Выбрать главу

El reportero se sentó encima del escritorio del redactor de la sección de sucesos.

– El crimen del Frihamnen -dijo-. Me han dado un soplo realmente bueno.

Tanto Sjölander como el jefe de noticias plantaron los pies en el suelo y se sentaron derechos.

– ¿De qué se trata? -preguntó Johansson.

– Acabo de hablar con un poli -dijo Carl Wennergren bajando la voz-. Tienen buenos motivos para creer que el tipo que está detrás de este asunto es Ratko.

Los dos veteranos contemplaron expectantes al más joven.

– ¿Por qué? -preguntó Sjölander.

– Ya sabéis -respondió Wennergren-. Crimen organizado, yugoslavos, cigarrillos desaparecidos… todo conduce a Ratko.

– ¿Con quién has hablado?

– Con un inspector de policía.

– ¿Te llamó él o lo llamaste tú?

El reportero enarcó una ceja.

– Me llamó él. ¿Por qué?

Sjölander y Johansson intercambiaron una rápida mirada.

– Vale -dijo el editor-. ¿Y qué quería el poli?

– Soplarnos que Ratko está involucrado; le están buscando por todas partes. La policía quiere que publiquemos su nombre y su foto.

– ¿Hay una orden de búsqueda contra él?

El reportero frunció el ceño.

– El policía no dijo nada a ese respecto, sólo que lo están buscando.

– Tiene buena pinta -dijo Johansson, mientras garabateaba algo en un cuaderno-. Haremos lo siguiente: Sjölander se encargará de reunir información sobre Ratko, y tú irás a los clubes y restaurantes controlados por los yugoslavos y entrevistarás a gente esta noche. Esto podría ser noticia de primera página.

– ¡De acuerdo! -dijo Carl Wennergren, y salió en dirección al departamento de fotografía.

Los dos veteranos se quedaron mirando al reportero hasta que desapareció de su vista.

– ¿Sabías algo de esto? -preguntó Ingvar Johansson.

Sjölander negó con la cabeza y volvió a colocar los pies sobre el escritorio.

– La policía no tiene ni una sola buena pista. Los dos chicos muertos eran novatos recién llegados de Serbia. No hubo ningún testigo del asesinato, nadie que pueda hablar. No sé por qué, pero está claro que la policía pretende poner al descubierto a Ratko.

– ¿Crees que tiene algo que ver con esto?

El redactor de la sección de sucesos lanzó una carcajada.

– Por supuesto que tiene algo que ver: Ratko maneja todo el contrabando yugoslavo de cigarrillos en Escandinavia. Puede que él no haya apretado el gatillo, pero seguro que está relacionado con los asesinatos.

Los dos hombres permanecieron abstraídos en sus propios pensamientos durante unos minutos, hasta que llegaron a la misma conclusión.

– La policía ha lanzado el anzuelo, sin duda alguna -dijo Ingvar Johansson.

– Más claro que nunca -coincidió Sjölander.

– Pero ¿por qué? -se preguntó el redactor de noticias.

El redactor de sucesos se encogió de hombros.

– La bofia no sabe dónde buscar, y quiere revolver un poco el avispero. Es probable que busquen socavar la posición de Ratko o fortalecerla, pero a nosotros no nos importa. Si un poli de homicidios dice públicamente que buscan a Ratko, eso es noticia.

Cabecearon en señal de acuerdo.

– ¿Informarás a Jansson? -preguntó Sjölander.

Ingvar Johansson se levantó y se fue a la sección de noche.

En un rincón, una lámpara de pocos vatios emitía una luz amarillenta. Un electrocardiograma producía un pitido rítmico y monótono. Sofia Katarina estaba conectada a goteos y máquinas. Su cuerpo parecía encogido y seco, inmóvil y pequeño bajo la delgada manta. Annika se le acercó y le acarició el cabello, sorprendida por lo mayor que parecía. Qué extraño. Nunca había visto a su abuela como una persona mayor.

– Mírala -dijo la madre-. Mírale la boca.

La comisura derecha le colgaba un poco, dejando escapar un hilo de saliva que descendía hacia la garganta. Annika tomó un pañuelo de papel y lo secó.

– Ahora duerme -dijo la doctora-. Pueden quedarse un rato si lo desean. -Cuando salió de la habitación, se oyó el rumor de la puerta al cerrarse.

Ellas permanecían sentadas cada una a un lado de la cama; la madre seguía con el abrigo de piel puesto. La habitación estaba llena de ruidos de hospitaclass="underline" el murmullo de los ventiladores, el canto de los aparatos electrónicos, un taconeo de zuecos en el exterior. A pesar de todo, el silencio era opresivo.

– ¿Quién habría imaginado que podía suceder? -dijo la madre de Annika-. Precisamente hoy…

Empezó a sollozar.

– Por supuesto que no podías saberlo -dijo Annika en voz baja-. Nadie te está culpando.

– Ella vino a comprar ayer. Yo estaba en la caja. Se la veía feliz y contenta.

Volvieron a quedarse en silencio. La madre de Annika lloraba sin hacer ruido.

– Tenemos que encontrar un lugar donde pueda vivir -dijo Annika-. Lövåsen está fuera de toda discusión.

– Bueno, yo no puedo hacerlo -dijo la madre con determinación, mirando hacia arriba.

– Errores de medicación, mala praxis, escribí toda una serie de artículos sobre el estado de permanente negligencia que existe en Lövåsen. La abuela no irá allí.

– Eso era hace mucho tiempo; estoy segura de que las cosas han mejorado.

La madre se secó el rostro con un pañuelo de papel y Annika se levantó.

– Quizá podamos encontrar una solución en residencias privadas -dijo Annika.

– Desde luego, conmigo no se queda.

Su madre estaba sentada toda derecha y había dejado de usar el pañuelo de papel. Annika la vio allí sentada, asmática de tanto fumar; sudando tanto por el calor del abrigo de piel como por los sofocos, con aquel pelo que le empezaba a ralear, cada vez con más sobrepeso, distante y egocéntrica. Casi sin darse cuenta, Annika había agarrado a su madre por los hombros.

– No seas tan condenadamente inmadura -susurró Annika-. Yo me refería a encontrar una alternativa de atención privada. No tiene nada que ver contigo, ¿acaso no lo comprendes? Por una vez en la vida, tú no eres el centro de atención.

La mujer abrió la boca, le estaba saliendo un sarpullido colorado en el cuello.

– ¡Tú…! -empezó a decir, al tiempo que apartaba a Annika y se ponía de pie.

La mujer joven miró a la mayor e intuyó que el arrebato era inminente.

– ¡Dilo! -pidió Annika lacónicamente-. Cuéntame todo lo que tienes en la cabeza.

La madre apretó el abrigo de piel contra el pecho y se lanzó sobre Annika.

– ¡Si supieras cuántas gilipolleces he tenido que tragarme por tu culpa! -susurró con indignación-. ¿Te has parado a pensar lo que yo he pasado todos estos años? ¿Cómo me miraba la gente a mis espaldas? ¿Las habladurías? No es de extrañar que tu hermana se fuera; ella te admiraba. Es increíble que Leif se haya quedado, aunque ha estado a punto de dejarme en varias ocasiones. Te gustaría, ¿verdad? Siempre me has envidiado el amor, nunca has soportado a Leif.

Annika palideció cuando la madre la rodeó, retrocediendo hacia la salida y señalándola con un dedo acusador.

– ¡Por no hablar de Sofia! -continuó, en voz más alta-. Era una persona tan respetada. La matrona de Harpsund. Y ahora tiene que terminar sus días como la abuela de la chica que mató…

Annika no podía respirar.

– ¡Vete al infierno! -consiguió decir.

La madre se acercó un poco más, echando saliva por la boca.

– ¡Un buen periodista tiene que ser capaz de enfrentarse a la verdad!

De repente Annika se remontó a la fundición, al depósito de carbón que estaba junto al alto horno. Vio a su gato muerto, vio la tubería de acero tirada junto a él. Se llevó las manos a la cabeza y se dobló por la cintura.

– Vete -susurró-. Vete de aquí, madre.

Su madre sacó una pitillera de cuero y un mechero de plástico verde.

– Tú siéntate aquí y piensa en lo que nos has hecho pasar a todos.