– Es información confidencial -contestó la empleada-. Sólo se la puedo confiar a las autoridades pertinentes.
Annika se quedó pensando unos segundos.
– Yo podría ser de esas autoridades -dijo-. ¿Cómo iba a saberlo?… No me he presentado y usted no me ha preguntado quién soy.
Hubo un momento de silencio al otro lado de la línea.
– Tengo que consultarlo con Disa -dijo la funcionaria.
– ¿Con quién? -preguntó Annika.
– El sistema Disa. Nos conectamos a una base de datos que nos dice cuáles son los límites de nuestra competencia. Un momento, por favor…
El momento se convirtió en una eternidad, al menos fueron varios minutos.
La funcionaria, al volver a tomar el auricular, tenía un tono de voz aún más frío que antes.
– Desde que el servicio postal estatal se ha corporativizado, todos los acuerdos entre nosotros y nuestros clientes son secretos. Si la policía sospecha de un crimen que esté penado con más de dos años de cárcel, podemos suministrar la información. De lo contrario, es imposible.
Annika le dio las gracias y colgó de golpe el auricular. Dio una vuelta por la redacción con gesto preocupado, mientras la gente hablaba, reía, gritaba, los teléfonos sonaban y las pantallas de los ordenadores parpadeaban.
Una autoridad, tenía que encontrar a alguien que trabajara para las autoridades, alguien que manejara las cuerdas. Dado que no conocía a nadie en concreto, tenía que sacarla de algún sitio. Volvió a su mesa, abrió la guía telefónica y llamó a las oficinas del ayuntamiento de Estocolmo.
– ¿Con qué distrito desea conectarse?
Eligió el suyo propio, Kungsholmen, y se mantuvo a la espera. Doce minutos más tarde, al cabo de un rotundo silencio del otro lado, colgó.
¿Y Järfälla?
Atención telefónica a particulares y familias entre 8.30 y 9.30 de la mañana, así como de 5.00 a 5.30 de la tarde los jueves.
Annika gruñó. Era inútil seguir haciendo llamadas al azar. Incluso aunque, por casualidad, lograse encontrar a alguien que no supiera que no debía hablar. En todos estos casos era evidente que estaban protegidos por la confidencialidad. Tenía que encontrar una abertura, algún resquicio en que las autoridades locales estuvieran implicadas.
Se sirvió una taza de café, soplando el líquido de camino a su mesa. Pasó delante de un grupo de mujeres vaya usted a saber de qué departamento sin saludar, con la mirada fija en el suelo. Pudo sentir cómo las voces se acallaban a su paso, las conversaciones se detenían: ahora hablarían de ella.
Estoy imaginando cosas, pensó Annika, no muy convencida.
Apoyó el vaso de plástico en el escritorio de Berit, salpicando un poco de café, y trató de concentrarse en el trabajo. No tiene sentido acudir a los asistentes sociales, pensó. Les entra el pánico antes de que te dé tiempo a hacerles ninguna pregunta y nunca te dan respuestas, aunque la información no esté clasificada.
¿Dónde estará disponible esa información?
De pronto cayó en la cuenta, y terminó por quemarse la lengua con el café.
¡Las facturas! Claro…
En las facturas emitidas por Paraíso tenía que haber muchísima información: su número de identificación fiscal y su dirección, un número de cuenta bancaria o número de giro postal. Cualquiera que estuviera a cargo de las finanzas de las autoridades locales podría suministrar información sobre impuestos, estatutos y auditorias.
Hojeó los diferentes distritos en las páginas verdes de la guía telefónica. ¿Cuál elegiría?
Dejó a un lado la guía y colocó en su lugar los datos obtenidos hasta el momento. No había podido dar con el municipio de Rebecka, pero sí con aquel donde Aida estaba inscrita: Vaxholm.
Vaxholm.
Annika nunca había estado allí, sólo sabía que se encontraba en la costa, hacia el norte.
Hay una buena tirada, pensó Annika. Y no es del todo evidente que Aida se haya puesto en contacto con Paraíso. Ni siquiera es seguro que las autoridades de ese distrito tengan algo que ver. Quizá no ha pasado el tiempo suficiente.
Por otra parte, existía una posibilidad. Marcó un número y, nuevamente, una espera eterna. Los pensamientos se le amontonaban; tenía que llamar para preguntar cómo continuaba su abuela. Cuando por fin la telefonista contestó, había olvidado la razón de su llamada. Preguntó por alguna persona del departamento de contabilidad de los Servicios Sociales. La línea estaba ocupada y tenía otra llamada en espera: ¿podía volver a intentarlo un poco más tarde?
Colgó. Cogió el abrigo, guardó la libreta en el bolso y se dirigió a donde se encontraban los encargados de los coches del periódico.
– ¿Ningún listado?
Ninguna respuesta por parte de Eva-Britt Qvist.
La E18 a Roslagen era famosa por sus atascos al atardecer. En Bergshamra estuvo parada durante casi quince minutos, luego siguió rodando.
Le encantaba conducir. Excedía el límite de velocidad, adelantaba a un vehículo tras otro, pero el coche del Kvällspressen se agarraba bien. Llegó al centro de Vaxholm antes de lo que esperaba. En una calle adoquinada, flanqueada por bonitos edificios de época, ondeaban alegres banderitas. Un banco, una floristería, un supermercado. Annika se dio cuenta de que no tenía plano de la ciudad.
Las autoridades locales, pensó. El ayuntamiento, la Plaza Mayor. No puede ser tan difícil de encontrar.
Annika siguió conduciendo por la misma calle hasta llegar al muelle, luego giró a la derecha en una pequeña rotonda y desembocó en un embarcadero. Una larga cola de coches aguardaba para coger el ferry amarillento que se dirigía a Rimdö.
Dobló hacia la izquierda, por la calle Östra Ekkuddsgatan. Contempló la hilera de espléndidas casas, pertenecientes a ricos empresarios, que se extendían como un collar de perlas junto al lago.
La flor y nata de la ciudad, pensó. La gente guapa.
El coche se deslizó lentamente por una empinada cuesta de asfalto arenoso, a cuyos lados se dejaban ver vallas y verjas en torno a cada casa.
– ¡Vaya! -dijo en voz alta, y descubrió que había vuelto al sitio de partida. Condujo nuevamente por la animada calle de las banderitas, pero esta vez giró a la izquierda en lugar de a la derecha. Fue a dar a una comisaría de Policía que se encontraba junto a una pequeña plaza. Enfrente se podía distinguir un gran edificio naranja coronado con la tradicional cúpula de estilo ruso. Los pórticos estaban pintados con una técnica que simulaba el mármol, al igual que los postes de luz que los rodeaban. En un pequeño buzón leyó:
Ciudad de Vaxholm. Ayuntamiento.
El tiempo no mejoraba. La grisura se le había metido a Thomas en el cerebro. Tenía ganas de llorar. La estrecha calle que se abría delante de su ventana parecía una zanja cubierta de lodo. Las montañas de papeles e informes laborales amenazaban con ahogarle, en tanto que el maldito teléfono no dejaba de sonar. Miró al ruidoso aparato.
No me molestaré en contestar, pensó. Seguro que es otra guardería que cree que queda dinero del presupuesto de este año.
Cogió el auricular con un sobresalto.
– Hola, llamo desde recepción. Hay aquí una periodista que quiere hablar con alguien responsable de la administración de los Servicios Sociales, y pensé que usted quizá…
Oh, Dios, ¿es que nunca va a acabar todo esto?
– Yo no soy un político. Envíala a algún concejal.
La recepcionista dejó a Thomas a la espera, y al retornar su voz era más cortante.
– Dice que no quiere hablar con políticos, que ella sólo quiere de… Perdone, ¿qué me ha dicho que quería preguntar?
Thomas apoyó la frente en la palma de la mano y gruñó. ¡Dios, dame fuerzas!