Выбрать главу

– No lo tengo.

Thomas se la quedó mirando durante tanto tiempo que empezaron a arderle las mejillas. En realidad, ella no sabía absolutamente nada sobre la fundación.

– Puedo averiguarlo -dijo.

– Creo que deberías hacerlo -respondió él.

Nuevamente el silencio.

– ¿De qué va todo eso? -preguntó él finalmente.

Ella le miró con dureza.

– No puedo decírtelo, ya lo sabes.

Él suspiró.

– Vamos, estamos en el mismo barco, trabajamos con el mismo objetivo. ¿Acaso crees que voy a ir contándolo por ahí?

La mujer dudó un instante y luego apartó sus papeles:

– Es una situación de emergencia -dijo-. Hay una mujer joven, una refugiada bosnia, a la que están persiguiendo. El hombre que la acecha la ha amenazado de muerte. El caso nos llegó ayer y es urgente. Se trata de un asunto de vida o muerte.

Thomas la miró directamente a los ojos.

– ¿Y cómo sabemos que es verdad?

La asistente social tragó saliva y se le empañaron los ojos.

– Tendrías que haberla visto, tan joven, tan hermosa y tan… mutilada. Tenía cicatrices por todo el cuerpo, heridas de bala, de cuchillo, una enorme lesión en la cabeza, magulladuras en la cara… Le han volado dos dedos de los pies. El sábado pasado el hombre intentó nuevamente asesinarla, y ella logró sobrevivir tirándose al agua, a consecuencia de lo cual contrajo una neumonía. La policía no puede protegerla.

– ¿Y esa Fundación Paraíso sí puede hacerlo?

Ahora era la mujer la que se había animado, y discretamente se secó los ojos… ella también era un ser humano.

– Es una organización fantástica. Han concebido una forma de ayudar a la gente a vivir de manera clandestina, de borrarla de los registros públicos, de modo que nadie pueda dar con ella. La Fundación Paraíso se encarga de todos los contactos con el mundo exterior. Tienen personas trabajando las veinticuatro horas del día y proporcionan atención médica, psicólogos, abogados, un lugar donde vivir, ayudan a la gente a encontrar colegios, trabajos y guarderías. Créeme, invertir en ese servicio beneficiará a la comunidad.

Thomas se removió.

– Y la fundación misma, ¿dónde se encuentra? ¿En Järfälla?

La mujer se inclinó hacia delante.

– Eso es parte del acuerdo -dijo ella-. Nadie sabe dónde está Paraíso. Todos los que trabajan para la fundación han sido eliminados de los registros habituales. Los teléfonos están conectados a líneas militares de otras regiones. La protección es verdaderamente hermética. Ni yo ni la propia directora del centro hemos visto jamás nada parecido, es una organización increíble.

Thomas miraba al suelo.

– Todo este hermetismo significa también que nadie puede controlarlos, ¿verdad?

– A veces hay que confiar en la gente -dijo la funcionaria.

El apartamento estaba completamente helado. Las bolsas de papel que Annika había pegado en el lugar del cristal roto no habían logrado mantener el calor. El cansancio se le vino encima en el instante mismo en que dejó el bolso en el suelo del vestíbulo. Hizo otro tanto con el abrigo, y luego se deslizó en la cama sin hacer y se durmió con la ropa puesta.

De repente los presentadores del programa Studio 69 aparecieron ante ella. Su fría y crítica maldad siempre le revolvía el estómago.

– ¡No fue mi intención! -gritó ella.

Los hombres se acercaron.

– ¿Cómo puedes decir que fue mi culpa? -gritó ella.

Los hombres intentaron dispararle. El ruido de sus pistolas le atronó en la cabeza.

– ¡Yo no lo hice! ¡Yo sólo la encontré! Ella ya estaba en el suelo cuando yo llegué. ¡Socorro!

Despertó sobresaltada, sin aliento. Apenas había pasado una hora. Durante un rato, se concentró en respirar, en inspirar y espirar, hasta que se puso a llorar desconsolada y convulsivamente. Se quedó en la cama durante un buen rato hasta que cesaron los temblores.

¡Dios mío, abuela!, ¿qué va a pasar? ¿Quién cuidará de ti?

Annika se sentó y trató de tranquilizarse. Alguien tendría que ocuparse de todo; le tocaba a ella ayudar.

Cogió la guía telefónica, llamó a Servicios Sociales y preguntó si había plazas libres en las residencias de ancianos de Estocolmo. Le dijeron que tenía que ponerse en contacto con las autoridades locales de su zona y hacer las gestiones pertinentes con un asistente social.

Si quería, podía bajarse la información de Internet o recogerla en las oficinas de Medborgarg, en Hantverkagatan, 87. Anotó la dirección en el margen de un viejo periódico, les agradeció la ayuda y suspiró. Fue a la cocina, trató de comer un poco de yogur y puso el teletexto para ver si había sucedido algo. Pero no había pasado nada. Se dio cuenta de que olía a sudor. Metió la ropa en el cesto de la colada, llenó el fregadero con agua fría y se lavó las axilas.

¿Por qué he venido a casa? ¿Por qué no me he quedado con la abuela?

Se sentó en el sofá de la sala de estar, apoyó la cabeza entre las manos y decidió que sería sincera consigo misma.

No habría soportado quedarse en el hospital. Necesitaba volver a algo que ella había empezado a recuperar; algo que antes tuvo y había perdido. Había algo en Estocolmo, relacionado con su trabajo en Kvällspresen, con su apartamento; algo que le resultaba apasionante y vivo, no indiferente y muerto.

Se levantó bruscamente y fue a buscar su cuaderno de notas que estaba en el bolso. Marcó el número de Paraíso sin más preámbulos.

Esta vez la atendió la propia Rebecka Björkstig.

– He estado pensando en algunas cosas -dijo Annika.

– ¿Terminará pronto el artículo?

La mujer parecía un poco nerviosa.

Annika subió las piernas y apoyó la cabeza en la mano izquierda.

– Me faltan algunos detalles -dijo-. Espero que podamos terminarlo lo antes posible. Mi abuela está enferma en el hospital.

La voz de Rebecka rebosaba de compasión al contestar.

– Oh, qué pena. Naturalmente, la ayudaré en todo lo que pueda. ¿Qué desea saber?

Annika tragó saliva, se enderezó un poco y hojeó su cuaderno.

– ¿Cuántos empleados hay en Paraíso?

– Somos cinco con plena dedicación.

– ¿Médicos, abogados, asistentes sociales, psicólogos?

A Rebecka pareció hacerle gracia.

– No, de ningún modo. Ese tipo de servicios los proporciona el condado, las autoridades locales y el Colegio de Abogados.

Annika se echó el pelo hacia atrás.

– Los que trabajan todo el día ¿quiénes son?

– Empleados nuestros, por supuesto. Gente altamente cualificada.

– ¿Y cuánto ganan al mes?

Ahora Rebecka parecía un poco ofendida.

– Ganan catorce mil coronas al mes. Ellos no hacen esto para convertirse en millonarios, sino por una buena causa.

Annika hojeó el cuaderno, husmeó en sus propios apuntes.

– ¿Cuántas propiedades poseen?

Rebecka dudó.

– ¿Por qué me pregunta eso?

– Para poder hacerme una idea más exacta del alcance de sus operaciones -respondió Annika.

– Casi no tenemos propiedades, las alquilamos en caso de necesidad -respondió Rebecka tras un momento de vacilación.

– ¿Y qué me dice del dinero…? -preguntó Annika-. Cuando obtienen beneficios, ¿qué hacen con ellos?

Siguió un largo silencio, y Annika casi creyó que la mujer le había colgado.

– Cualquier beneficio que obtenemos, que nunca asciende a mucho, se invierte en la fundación y se utiliza para que nuestra organización siga creciendo. La verdad es que no son nada agradables esas insinuaciones -le dijo Rebecka Björkstig.

– Una última pregunta… -siguió Annika-. Esa lista de autoridades con quienes podría hablar, ¿me la ha enviado?

– Ésta es una línea protegida -dijo la mujer del otro extremo del teléfono en voz baja-. Puedo hablar libremente. Hemos destinado todo el dinero a la construcción de un canal para los casos realmente difíciles. Ahora tenemos la capacidad para ayudar a clientes que no pueden quedarse en Suecia. Disponemos de contactos que nos ayudan a concertar empleos gubernamentales y viviendas en otros países. También podemos disponer de médicos y psicólogos en el extranjero, podemos conseguir ofertas laborales y proporcionar enseñanza del idioma, etcétera.