El tráfico hacia Estocolmo era significativamente menos denso que el que salía de la ciudad. Annika observaba por el parabrisas cómo la tristeza de los suburbios suecos rodeaba el coche. En cuanto salió de Vaxholm, desapareció lo pintoresco para dar paso a los altos bloques de pisos. Esto podría ser cualquier parte, como Flen, pensó. Un cartel a la izquierda indicaba Fredriksberg, el lugar donde Aida decía haber vivido. Disminuyó un poco la marcha y pensó en dirigirse hasta allí para echar un vistazo al lugar, pero luego desechó la idea.
Desde la radio del auto, se advertía sobre el peligro de carreteras resbaladizas debido a la caída de aguanieve.
Bueno, al menos estoy viva, pensó. Y seguiré aquí un tiempo.
Annika trató de mirar al cielo, pero las nubes formaban una densa cortina. No se veía una sola estrella. Nadie podría verla desde el espacio.
Condujo lentamente el camino de vuelta; dejaba que otros coches la adelantaran en lugar de hacerlo ella. El estómago se le había calmado un poco, pero la preocupación por su abuela seguía ahí, como una losa.
El paisaje hacia Estocolmo era de lo más anodino. La carretera 274 podría haber sido tranquilamente la que unía Hällensfors con Katrineholm. Encendió la radio y dio con una emisora que transmitía una maratón con temas de Boney M.: Brown girl in the ring, shalalala. Ma Baker, she taught her tour sons, mamamama, Ma Baker, to handle their guns. Run run Rasputin, lover of the Russian queen.
Empezó a lloviznar un poco al llegar a Arninge, de modo que volvió a la E18, pero no terminaba de llover en serio. Oyó música disco alemana todo el camino hasta el edificio del periódico, en Marieberg.
La portería estaba vacía, así que dejó las llaves del coche en el mostrador. Luego volvió a casa por Hantverkagatan, atravesó el parque Rålambshov y siguió a lo largo de Norr Mälarstrand. Hacía un frío húmedo, la oscuridad se interrumpía a intervalos con la luz de los faroles y el neón, pero aun así se mantenía compacta y pesada. Volvió a pensar en su abuela: ¿qué deberían hacer?
Sintió cómo le aumentaban los pinchazos en la boca del estómago y el miedo se apoderaba de ella.
Para cuando llegó a casa estaba helada hasta los huesos y le castañeteaban los dientes. El teléfono sonó, y ella corrió a cogerlo con los zapatos llenos de barro.
¡La abuela! ¡Oh, Dios, algo le ha pasado a la abuela!
Sintió vergüenza por su engañosa calma de un momento antes, culpable por no haber estado donde debía.
– Voy al restaurante Thai a encargar un pollo con anacardos. ¿Te apetece un poco? -preguntó Anne.
Annika se dejó caer en el suelo.
– Sí, gracias -dijo.
Anne Snapphane apareció media hora después con dos envases de aluminio dentro de una bolsa.
– Mierda, sí que hace frío -dijo mientras se sacudía los pies-. Este aire húmedo es criminal para los pulmones. Noto cómo me ronda una bronquitis.
Anne tenía una clara tendencia a la hipocondría.
– Ponte unos calcetines gordos de lana. Mantén los pies calientes y no te pasará nada, al menos eso es lo que me decía mi abuela -dijo Annika, y se echó a llorar.
– A ver, cielo… ¿Qué ocurre?
Anne fue a sentarse junto a Annika en el sofá y esperó a que ésta se tranquilizase. Annika lloraba, sentía que la piedra que le calentaba el estómago se suavizaba, comenzaba a aflojarse lentamente.
– Es la abuela -dijo al fin-. Tuvo un derrame cerebral y está internada en el hospital de Kullbergska, en Katrineholm. No volverá a estar bien…
– ¡Qué pena! -dijo Anne comprensiva-. ¿Y qué va a ocurrir con ella ahora?
Annika se sonó la nariz en una servilleta, se limpió la cara y resopló.
– No se sabe. No encaja en ninguna parte y nadie tiene tiempo para ocuparse de ella; además, necesita mucha ayuda y rehabilitación. Supongo que tendría que dejar de trabajar y traérmela aquí conmigo.
Anne ladeó la cabeza.
– ¿Tres tramos de escalera, sin baño ni agua caliente?
Annika verbalizó las ideas a las que llevaba dando vueltas todo el día.
– Tendré que trasladarme a Katrineholm. No es el fin del mundo. Si lo piensas, ¿qué es lo que hago en realidad? Me paso la vida sentada escribiendo los textos de otros periodistas para un diario de mierda con mala reputación. ¿Es eso más importante que cuidar de la única persona a la que se quiere?
Anne no respondió, permitiéndole a Annika que acabara de sonarse la nariz. Fue hasta la cocina y trajo vasos y cubiertos. Annika puso la televisión y vieron las noticias Rapport, y mientras se comieron el pollo al wok directamente del envase. La Bolsa había subido. Más disturbios en Mitrovica. La socialdemocracia ante el congreso.
– ¿Dices en serio lo de abandonar el trabajo? -preguntó Anne Snapphane, echándose hacia atrás en el respaldo para tener más libertad de movimiento.
Annika se llevó una mano a la frente y dejó escapar un profundo suspiro.
– En última instancia. No quiero estar sin trabajar, pero ¿qué puedo hacer si no encuentro ninguna otra solución?
– Competir por ganar la Medalla de Oro de los Mártires no hará feliz a nadie -dijo Anne-. También eres responsable de tu propia vida, no puedes estar siempre pendiente de la vida de otros. ¿Quieres un poco de vino?
– De hecho el médico me ha recomendado que beba alcohol -respondió Annika-. Blanco, por favor.
– Por supuesto. El vino tinto me llena la cara de granos. Diablos, qué frío hace aquí dentro. ¿Tienes alguna ventana abierta?
Anne se levantó y se dirigió a la cocina.
– El viento me destrozó una ventana -gritó Annika tras ella.
Anne volvió con el vino y, envueltas cada una en una manta, bebieron Chardonnay.
– ¿Algo más?
Annika suspiró, cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás, contra el respaldo del sofá.
– Me he peleado con mi madre. Ella no me quiere. Siempre lo he sabido, pero es horriblemente triste oírlo.
Sintió un dolor que le ascendía por todo el cuerpo: la falta de cariño tenía su propia forma de dolor.
Anne Snapphane la observaba con aire escéptico.
– No conozco a nadie que se lleve bien con su madre.
Annika sacudió la cabeza, descubrió que podía sonreír y bajó la mirada a su copa.
– Realmente creo que no me quiere. Aunque, para ser del todo sincera, creo que yo tampoco la quiero a ella. ¿Debería?
Anne pensó.
– En realidad, no. Todo depende de la madre. Si se merece que la quieran, puedes quererla si te apetece, pero no es una obligación. Pero -dijo Anne con el dedo al aire en actitud de amonestación-, por el contrario, las madres tienen que querer a sus hijos. Es una obligación de la que no se puede escapar.
– Ella piensa que yo no merezco el amor de nadie -dijo Annika.
Anne se encogió de hombros.
– Se equivoca. Eso demuestra que es una tarada. Ahora quiero que me cuentes algo animado. ¿Te ha sucedido algo gracioso?
La presión que tenía en el pecho se suavizó y Annika se sintió aliviada. Sonreía.
– Tengo un asunto importante en el trabajo. Algo relacionado con una turbia fundación que borra de los registros a personas que están en peligro.
Anne Snapphane bebió un poco de vino y enarcó las cejas. Annika continuó.
– Y hoy he conocido a un funcionario… que tiene tratos con esa fundación. Si he jugado bien mis cartas, puede que saque algo de ahí.
– ¿Estaba bueno?
Anne se tomó el vino y se sirvió un poco más.
– El típico funcionario. Al principio empezó con toda una cháchara burocrática, pero intenté que se relajara un poco, hablamos de algunas generalidades, y poco a poco se fue soltando. Debía de ser la primera vez que hablaba con una periodista, y parecía muy estresado…
– Ah -dijo Anne mientras giraba su copa-. Estoy segura de que esas tetas tuyas le pusieron como una moto.