Silencio: la habitación estaba cada vez más oscura, parecía no haber aire. A Annika la impresión se le quedó como una piedra en la garganta, impidiéndole respirar.
Me odia, pensó. Mi madre me odia. Le he destrozado la vida.
Una oleada de autocompasión se apoderó de ella, haciendo que se derrumbara.
¿Qué les he hecho a las personas que me quieren? ¡Oh, Dios, qué he hecho…!
La mano izquierda de Sofia Katarina se movió a tientas sobre la manta amarilla del hospital.
– ¿Barbro? -murmuró.
Annika levantó la vista. ¡Abuela! ¡Oh, abuela! Voló a su lado, le cogió la fría e inmóvil mano derecha, se tranquilizó y trató de sonreír.
– Hola, abuela, soy yo, Annika.
– ¿Barbro? -farfulló la abuela, mirándola con ojos desenfocados.
Los ojos se le inundaron de lágrimas, nublándole la visión.
– No, soy yo, Annika. La hija de Barbro.
La anciana miró la habitación, moviendo y agitando la mano izquierda.
– ¿Estoy en Lyckebo?
Incapaz de contener las lágrimas, Annika dejó que cayeran mientras respiraba con la boca abierta.
– No abuela, sólo estás enferma. Te encuentras en el hospital.
La mirada de la anciana se posó en Annika.
– ¿Y tú quién eres?
– Annika -susurró-. Soy yo.
Un destello atravesó la niebla.
– ¡Claro! -dijo Sofia Katarina-, mi niña favorita.
Annika lloraba, apoyando la frente en el regazo de la anciana, sosteniendo su mano en la suya. Al cabo de un momento, se levantó para sonarse la nariz.
– Has estado muy mal, abuela -dijo rodeando la cama-. Tenemos que ponerte bien lo antes posible.
Pero la abuela ya había vuelto a dormirse.
Miércoles, 31 de octubre
Aida se armó de valor. La cuesta que tenía delante se le hacía interminable. La carretera parecía oscilar ante ella mientras avanzaba tambaleándose. El sudor le corría por detrás de las orejas y le bajaba por el cuello. ¿Es que no iba a llegar nunca?
Se sentó en el pavimento, con las piernas en la cuneta, y apoyó la cabeza en las rodillas. No notaba el frío ni la humedad, sólo descansaría un poco antes de continuar.
Un coche venía desde lo alto de la carretera y aminoró la marcha al pasar junto a ella. Aida percibió las miradas de los ocupantes. Aquél no era el mejor sitio para sentarse. En una elegante zona residencial como aquélla alguien llamaría a la policía sin tardanza.
Se puso de pie y durante unos instantes todo se oscureció ante sus ojos.
Tengo que encontrar esa casa. Enseguida.
Siguió caminando en línea recta y vio el número que buscaba en el siguiente camino de entrada. Qué tonta: casi había renunciado cuando se encontraba a apenas veinte metros de su meta. Intentó reírse, pero se tropezó con una piedra y a punto estuvo de caer; tuvo que reprimir las lágrimas.
– Que alguien me ayude -susurró.
Consiguió llegar a las escaleras, subió agarrándose a la barandilla y llamó al timbre. La sólida puerta exterior contaba con dos pestillos extra. Una campana sonó en algún lugar del interior de la casa. No sucedió nada. Llamó otra vez. Y otra. Y otra. Trató de ver a través de los oscuros recuadros de cristal de la puerta, pero no distinguía más que oscuridad, vacío, ni un mueble siquiera.
Aida se sentó en la escalera y apoyó la frente contra la pared de la casa. Ya no podía más. Él podía llegar en cualquier momento. Ya no importaba. Que llamen a la policía. Las cosas no podían empeorar más.
– ¿Aida?
Casi no podía ni levantar la mirada.
– Pero ¿qué tal estás?
Estaba perdiendo el conocimiento y se agarró a la pared.
– ¡Dios mío, está enferma! ¡Anders! ¡Ven y échame una mano!
Alguien la sujetó y la ayudó a tenerse en pie. Una agitada voz de mujer, una voz de hombre más calmada, estaba oscuro y hacía calor, se encontraba dentro de la casa.
– Acuéstala en el sofá.
La habitación daba vueltas; alguien la trasladaba, acto seguido descansaba sobre algo. Se vio a sí misma en un sofá marrón, que picaba un poco. Le colocaron una manta encima, pero seguía teniendo frío.
– Está muy mal -dijo la mujer-, tiene mucha fiebre. Tiene que verla un médico.
– No podemos traer un médico aquí, lo sabes -dijo el hombre.
Aida intentó decir algo, protestar. No, nada de médicos ni hospitales.
Las personas se fueron a otra habitación y ella les oyó murmurar. Puede que se durmiera, porque lo siguiente que recuerda es que el hombre y la mujer estaban junto a ella con una taza humeante de té.
– Usted debe de ser Aida, ¿verdad? -preguntó la mujer-. Yo soy Mia, Mia Eriksson. Y él es mi marido, Anders. ¿Cuándo se puso así de enferma?
Ella intentó responder.
– Médico, no -susurró.
La mujer que se llamaba Mia asintió.
– Vale, nada de médicos. Lo comprendemos. Pero necesita atención médica, y creo que tenemos una solución.
Ella sacudió la cabeza.
– Me buscan.
Mia Eriksson le acarició la frente.
– Lo sabemos. Pero hay formas de buscar ayuda sin que nadie se entere de dónde está.
Ella cerró los ojos y respiró profundamente.
– ¿Estoy en Paraíso? -susurró.
La respuesta llegó desde muy lejos; perdía el conocimiento otra vez.
– Sí -dijo la mujer-, y cuidaremos de usted.
Durante toda la noche tuvo intervalos de sueño y estados de conciencia. Sofia Katharina se había sentido confundida, asustada y sentimental sucesivamente.
Tras un breve reconocimiento, la fisioterapeuta presentó un informe desalentador.
– La capacidad funcional del lado derecho es muy escasa -dijo la fisioterapeuta-. Costará mucho esfuerzo.
– ¿Qué hay que hacer para que recupere la movilidad? -preguntó Annika.
La mujer esbozó una tenue sonrisa.
– El problema no está en las extremidades, sino en la cabeza. No hay ningún tratamiento que pueda rehabilitar las funciones de las células nerviosas que ya están muertas. Por eso, de lo que se trata es de trabajar con lo que aún presenta síntomas vitales. Las neuronas que no han sufrido daño pero que anteriormente estaban inactivas deben activarse. Y eso podemos lograrlo por medio de diferentes clases de fisioterapia.
– Pero ¿se pondrá bien?
– No se verán resultados hasta dentro de seis meses por lo menos. Lo más importante ahora es poder empezar el tratamiento de inmediato y mantenerlo.
Annika tragó saliva.
– ¿Qué puedo hacer yo?
La fisioterapeuta le cogió la mano y sonrió.
– Lo que ha estado haciendo, preocuparse. Hable con ella, mantenga activa su atención, cante viejas canciones con ella. Notará que enseguida querrá hablar del pasado. Deje que lo haga.
– Pero ¿cuándo volverá a estar como antes?
– Su abuela nunca volverá a estar como antes.
Annika parpadeó y sintió que se le abría un abismo bajo los pies, que el pánico se apoderaba de ella.
– ¿Qué voy a hacer ahora? Ella fue siempre mi apoyo. -Su voz sonaba aguda, desesperada.
– Ahora usted tendrá que ser el apoyo de ella.
La fisioterapeuta le dio unas palmaditas en la mano. Annika no se enteró de cuándo se fue.
– Abuela -susurró, acariciándole la mano.
Pero la anciana dormía. Los sonidos del día se introducían por el hueco de la puerta y se extendían por la atestada y pequeña habitación. A pesar de que Annika se había despertado muchas veces y había dormido poco, estaba dispuesta, inquieta hasta el punto de sentirse hiperactiva.
Tenía que encontrar un lugar donde la abuela pudiera llevar adelante la rehabilitación de la mejor manera posible. Lövåsen no era el lugar adecuado, de eso estaba completamente convencida. Crispada, se levantó y comenzó a dar vueltas por la habitación. Le dolían las piernas, el dedo le daba punzadas.