Выбрать главу

– Entonces, ¿está usted dentro de la organización actualmente?

– Mi caso no se ha resuelto todavía; el distrito al que pertenezco no ha aprobado aún el contrato -respondió Maria Eriksson-, lo que significa que no estoy dentro en realidad, pero andar cerca me ha permitido conocer el tinglado mejor que si estuviera metida de verdad en él.

Annika cogió la taza, sopló sobre el líquido y trató de ordenar sus impresiones: miedo, dudas, excitación, asombro. La mujer era tan real, tan rubia y tan seria, y con una mirada se daba cuenta tan pronto de las cosas… Pero ¿estaría diciendo la verdad?

La confusión comenzó a apoderarse de Annika.

– ¿Cuánto tiempo lleva en contacto con Paraíso?

– Cinco semanas.

– ¿Y no la han admitido todavía?

Maria Eriksson suspiró.

– Es a causa de los Servicios Sociales. Están estudiando si deben pagar nuestro traslado al extranjero.

– ¿Cortesía de Paraíso?

La mujer hizo un gesto afirmativo.

– Rebecka quiere seis millones de coronas para ayudarnos a salir del país. Nuestro caso es pan comido. El Tribunal Administrativo de Apelaciones se ha pronunciado diciendo que mi familia y yo no podemos llevar una vida normal en Suecia. Le enseñaré el veredicto.

Annika se frotó la frente.

– Tengo que tomar nota de eso, ¿le parece bien?

– Sí, por supuesto.

Annika se dirigió al vestíbulo. El bolso estaba húmedo, y vació su contenido en el suelo: un paquete de pastillas de menta, marca Tenor, para el aliento, compresas, un billete de tren roto, una libreta, un bolígrafo y una gruesa cadena de oro.

La cadena de oro. Annika la cogió. Regalo de Aida. Lo había olvidado por completo.

Rápidamente lo metió todo de nuevo en el bolso, excepto la libreta y el bolígrafo.

– ¿Por qué está en peligro su vida? -preguntó al sentarse otra vez en el sofá.

Maria Eriksson le dedicó una lánguida sonrisa.

– Después de todo, me gustaría tomar un poco de té, por favor. La vieja historia de siempre: me enamoré de quien no debía. Supuse que me lo preguntaría, así que he traído los documentos.

Sacó una voluminosa carpeta.

– Esto son copias. Si quiere, puede quedarse con ellas, pero le agradecería que las guardase en un lugar seguro.

– Hábleme de ello.

– Intento de estrangulamiento -respondió Maria Eriksson, y removió el azúcar en el té-, amenazas con arma blanca, palizas, violación. Intento de secuestro de nuestra hija, daños en la vivienda, todo lo que uno pueda imaginar. Incendios provocados. Podría seguir eternamente y a nadie le importaría un comino.

Maria tomó un sorbo de té cuidadosamente. Annika notaba cómo iba invadiéndola el consabido sentimiento de rabia.

– Sé lo que es eso -dijo-. ¿Por qué no hizo nada la policía?

Maria le dirigió otra sonrisa.

– Mis padres viven en la misma ciudad. Él los mataría si yo hablase.

– ¿Y cómo sabe que no es un farol?

– Ya ha intentado atropellar a mi padre con el coche.

– Miraré los documentos después -dijo Annika, y dejó la carpeta en el suelo.

No se le ocurría nada más que decir. Iba a revisar los papeles minuciosamente, pero era de suponer que confirmarían la historia de Maria. Creía a aquella mujer. Había algo en ella que la hacía convincente. Tal vez era el miedo.

Estuvieron un rato en silencio, sólo con el leve tintineo de las tazas.

– ¿La organización existe de verdad?

Maria Eriksson asintió.

– Rebecka cobra a la gente por sus servicios, pero eso es todo. Por lo que yo sé, no borran los antecedentes de nadie. Lo único que le he visto hacer es solicitar de vez en cuando una marca de seguridad para ciertos clientes.

– ¿Qué es eso? -preguntó Annika.

Maria se echó hacia atrás.

– Hay varios tipos de protección para personas amenazadas -explicó-: lo más sencillo es una marca de seguridad bajo la cual nadie puede averiguar de fuentes oficiales tu número de identificación ni tu dirección ni tus relaciones familiares. Lo único que se obtiene son las palabras «datos protegidos».

Annika confirmó las explicaciones de Maria con un gesto de la cabeza. Eso era lo que le habían contestado cuando investigó a Rebecka.

– Es algo poco corriente, ¿no?

– Menos de diez mil personas en toda Suecia -respondió Maria Eriksson. La decisión de conceder una marca de seguridad la toma el director de la Agencia tributaria que te corresponda. Antes de emitir una marca de seguridad, debe comprobarse que existe acoso.

– ¿Tiene usted marca de seguridad?

– No, mi familia está protegida por medidas secretas, un proceso más amplio y complejo. En casos como éstos, sólo una persona, el director de la Agencia Tributaria de donde residías, tiene acceso a la información sobre tu dirección actual. De ahí que, para ser candidato a la protección con medidas secretas, haya que responder a unos criterios más rigurosos también. El acoso tiene que ser lo suficientemente grave como para justificar una orden de alejamiento.

– ¿Cuántas personas están protegidas en Suecia con medidas secretas?

– Menos de cien -contestó Maria.

Sus antecedentes habían sido eliminados verdaderamente.

– ¿Hay otros sistemas?

– Bueno, pueden cambiarte el nombre y asignarte otro número de identificación. La Jefatura de la Policía Nacional Sueca solicita los nuevos números a Hacienda.

Allí había alguien que sabía cómo funcionaban las cosas, pensaba Annika.

– ¿Ha cambiado usted de identidad?

Maria titubeó; luego, dijo que sí con la cabeza.

– He tenido varios nombres diferentes y otro número durante una temporada. Pasé de ser Virgo a ser Aries.

Las dos se echaron a reír.

– ¿Qué más hace Rebecka?

Maria Eriksson se puso seria otra vez.

– ¿Qué dice ella que hace?

Annika tomó un sorbo de té. Tenía que decidir: o confiaba en aquella mujer o la echaba de su casa. Se inclinó por la primera opción.

– Rebecka afirma haber colaborado en sesenta casos durante tres años -dijo-; dos familias enteras trasladadas al extranjero; una plantilla de cinco personas trabajando a jornada completa, con un sueldo de catorce mil coronas mensuales cada una; todos los contactos se hacen por poderes, a través de Paraíso, usando un sistema de referencias numéricas; hay una línea telefónica directa día y noche, y otras líneas desviadas; viviendas seguras por toda Suecia; dicen que pueden conseguir empleos estatales en otros países; cobertura médica total; asistencia jurídica; atención desde la a a la zeta.

Maria suspiró e hizo un gesto de afirmación con la cabeza.

– Poco más o menos el cuento habitual. Me sorprende que mencionara los traslados al extranjero; normalmente no suelta prenda a ese respecto.

– Fue de lo que más habló.

– Bueno, pues el personal lo integran ella, su hermano, su hermana y sus padres. Supongo que figuran en nómina, pero en realidad no hacen nada. En Paraíso no se lleva a cabo ningún trabajo en absoluto. Su madre contesta el teléfono a veces, pero eso es todo.

Silencio.

– ¿Y qué hay de las viviendas seguras?

Maria se rió.

– Tienen una casa desvencijada en Järfälla, que es donde estamos nosotros. Allí está conectado el teléfono. Suena periódicamente, cuando Rebecka tiene un nuevo caso. Algunos pobres desesperados no cesan de llamar, pero nadie contesta.

Annika sacudió la cabeza.

– ¿Así que todo es una serie de mentiras, hasta la última palabra que dicen?

Maria Eriksson parpadeó, con los ojos llenos de lágrimas.

– No sé -dijo-. No sé qué pasa con los otros.

– ¿Los otros?