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– No había leche -dijo Annika, y puso un vaso de plástico marrón sobre el listado que estaba leyendo Thomas. Ella se había quitado la venda blanca del dedo y la había sustituido por una tirita.

– ¡Por Dios! -exclamó él-. ¿Cuándo ha encontrado todo esto?

Annika se sentó a su lado y suspiró.

– Esta mañana. Gracias a un chivatazo obtuve un número de identidad que parece ser el de Rebecka. No puedo jurar que lo sea, puesto que ella cuenta con la confidencialidad de ese dato, aunque por el momento así lo creo. Sólo tiene treinta años, pero se ha dado prisa en acumular débitos. Y esto es solamente el principio. La recepcionista está investigando las quiebras en las que puede hallarse involucrada. ¿Tiene usted el número de entidad de Paraíso?

Thomas sacó la cartera y le entregó el post-it.

– Vuelvo enseguida -dijo Annika.

Le dio un sorbo al café. Era bastante flojo y pasaba bien sin leche. Luego, hizo un intento de ordenar sus ideas.

¿Qué significaba todo aquello? El hecho de que aquella señora fuese un desastre a la hora de pagar no era el núcleo de la cuestión. Pese a todo, ella podía hacer muy bien el trabajo de eliminar los antecedentes personales de los documentos públicos. Pero el panorama general, la pila de facturas impagadas, sugería una cierta estrategia y ofrecía indicios de lo que quedaba por ver.

Terminó el café, tiró el vaso a la basura y siguió hojeando el material.

… facturas sin abonar de American Express, de un préstamo telefónico de Finax, multas por exceso de velocidad, primas de seguros de la compañía Folksam, servicios públicos, gastos de teléfono, impuestos de circulación…

La mayor parte de las deudas ya no tenían vigencia; se habían cancelado bien por haberlas descontado del sueldo de Rebecka o de sus bienes o bien mediante declaración de quiebra.

¿Dónde estaba Annika Bengtzon?

Thomas salió de la sala. Al doblar una esquina, se dio de bruces con ella, de tal modo que hasta sintió el contacto de sus pechos.

– ¡Mierda! -exclamó Annika al tropezar y dejar caer al suelo un fajo de papeles.

Thomas la sujetó y la ayudó a levantarse. Ella se ruborizó.

– Lo siento mucho -se disculpó él-. Ha sido sin querer.

Annika se arrodilló y recogió los papeles.

– Échele un vistazo a esto -le propuso a Thomas-. Esta chica se ha declarado en bancarrota de todos los modos imaginables: dos quiebras personales en los últimos cuatro años, ha puesto en suspensión de pagos una sociedad anónima, otra colectiva y una tercera limitada. La Fundación Paraíso está tremendamente endeudada por adquisición de coches, aparatos de televisión, financiación de dos casas por las cuales no ha pagado ni un céntimo…

Annika echó a andar delante de Thomas y entró de nuevo en la sala.

– El quid de la cuestión está en comprender qué sentido tiene todo esto -dijo, sentándose-. No tiene por qué significar que Rebecka Björkstig sea una delincuente, pero las vibraciones no son precisamente buenas.

Thomas se quedó mirándola: la misma idea se le había cruzado a él por la mente hacía unos minutos. Así que se sentó a su lado y cogió los listados de la Oficina de Propiedad Industrial para comprobar las fechas en las que estaban registradas las deudas y las quiebras, cuándo se inscribían empresas nuevas y cuándo se disolvían.

– Creo detectar una secuencia, mire -dijo él-: Rebecka pone en marcha una empresa, compra un montón de cosas, solicita préstamos enormes y quiebra. Invariablemente. Se declara insolvente una y otra vez. Al final, ya no funciona. Nadie le presta un céntimo y crea una fundación con la cual ni siquiera es posible relacionarla; y los otros cofundadores quizá ni existan.

Annika seguía el dedo índice de Thomas, que se movía de una línea a otra.

– Y otra vez tres cuartos de lo mismo -dijo ella, sujetando la hoja de las deudas de la Fundación Paraíso-. Mire esto, Rebecka empezó a ser morosa con los préstamos hace cuatro meses.

– Sospecho que la fundación no lleva en marcha más tiempo -dijo Thomas.

– Y ella hablaba de tres años y sesenta casos -dijo Annika secamente.

Se sentaron el uno junto al otro, en silencio, hojeando y leyendo el material. Luego, Annika se levantó y ordenó los listados.

– Tengo que hablar otra vez con el inspector de Hacienda, antes de que se marche. ¿Dispone de tiempo para acompañarme?

Thomas miró el reloj. Estaba a punto de comenzar la tercera reunión del día que iba a perderse.

– Sí, no hay problema.

Bajaron a un largo corredor lleno de despachos y cuya moqueta, de color azul oscuro, absorbía el polvo y los sonidos. Annika Bengtzon caminaba delante de Thomas y se dirigió a la penúltima puerta.

– ¡Hola! -dijo al entrar en el despacho-. Soy yo de nuevo. Él es Thomas Samuelsson, jefe de contabilidad de los Servicios Sociales de Vaxholm.

El inspector de Hacienda se hallaba sentado a su escritorio con una torre de cuadernos de anillas delante de él.

– ¿Encontró lo que buscaba?

Annika dio un suspiro.

– Encontré más de lo que buscaba. ¿Es posible que haya usted visto antes el nombre de Rebecka Björkstig?

El funcionario sacudió la cabeza.

– He estado pensando, pero no, no me suena.

– ¿Y esto? -preguntó Annika, y le entregó los listados con las deudas de la Fundación Paraíso.

El hombre se puso las gafas y recorrió la página con la mirada.

– Aquí -dijo, señalando una línea en la parte inferior-. Esto sí que me suena. Yo hablé la semana pasada con la empresa propietaria de estos vehículos, y estaban muy disgustados. No han podido ponerse en contacto con la persona que los alquiló y no han recibido pago de ninguna clase.

– ¿Y cómo pueden dejar que alguien se lleve los coches sin hacer una entrega inicial? -inquirió Thomas.

El inspector de Hacienda le miró por encima de las gafas.

– Me dijeron que la mujer parecía digna de confianza. ¿No sabrá usted, por casualidad, el paradero de la persona que dirige la Fundación Paraíso?

La pregunta iba dirigida a Annika.

– No -respondió ella sinceramente-. Tengo la dirección de una de las casas que usa Paraíso, pero ella no vive allí. Ese dato debería figurar en las hipotecas que le han concedido.

Annika Bengtzon le tendió los listados.

– ¿Qué opina usted de todas estas deudas?

El funcionario dejó escapar un suspiro.

– Estos tiempos son duros -dijo-. El volumen de trabajo ha aumentado mientras que el personal nos lo han reducido más de una vez. Pero esta señora no pertenece a las clases empobrecidas en el último periodo, no es una persona cualquiera que se ha retrasado con los pagos. Ella elude sus obligaciones de un modo típicamente patológico.

– Reconoce usted a esa clase de gente, ¿verdad?

El hombre lanzó otro suspiro. Ellos le agradecieron el tiempo que les había dedicado, y volvieron a recorrer el pasillo.

– Ya basta por hoy -dijo Annika, y se encaminó hacia recepción, bostezando y estirándose-. Tengo que ir a casa y telefonear a mi abuela.

Thomas la miró, el pelo ondulado y la frente tersa.

– ¿Tan pronto?

Ella sonrió.

– El tiempo vuela -dijo-. ¿Le gustaría hacer copias del material?

Annika se acercó a recepción. Él permaneció donde estaba, con la mente en blanco y empalmado.

– ¿Quiere que la lleve? -le ofreció, yendo tras ella.

Annika le miró de refilón.

– Sería estupendo.

Thomas fue al baño, se lavó la cara y las manos e intentó relajarse.

Annika le esperaba en recepción con las copias en una carpeta de plástico.

– ¡Vaya! -exclamó él-, ¡pero qué eficiente!

– Yo no, mi nueva amiga.

Él no entendió.

– ¿Quién?

– La recepcionista. Bueno, ¿dónde está su coche?

Era un Toyota Corolla bastante nuevo, verde, bien encerado, equipado con alarma y cierre centralizado, bip, bip. Thomas había aparcado en la plaza de otro, y ese otro le había dejado en el parabrisas una airada nota, que él cogió de un tirón, estrujó y lanzó a una papelera, a tres metros de distancia. Encestó. El pelo se le venía a la cara, y él se lo echaba hacia atrás distraídamente. Abrigo gris oscuro, traje caro y corbata.