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– ¿Quién tomó la decisión de publicar el nombre y la foto de Ratko? -preguntó el jefe de redacción.

Los dos hombres que estaban de pie intercambiaron una mirada.

– Yo me voy a casa cuando termina mi turno y no sabría… -empezó a decir Johansson, pero Schyman lo interrumpió.

– ¡Gilipolleces! -soltó-. Reconozco un estilo en cuanto lo veo. Además, he hablado con Jansson y Torstensson. El redactor en jefe no fue informado sobre la decisión de publicar esto. Jansson estaba realmente sorprendido y dijo que todo el asunto parecía ser una colaboración del equipo diurno. Sentaos.

Sjölander e Ingvar Johansson se sentaron a la vez sobre sus respectivas sillas. Nadie dijo nada.

– Esto es del todo inaceptable -dijo Schyman en voz baja cuando la presión del silencio se hizo insoportable-. El hecho de publicar los nombres de criminales que no han sido condenados tiene implicaciones legales. Es una decisión que sólo puede tomar el director del periódico, algo que a ninguno de los dos debería sorprender, por el amor de Dios.

Sjölander miraba al suelo. Ingvar Johansson no dejaba de moverse.

– Ya hemos publicado antes su nombre. Que el tipo sea un gánster no es ninguna novedad.

Schyman dio un profundo suspiro.

– No hemos publicado aquí que se trate de un simple gánster. Le hemos relacionado con el doble crimen del Frihamnen, señalándolo indirectamente como el asesino. Ya he hablado con el departamento jurídico: si Ratko nos demanda, nos hundimos, por no hablar de lo que el Comité de Ética Periodística dirá.

– No nos demandará -dijo Johansson con total seguridad-. Se lo tomará como publicidad de sus servicios. Además, le hemos buscado para sacarle algún comentario. Carl Wennergren se pasó la noche hablando con gente por los bares de yugoslavos…

Anders Schyman golpeó con la palma de la mano sobre el escritorio, y los dos hombres del otro lado dieron un respingo.

– Estoy seguro -gritó-. Pero no es de eso de lo que estoy hablando. Hablo del menosprecio de la ética periodística. ¡Vosotros dos no tenéis autoridad para tomar este tipo de decisiones! Esa autoridad sólo la tiene el director. Por el amor de Dios, ¿es tan difícil de entender?

Sjölander enrojeció y Johansson se puso pálido.

Anders Schyman vio sus reacciones y supo que finalmente había logrado su atención. Reprimió su propia agitación y se concentró en volver a su tono normal de voz.

– Supongo que tenéis más información de la que ha salido en el periódico. ¿Qué sabemos?

Eso desencadenó el debate que debería haber tenido lugar veinticuatro horas antes.

– La policía ha encontrado los cartuchos y una bala -dijo Sjölander-. La munición no es habitual. Se trata de un calibre 30.06 y de una marca estadounidense, Trophy Bond. Los cartuchos son niquelados y brillantes, parecen setas. Prácticamente todas las demás clases de cartuchos son de bronce.

Schyman anotaba; Sjölander se relajó un poco.

– La bala se encontró alojada en el asfalto, entre los silos -continuó-. No se puede determinar dónde se hallaba el tirador, dado que la bala impactó en distintos sitios de la cabeza del chaval y cambió de dirección varias veces. Los cartuchos fueron hallados detrás de un almacén vacío.

– ¿Y el arma? -preguntó Schyman.

Sjölander suspiró.

– Puede que la policía tenga más detalles, pero a mí no me han dicho nada -explicó-. Pero han llegado a unas cuantas conclusiones. Por ejemplo, el asesino eligió el arma cuidadosamente. Esos rifles son extremadamente letales, de los que se utilizan en la caza mayor.

– Quizá eso no sea tan extraño, después de todo -dijo Schyman-. Si realmente quieres matar a alguien, lo mejor es hacerlo a conciencia.

Ahora era Sjölander el que parecía alterado. Se inclinó sobre el escritorio.

– Precisamente eso es lo que resulta raro -dijo-. ¿Por qué disparó a las víctimas en la cabeza? En cualquier sitio del pecho o la espalda habría matado igualmente en cuestión de segundos debido al shock sistémico. Hay algo realmente turbio en este asesino. Buscaba algo más que un asesinato eficaz; le motiva un enorme ego que necesita exhibirse: odio, venganza. ¿Por qué elegir un disparo maestro cuando cualquier disparo mataría?

– ¿Y por qué eso no ha salido publicado en el periódico de hoy? -preguntó Schyman.

Sjölander se echó hacia atrás.

– Porque afectaría a la investigación -dijo.

– Señalar a Ratko como autor de un doble asesinato, ¿qué efecto puede tener en la investigación? -preguntó el redactor jefe.

Se hizo el silencio nuevamente.

– Tenemos que hablar de estas cosas -dijo Schyman-. Es sumamente importante para la estabilidad del periódico de aquí en adelante. ¿Quién proporcionó el soplo sobre Ratko?

Ingvar Johansson carraspeó.

– Tenemos acceso a una fuente policial a quien pareció conveniente que publicáramos la foto de ese tipo. La policía está convencida de que tiene algo que ver con todo esto y quería ponerle al descubierto.

– ¿Y complacisteis a la policía? -dijo Schyman con voz tensa-. ¿Habéis puesto en peligro la credibilidad del periódico, asumido una autoridad que pertenece exclusivamente al director y hecho de recaderos de la policía? ¡Largaos de aquí inmediatamente!

Dio la espalda a los hombres que tenía delante y abrió los boletines de noticias. Por el rabillo del ojo vio cómo rápidamente y en silencio éstos salían de su despacho y se dirigían a la sala de redacción.

Se relajó, no del todo seguro de cómo se había desarrollado la discusión. Una cosa era cierta: ya iba siendo hora de imponerse.

El espectáculo que había dado durante la reunión del consejo se le había enquistado en el pecho a Thomas Samuelsson como un ladrillo justo debajo del esternón durante toda la noche, y la sensación no desaparecía. Thomas se alisó la parte delantera de la chaqueta, vaciló un momento y a continuación llamó a la puerta del despacho de la supervisora del centro. Se encontraba allí.

– Iré directo al grano -dijo él-. Mi comportamiento de ayer no tiene excusa, pero aun así me gustaría darle una explicación.

– Siéntate -dijo la supervisora.

Se derrumbó en la silla y tomó aire varias veces.

– No me encuentro bien -explicó-. Los últimos tiempos han sido muy difíciles para mí.

La supervisora observó en silencio al joven. Como no seguía hablando, ella le preguntó:

– ¿Tiene algo que ver con Eleonor?

La supervisora formaba parte de su círculo social, aunque no era íntima amiga. Había cenado en casa de la pareja varias veces.

– No, en absoluto -respondió Thomas con rapidez-. Soy yo. Yo… siempre estoy cuestionándolo todo. ¿Es todo así? ¿No mejorarán las cosas?

La mujer del otro lado del escritorio sonrió melancólicamente.

– La crisis de los cuarenta -afirmó ella-. Pero ¿no te estás adelantando? ¿Cuántos años tienes?

– Treinta y tres.

Ella suspiró.

– Tu arrebato de ayer no tiene excusa, pero sugiero que lo olvidemos. Confío en que no vuelva a suceder.

Thomas negó con la cabeza, se levantó y salió. Cuando estaba al otro lado de la puerta, se quedó pensando, y luego se dirigió a la oficina de la asistente social que había presentado la propuesta de la Fundación Paraíso.

– Estoy muy ocupada -dijo ella cortante, claramente ofendida.

Él intentó sonreír de modo encantador.

– Ya veo -dijo-. Sólo quiero disculparme por mi comportamiento de ayer. Me pasé de la raya.

La asistente social movió la cabeza y anotó algo.

– Disculpas aceptadas -dijo en tono glacial.

Él sonrió aún más.

– Me alegro. Porque tengo algunas preguntas sobre ese acuerdo. Como cuál es su número de registro comercial, por ejemplo.