecuencias y alternativas. El presidente presentó una circular con las nuevas líneas directrices de la Asociación de Autoridades Locales: estaba claro que no eran los únicos que tenían ese problema. La asociación había tomado nota del asunto y sus directivas estandarizadas eran siempre pretenciosas y vagas. Enseguida se empantanaron en una discusión sobre cómo mantener al corriente de la situación a los trabajadores sociales; sería mejor que hicieran un curso o contratar a un consultor.

Fundación Paraíso, pensó. Bonito nombre.

La reunión avanzaba lentamente. Volvieron a empantanarse en otro detalle, un patio de recreo que necesitaba reparaciones, y Thomas notaba cómo su irritación iba en aumento. Para cuando llegaron al punto número siete, se echó hacia delante. Uno de los funcionarios, una asistente social que trabajaba para la comunidad desde hacía muchos años, presentó el tema.

– La idea en principio consiste en si deberíamos adquirir los servicios de una nueva organización o no -dijo-. Tenemos pendiente un caso urgente que ya ha sido tratado por la comisión de asuntos especiales, pero queríamos presentaros el acuerdo antes de decirles que sí.

– ¿Qué tipo de organización es ésa? -preguntó con recelo el demagogo socialdemócrata, y Thomas ya sabía cómo terminaría la cuestión: si el socialdemócrata se manifestaba en contra, el conservador se proclamaría a favor.

La asistente social dudó. No podía entrar en detalles sobre el asunto, dado que las actas de la reunión se hacían públicas.

– En líneas generales, se trata de una organización que trabaja en la protección de personas cuya vida corre peligro -señaló-. Su directora nos ha explicado el procedimiento, y, en este caso particular, nos ofrecen servicios que necesitamos, en nuestra opinión…

Todos leyeron el acuerdo detenidamente, a pesar de que no había mucho que leer. La comunidad de Vaxholm se comprometía a pagar por un piso franco la suma de tres mil quinientas coronas al día hasta encontrar una solución satisfactoria para el actual cliente.

– ¿De qué se trata esto realmente? -continuó el socialdemócrata-. Ya tenemos acuerdos con varios centros de atención, ¿realmente necesitamos otro?

La asistente social parecía incómoda.

– Se trata de un servicio completamente nuevo y único en su modalidad. De lo único que se ocupa Paraíso es de brindar protección y ayuda a personas en peligro, la mayoría de ellos mujeres y niños. Esta gente es eliminada de todos los registros públicos, y sus perseguidores nunca podrán hallarlos. Todos los esfuerzos por encontrarlos conducen a un muro: esta fundación.

Todos los presentes miraban a la asistente social.

– ¿Y eso es legal? -preguntó la recién elegida delegada de Los Verdes, una mujer joven. Como de costumbre, nadie le hizo el menor caso.

– ¿Y por qué no podemos ocuparnos de eso nosotros mismos con nuestros propios recursos? -preguntó el conservador.

El supervisor que se encargaba de los asuntos de ayuda social y protección a la infancia, que obviamente estaba al tanto del caso en cuestión, tomó la palabra.

– No hay nada raro en ello -dijo-. Podríamos decir que se trata de un método, una capacidad que sólo una organización completamente privada puede proporcionar. Tienen una flexibilidad de la que las autoridades gubernamentales como nosotros carecemos. Yo creo en ese proyecto.

– Es carísimo -dijo el socialdemócrata.

– La asistencia cuesta dinero. ¿Cuándo os daréis cuenta de ello? -replicó el conservador, y volvieron a comenzar la vieja comedia.

Thomas se echó hacia atrás y examinó el acuerdo. En realidad no era más que un esbozo. No se detallaban los servicios concretos, no daba ninguna información sobre la localización de la organización, ni siquiera tenía un número de identificación tributaria. Lo único que había era un apartado de correos de Järfälla.

Como siempre, le hubiera gustado tener el poder suficiente para dar su opinión, para presentar objeciones específicas y pertinentes.

Obviamente, tenían que pedir referencias de esa organización y comprobar con el departamento jurídico de los Servicios Sociales si esas medidas eran legales. ¿Y cómo iban a justificar semejante gasto en ese momento? ¿Y por qué diablos nadie le preguntó a él si aquello era económicamente viable? Él era el único que conocía todos los recovecos del presupuesto. ¿Para qué, si no, formaba parte del consejo? ¿Acaso no era más que un puñetero florero?

– ¿Tenemos que tomar una decisión esta misma noche? -preguntó el presidente.

Tanto la asistente social como el supervisor asintieron con la cabeza.

El presidente suspiró.

Algo le explotó a Thomas por dentro. Por primera vez en los siete años que llevaba trabajando para las autoridades locales, levantó la voz en una reunión del consejo.

– ¡Esto es una locura! -gritó con voz agitada-. ¿Cómo se os ocurre pensar siquiera en adquirir servicios sin saber las consecuencias? Vamos a ver: ¿qué clase de organización es ésa? Y encima es una fundación, para enriquecerse. ¡Dios! Y ¿qué decir de esta chapuza de contrato? Ni siquiera presentan un número de identificación tributaria. Este asunto apesta, si queréis saber mi opinión, y creo que os conviene saberla.

Los demás lo miraron como si Thomas fuera un fantasma. De repente se dio cuenta de que estaba de pie, de que había estado inclinado sobre la mesa, con el acuerdo en un puño y agitándolo como si fuera una bandera. La cara le ardía, y notó que estaba sudando. Dejó el acuerdo sobre la mesa, se echó el cabello hacia atrás y apretó el nudo de su corbata.

– Por favor, disculpadme -dijo-. Lo siento…

Confundido, Thomas se sentó y se puso a hojear los papeles que tenía delante. Los demás miembros apartaron la vista y se pusieron a mirar, incómodos, la mesa. Él se quería morir, que le tragara la tierra y desaparecer.

El presidente llamó la atención con un ruidoso carraspeo.

– Bien, vamos a tomar una decisión entonces…

El acuerdo fue aprobado por siete votos a favor y cuatro en contra.

– ¡Tengo una pista genial!

Sjölander e Ingvar Johansson miraron al reportero que les interrumpía con irritación. Las expresiones de fastidio se transformaron en benevolencia al comprobar que el reportero en cuestión era Carl Wennergren.

– Vamos, dispara -dijo Sjölander.