El sofá había desaparecido.
– Seguí tu consejo -dijo Schyman-. A partir de ahora todos mis huéspedes tendrán que sentarse en el suelo. Por favor…
Le indicó con la mano la esquina polvorienta, donde ahora había una silla.
– Creo que todo empieza a encajar -dijo ella, tocándose la frente-. Rebecka Bjorkstig prometió enviarme por fax una lista con los últimos detalles de la información y me ha dado una explicación sobre adónde va el dinero.
Schyman la miró.
– ¿El dinero? ¿Cobran por sus servicios?
Annika hojeó la gran libreta que había sacado de su bolso.
– Las ganancias se utilizan para construir un canal destinado a la gente que no puede quedarse en Suecia -recitó mecánicamente de sus notas-. Paraíso dispone de contactos que le permiten concertar trabajos estatales y viviendas en otros países. Hasta el momento, lo han conseguido con dos familias. No hubo necesidad de que cambiaran de identidad. Ni Paraíso ni ninguna otra organización puede cambiar el número de identificación personal de nadie, ésa es una atribución que sólo tiene el gobierno. Pero a ningún cliente de Paraíso le ha hecho falta.
Miró al redactor jefe e intentó sonreír.
– Buen material, ¿verdad?
Anders Schyman la miró detenidamente.
– Eso no cuela -dijo él.
Ella dirigió la mirada al escritorio y no dijo nada.
– ¿Conseguir trabajos gubernamentales en otros países? -dijo-. Eso me suena a patraña. ¿Tienen alguna prueba?
Annika hojeó su cuaderno sin mirarlo.
– Dos casos -dijo ella-, dos familias enteras.
– ¿Has hablado con ellos?
Tragó saliva, cruzó las piernas; notaba que estaba a la defensiva.
– Rebecka sabe de lo que habla.
El redactor jefe daba golpes en el escritorio con un bolígrafo mientras reflexionaba.
– ¿En serio? El gobierno no emite los nuevos números de identificación personal. Eso lo hace el Servicio de Rentas Internas a petición de la Policía Nacional Sueca.
Los ruidos de fondo se desvanecieron, y Annika notó que palidecía.
– ¿Es cierto eso?
Él asintió y Annika enderezó su espalda mientras hojeaba frenéticamente su cuaderno.
– Pero ella dijo el gobierno, estoy segura de eso.
– Confío en ti -dijo Schyman- pero no en la mujer de Paraíso.
Annika se hundió más en la silla y dejó el cuaderno a un lado.
– De modo que todo este trabajo ha sido en vano.
– Al contrario -le respondió Schyman-. Ahora es cuando empieza el trabajo. Si es cierto que esta organización y su actividad realmente existen, estamos ante algo grande, más allá de que la mujer mienta o no. Dime, ¿qué te ha dicho ella?
Le dio una versión resumida acerca de cómo funcionaba Paraíso, de qué manera llevaban adelante la desaparición de las víctimas, las extrañas amenazas sufridas por Rebecka en el pasado por parte de la mafia serbia y, finalmente, sus propias conclusiones respecto de adónde iba el dinero.
Schyman caminaba de un lado a otro, asintiendo con la cabeza, hasta que volvió a sentarse.
– Estás en el buen camino, pero tenemos que conseguir esa lista. Si todo esto es una estafa, necesitaremos la ayuda de alguna autoridad para poder obtener la mayor cantidad de datos posible sobre la fundación.
– Otra alternativa -dijo Annika- es que podamos dar con alguna de las mujeres que han estado dentro de la organización. O con alguien que trabaje allí.
– Si es que existen esas mujeres. O algún empleado -dijo Schyman.
La lista aún no había llegado. Al fax no le ocurría nada. Ya habían pasado más de dos horas desde que Annika había hablado con Rebecka.
Annika se sentó a la mesa de Berit Hamrin y marcó el número, el número protegido, secreto. La señal resonó en el vacío y volvió a llamar. No obtuvo respuesta, ni siquiera del contestador automático, ni ninguna otra derivación de la llamada.
– ¿Puedes avisarme en cuanto aparezca el listado? -le gritó a Eva-Britt Qvist.
La mujer estaba al teléfono y fingió no oír.
Annika se dirigió al ordenador central y se conectó a los servidores de PubReg, el registro estatal donde figuraban los datos de todos aquellos que tienen un número de identidad sueco. Presionó F8 para buscar un nombre. Escribió: Björkstig Rebecka. El ordenador se tomó su tiempo y finalmente otorgó su respuesta.
Un resultado.
… identidad protegida.
Annika miró fijamente la pantalla. ¿Qué demonios?
Tecleó entonces su propio nombre, Bengtzon Annika Estocolmo, con el dedo vendado por el nudillo; bingo, ahí estaba ella. Su número de identificación personal, dirección, último cambio de domicilio registrado dos años atrás. Cambió de comando el F7 para ver los datos históricos, y encontró su antigua dirección de Tattarbacken, en Hällenforsnäs. No, no se trataba de ningún error técnico.
Volvió a intentarlo y tecleó Björkstig Rebecka, mujer. Una vez más, obtuvo el mismo resultado.
… identidad protegida.
Realmente había logrado borrarse a sí misma.
Annika se quedó observando la pantalla durante un buen rato. Una de sus tareas durante la noche era encontrar fotografías de la gente, por lo general tomadas del pasaporte. Para conseguirlas necesitaba el número de identificación personal de cada individuo, y para hacerse con ese número buscaba en el PubReg a la persona en cuestión. Lo había logrado en más de un millar de ocasiones durante los años que llevaba en su trabajo nocturno, y nunca antes el ordenador le había devuelto esa respuesta. Sacó una impresión y dudó, pero luego tecleó Aida Begovic. Obtuvo ocho resultados. Una de las mujeres vivía en Fredriksbergsvägen, en Vaxholm. Seguramente, debía de tratarse de su Aida. Extrajo una impresión más y volvió al escritorio de Berit.
– ¿Ningún listado?
Eva-Britt Qvist negó con la cabeza. Volvió a llamar a Paraíso. Nadie respondió. Colgó el auricular con fuerza. Maldita sea.
¿Qué iba a hacer ahora? Le dolía el dedo. ¿Volver al hospital? ¿Encontrar un geriátrico en Estocolmo? ¿Ir a casa a limpiar?
Revolvió entre sus papeles y encontró la carpeta con el listado de fundaciones registrada en el Servicio de Rentas Internas que extrajo del archivo.
Desde el 1 de enero de 1996 existía una ley que regulaba la actividad de las fundaciones. Esta ley estipulaba de qué forma debían constituirse y dejaba muy claro cómo debían gestionarse, de qué manera tenían que presentar su contabilidad, auditoría, supervisión, registros, etcétera.
Annika leyó por encima el texto. Había, sin duda, distintos tipos de fundaciones, que tenían obligaciones tributarias muy diferentes, y eso se notaba en las diferentes cantidades que se veían obligadas a pagar. Aquellas que estaban «calificadas por sus objetivos de servicio público» tenían menos contribuciones, según pudo leer.
Unos peculiares estatutos no eran suficientes para estar exentos de impuestos: también debían cumplir con sus pagos.
Annika dejó la carpeta. ¿De qué se trataba todo esto? Era pura basura.
¿Para qué molestarse? No significaba nada.
Claro que significa algo, pensó de pronto, significa que Paraíso también tendría que haber elaborado alguna forma de estatuto. Tendría que presentar su contabilidad a un administrador público. Estaría sujeta a impuestos. No podría borrarse de la faz de la Tierra.
Cogió los papeles que le había dado Rebecka y vio la dirección postal en el ángulo superior. Telefoneó a la oficina de correos de Järfälla y preguntó que quién alquilaba aquel apartado.
– Esa información no se la puedo suministrar -respondió una agobiada cajera.
– Pero debe de existir una dirección asociada a cada apartado de correos, ¿o no? -dijo Annika-. Quiero saber quién alquila el número 259.