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Tenía que haber otras alternativas, residencias privadas para ancianos, pisos atendidos, cuidados a domicilio.

Annika no vio que se abría la puerta, sólo notó una corriente en los talones.

Era otra vez la doctora, seguida por la madre de Annika, enfundada en su abrigo de piel.

– Vamos a hablar sobre el futuro de Sofia -dijo la especialista, y Annika cogió sus cosas y las siguió.

– Yo no puedo cuidar de ella en casa -dijo la madre en cuanto llegaron al consultorio-. Tengo un empleo.

– Barbro, podrías conseguir una prestación para cuidar a tu madre -informó la doctora.

La madre de Annika no paraba de moverse.

– No estoy dispuesta a abandonar mi trayectoria profesional.

Algo se le quebró a Annika por dentro. La falta de sueño, la absoluta carencia de afecto por parte de su madre y el hecho de que nada tuviera ya sentido hicieron que le estallara el cerebro. Se levantó y empezó a gritar:

– ¡No eres más que una cajera suplente en el Co-op! ¿Qué te impide cuidar de la abuela?

– Siéntese -ordenó la doctora.

– ¡Y una mierda! -gritó Annika, aún de pie, con voz trémula, temblándole las piernas-. ¡A ninguna de las dos os importa la abuela! Lo único que pretendéis es encerrarla en esa patética residencia de Lövåsen y tirar la llave. ¡Yo sé cómo es ese lugar! He estado allí y he escrito sobre él. Falta de atención, de personal, errores en la medicación…

La doctora se levantó y se acercó a Annika.

– O se sienta -dijo con calma- o se marcha.

Annika se pasó la mano por la frente; se sentía débil y volvió a sentarse. Barbro toqueteaba el abrigo de piel, buscando comprensión en los ojos de la doctora. Para que vea lo que tengo que aguantar.

– Lövåsen habría sido una buena alternativa…

– ¡Una buena mierda!

– Eso, si hubiera alguna plaza. Pero no la hay. La lista de espera es muy larga. Dentro de muy poco Sofia completará su tratamiento médico, pero necesita un control constante durante todo el día y rehabilitación intensiva. Por eso debemos encontrar rápidamente otras soluciones. Por eso me dirijo a usted. ¿Se les ocurre alguna otra cosa?

La madre de Annika se mordió los labios con un gesto inseguro.

– Bueno -dijo-, no tengo ni idea, una siempre espera que la sociedad se haga cargo de situaciones como ésta. Después de todo, para algo pagamos impuestos.

Annika bajó la vista y se miró las manos; estaba encendida.

– ¿Hay algún otro lugar disponible en alguna otra parte? -preguntó.

– Posiblemente en Bettna -respondió la doctora.

– Pero eso está a muchos kilómetros de Hälleforsnäs, por el amor de Dios. Prácticamente, a 200 kilómetros de Estocolmo -dijo Annika, levantando la vista-. ¿Cómo vamos a poder visitarla?

– No digo que sea lo ideal…

– ¿Y en Estocolmo? -preguntó Annika-. ¿Podríamos encontrar algún lugar en Estocolmo? Así podría visitarla todos los días.

Annika había vuelto a ponerse de pie, y la doctora le hizo un gesto con la mano para que se sentara de nuevo.

– En todo caso, será en última instancia. Antes debemos intentar encontrarle una solución en nuestra propia comunidad.

La madre no decía nada, se limitaba a toquetear nerviosamente los corchetes del abrigo. Annika se derrumbó en la silla, con la mirada fija en el suelo. La doctora las contempló durante un instante en silencio, madre e hija, la mujer joven en estado de shock; la mayor, confundida y preocupada.

– Es una experiencia terrible -dijo la doctora, y se volvió hacia Annika-. Es muy probable que este trauma repercuta en usted. Puede que empiece a tener escalofríos, ganas de llorar y episodios de depresión.

Annika la miró.

– Estupendo -replicó-. ¿Y qué puedo hacer al respecto?

La doctora lanzó un breve suspiro.

– Beber -dijo, y se puso de pie.

Annika se la quedó mirando.

– ¿Lo dice en serio?

La doctora sonrió y alargó una mano.

– Bueno, se trata de una terapia efectiva y comprobada en estos casos. Seguro que tendremos ocasión de volver a vernos. Si quieren, pueden quedarse un rato aquí. Yo tengo que hacer visitas.

Dejó a las mujeres en la pequeña habitación y cerró la puerta al salir. El silencio adquirió proporciones descomunales. La madre de Annika se aclaró la garganta.

– ¿Has hablado con la fisioterapeuta? -preguntó cautelosamente.

– Por supuesto -dijo Annika-. He estado aquí toda la noche.

Barbro se puso de pie y se dirigió hasta donde se encontraba Annika, y le acarició el cabello.

– No discutamos más -susurró su madre-. Tenemos que permanecer unidas ahora que mamá está enferma.

Annika suspiró, vaciló y luego rodeó con los brazos la amplia cintura de su madre y apoyó un lateral de la cabeza contra su estómago. Percibió el ruido de sus tripas.

– No, claro que no deberíamos seguir discutiendo -susurró a su vez.

– Ve a casa y descansa un poco -dijo Barbro, y buscó nerviosamente las llaves en el bolsillo de su abrigo de piel-. Yo me quedo con Sofia.

Annika se soltó.

– Gracias -le dijo-, pero prefiero volver a Estocolmo y dormir allí. Puedo volver enseguida. El X2000 sólo tarda cincuenta y ocho minutos.

Recogió sus cosas y dio un abrazo a su madre.

– Ya verás como todo se arregla -dijo Barbro.

Annika salió al pasillo del hospital, tan largo y frío.

Como había pronosticado la doctora, empezó a tener escalofríos cuando estaba en el tren. Había comprado los periódicos -los tenía extendidos en la mesa delante de ella-, pero no le apetecía leerlos.

Beber, pensó. Menudo consejo.

No tenía intención de beber. Ya lo había hecho su padre por toda la familia para el resto de su vida. Él le dio a la bebida hasta que murió borracho como una cuba en una cuneta junto a la carretera que llevaba a Granhed.

Se acurrucó en el asiento. Se tapó con la chaqueta, en vano. El frío le venía de dentro, del corazón.

La gente a la que quiero muere, pensó en un arrebato de autocompasión. Papá, Sven y quizá pronto la abuela.

No, pensó después. La abuela no. Ella se pondrá bien. Le buscaremos un lugar donde se recuperará completamente.

Hojeó los periódicos, pero seguía sin fuerzas para leer. Así que echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y trató de relajarse. Pero no podía, le temblaba todo el cuerpo.

Volvió a inclinarse y suspiró. Abrió el periódico y buscó directamente en las páginas 6 y 7 donde estaban las noticias principales. El hombre de la foto, un poco desenfocada, ampliada al máximo, la miraba desde el papel. Al cabo de un segundo, ella lo reconoció. ¿Dónde está Aida? Aida Begovic. Sé muy bien que ella está aquí.

El titular era tan grande y oscuro como el hombre que se presentó en la puerta de la habitación del hotel la otra noche.

El cabecilla de la mafia de los cigarrillos, decía, y en el pie de foto se leía:

Se llama Ratko y llegó a Suecia en los años setenta. Ha estado condenado por robo a un banco y secuestro. En la actualidad se le acusa por haber cometido crímenes de guerra en la antigua República Yugoslava. La policía sueca sospecha que es el cerebro de las mafias del contrabando de cigarrillos que operan en Suecia.

Cerró el periódico; le castañeteaban los dientes, le dolía el dedo con los tres puntos de sutura. Tenía náuseas otra vez.

Anders Schyman arrojó el periódico en la mesa ante Ingvar Johansson.

– Aclárame esto -dijo.

El hombre borroso miraba sin ver a ambos hombres desde la página del periódico. El redactor de noticias apartó la mirada de la pantalla de su ordenador.

– ¿A qué te refieres?

– Ven a mi oficina. Ahora mismo.

Sjölander ya esperaba allí, dando vueltas en el lugar polvoriento donde antes estaba el sofá. Schyman se sentó pesadamente en su silla, que crujió bajo su peso. Ingvar Johansson cerró la puerta.