– ¿Dónde estoy?
– En un hospital, lejos de Estocolmo. Mi marido y yo te trajimos aquí.
– ¿Estoy segura aquí?
– Completamente. Los médicos que te tratan son viejos amigos míos. No estás registrada en ningún lado, y tu informe nos lo llevaremos con nosotros cuando salgamos de aquí. El que te persigue nunca podrá encontrarte.
Ella miró hacia arriba.
– De modo que… ¿lo sabe?
– Rebecka me lo ha contado todo -dijo Mia y se inclinó nuevamente sobre ella-. Aida -susurró-, no te fíes de Rebecka.
Segunda parte NOVIEMBRE
Nadie está libre de culpa
Ni siquiera yo puedo evitar las consecuencias de mis actos.
No obstante, el sentimiento de culpa no está distribuido en proporción ecuánime a las faltas. No hay justicia divina a la hora de repartir la carga. Aquel que debería sentirlo más es, muchas veces, el que mejor dotado se halla para resistir, y el que tiene más capacidad de empatía ha de soportar un peso inhumano. Yo no.
Sé lo que he hecho y me niego a asumir el papel que me han endilgado. Al contrario: trato de seguir utilizando mis dotes hasta conseguir mis objetivos. La violencia se ha convertido en una parte de mí; está destruyéndome, pero yo acepto esa destrucción.
Mi culpabilidad se encuentra más adentro, ha llenado la zona del alma que todavía domino. Nunca podré hacer enmiendas ni resignarme con mis fallos.
Nunca podré recibir la absolución. Mi traición es tan inmensa como la misma muerte.
He intentado vivir con ello. Pero no es posible porque hay una paradoja en mi conciencia.
Vivo, luego soy culpable.
Sólo hay un modo de expiar mis pecados.
Jueves, 1 de noviembre
Nevaba. Los copos se adherían a la chaqueta de Annika y le cubrían de blanco el cabello y la parte delantera del cuerpo. Una vez en el suelo, se disolvían en una papilla de sal y agua. Annika pisó en un charco y notó que el agua le entraba en los zapatos.
El Centro Cívico del distrito estaba en su misma calle, cerca de Fridhemsplan, en un edificio alto de ladrillo. La figura de Annika se reflejaba en los escaparates: parecía un muñeco de nieve. Al otro lado del cristal, una maqueta hacía saber al público que iba a construirse un hotel en el parque de Ralambhov, justo en el medio de la salida a la autopista de Essinger, y le invitaba a manifestar sus opiniones sobre el tema en cuestión. Annika llamó al timbre del Centro Cívico y la dejaron entrar. Había carteles informativos por todas partes. Cogió todos los folletos que encontró sobre residencias geriátricas y atención a los ancianos. Al salir, advirtió que había una funeraria justo al lado.
El aire que soplaba entre los copos de nieve era fresco y puro. Los sonidos se amortiguaban como envueltos en mantas. Se quedó escuchando, respirando, explorando sus emociones. Se sentía descansada, con la mente clara y en calma.
Había una salida. Las cosas podían solucionarse.
Subió lentamente las escaleras hacia su apartamento, con los ojos fijos en los peldaños; por eso no vio a la mujer que la esperaba ante la puerta.
– ¿Es usted Annika Bengtzon?
Annika dio un grito ahogado y un paso en falso, y estuvo a punto de caer por las escaleras.
– ¿Quién es usted?
La mujer le tendió la mano.
– Me llamo Maria Eriksson. Siento haberla asustado.
Annika experimentó la sensación de ver a través de un túnel y puso el cuerpo a la defensiva.
– ¿Qué quiere? ¿Cómo me ha localizado?
La mujer sonrió con cierta tristeza.
– Su nombre figura en la guía telefónica y también su dirección. Me gustaría hablar con usted.
– ¿De qué?
Impaciencia.
– Preferiría no decírselo aquí fuera.
Annika tragó saliva. No quería hablar, no precisamente en aquel momento. Le apetecía sentarse en el sofá, con una manta y una taza de té, y examinar los folletos de las residencias; buscar una solución, recuperar la serenidad. Estaba segura de que, fuese lo que fuese aquello sobre lo que la mujer quería hablar, sencillamente no sería de su incumbencia.
– No tengo tiempo -dijo Annika-. Mi abuela está enferma y necesito encontrar un sitio donde pueda restablecerse de un derrame cerebral.
– Es sumamente importante -insistió la mujer, con una expresión grave.
Y no hizo ningún ademán de alejarse de la puerta.
La irritación de Annika dio paso a la cólera y, luego, de repente, al miedo. La mujer que tenía delante no iba a moverse; imponía respeto.
Aida, pensó Annika, y se echó hacia atrás.
– ¿Quién la envía?
– Nadie -respondió Maria Eriksson-. He venido por propia iniciativa. Es en relación con la Fundación Paraíso.
La desconfianza atormentaba a Annika. Miró fijamente a la mujer, que le devolvió la mirada, impasible.
– No sé de qué habla.
En los ojos de la mujer apareció de pronto una expresión desesperada.
– No confíe en Rebecka -dijo.
¡Bingo! La curiosidad pudo con Annika inmediatamente. Ya no quería escapar. Aquello sí que era un problema suyo, un problema en el que ella había decidido involucrarse.
– Pase -dijo, a la vez que abría la puerta. Colgó la ropa húmeda en el tendedero del cuarto de baño, cerró la puerta y se quitó los pantalones y los calcetines. Cogió ropa limpia del armario, se secó el pelo con una toalla y se dirigió a la cocina, donde puso agua a hervir.
– ¿Quiere un café, Maria? ¿O un té?
– Llámeme Mia. No, gracias, nada.
La mujer se había acomodado en el sofá del salón. Annika hizo una tetera grande de té con limón y la llevó en una bandeja.
Maria Eriksson estaba tensa pero contenida.
– Conoce a Rebecka Björkstig, ¿verdad? -preguntó.
Annika asintió con la cabeza y se sirvió té.
– ¿Está segura de que no quiere un poco?
La mujer pareció no oírla.
– Rebecka ha hablado mucho de que usted iba a escribir un artículo muy largo sobre la Fundación en Kvällspressen, sobre la gran institución que es. ¿Es cierto?
Annika removió el té, incapaz de librarse de la aprensión que latía debajo de su curiosidad.
– No puedo divulgar nada de lo que pudiera salir en el periódico.
De improviso, la extraña que estaba sentada en el sofá estalló en sollozos. Sin saber muy bien qué hacer, Annika dejó la taza en el plato.
– Por favor, no escriba nada hasta que sepa usted lo que está pasando -le suplicó Maria Eriksson-. Espere hasta que conozca todos los hechos.
– Eso no hace falta decirlo -replicó Annika-, pero es extremadamente difícil llegar a los entresijos de la fundación. Todo es tan confidencial que cualquier información tiene que pasar por Rebecka.
– No se llama Rebecka.
Annika soltó la cucharilla en la taza, incapaz de articular palabra.
– Ha utilizado otro nombre hasta hace poco. Lo sé muy bien -continuó Maria Eriksson, mientras se secaba los ojos con un pañuelo de papel-. No estoy segura de cuál era el nombre, creo que Agneta no sé qué.
– ¿Y cómo sabe usted eso?
Maria se sonó la nariz.
– Rebecka asegura que me ha borrado completamente de los archivos oficiales -dijo.
Annika miró fijamente a la joven sentada en su sofá, tan real y tangible. ¡Borrada completamente!
– ¿Así que funciona?
La mujer puso el pañuelo en el bolso.
– No -contestó-. No creo que funcione en absoluto. Ése es el problema.
– Pero ¿le han borrado todos sus antecedentes?
La mujer emitió una breve carcajada.
– Ya me suprimieron de los archivos hace algunos años -dijo-. Yo llevo mucho tiempo sin figurar en ninguna parte, pero eso no tiene nada que ver con Rebecka ni con Paraíso. Yo misma pedí protección para mí y mi familia. La cuestión es que con eso no basta; por eso tuve que dirigirme a Paraíso.