Thomas Samuelsson rasgó la envoltura de plástico del traje, se clavó el gancho de la percha y soltó una palabrota:
– ¡Putas tintorerías!
Al mismo tiempo, Eleonor suspiraba al ver una carrera en los pantis.
– Setenta y nueve coronas tiradas a la basura -se lamentó, a la vez que los arrojaba a la papelera que había junto a la cama.
– ¿No los hay más baratos? -preguntó Thomas, chupándose el dedo para evitar mancharse la ropa con la sangre.
– No, si tienen forma -replicó su mujer mientras abría otro paquete-. Te acordarás de que esta noche vienen Nisse y Ulrica, ¿verdad?
Thomas se dio la vuelta y entró en el cuarto de baño para ponerse una tirita. Durante unos segundos se quedó mirando la imagen que le devolvía el espejo: el pelo bien peinado hacia atrás, la camisa y la corbata. Los gemelos. Se colocó la tirita alrededor de la yema del dedo y volvió al dormitorio. Eleonor se retorcía dentro de un par de pantis nuevos. Se resistían a pasar por las caderas. Thomas tragó saliva.
– ¿Y por qué tenemos que recibir invitados esta noche? -dijo-. Yo preferiría que hablásemos. Necesitamos aclarar unas cuantas cosas.
– Ahora no, Thomas -contestó su mujer, tirando de los pantis y forzando para que el abdomen y las caderas entraran en aquella estrechez.
Thomas dio un rodeo y abrazó a su mujer por detrás, con una mano en cada uno de sus pechos, acoplados dentro de un sujetador de los que levantan el busto, y le sopló suavemente en la nuca.
– Podríamos pasar un poco de tiempo juntos -le susurró-, solos los dos. Tomar un poco de vino, ver una película, hablar…
Eleonor se zafó del abrazo y se dirigió al armario para ponerse una blusa blanca y coger de la percha una falda negra.
– Hemos pasado toda la semana planeando esta cena. Nisse y yo vamos a repasar algunos aspectos del nuevo proyecto. Ya sabes que en el banco no podemos hablar de ello.
Thomas se quedó mirándola. ¡Qué bien la conocía! Por supuesto que pondría objeciones.
– Eleonor -le dijo-, de verdad que no estoy de humor para esto. Me encuentro cansado y bastante harto de cómo están las cosas en este momento; creo que es necesario que hablemos.
Ella siguió sin hacer caso de sus ruegos y se acercó a él sin mirarle a los ojos.
– ¿Me ayudas? Gracias.
Thomas le puso el collar alrededor del cuello y lo abrochó. Luego, le acarició los hombros con las manos y la atrajo hacia sí.
– Te lo digo en serio -insistió-, si esta noche vamos a tener otra cena para tus compañeros, yo no me quedo. Iré a Estocolmo y cenaré por ahí.
Eleonor se soltó de sus manos y volvió a dirigirse al armario, de donde sacó un par de zapatos negros, que metió en una bolsa. Cuando miró a Thomas, estaba despeinada y con la cara encendida, dos círculos carmesí en los pómulos.
– Es mejor que te comportes con sensatez -le dijo ella bruscamente-. ¿No te das cuenta de que no eres libre de ir y venir a tu antojo? Esta familia se compone de dos personas; entre los dos tenemos que hacer que las cosas funcionen.
– Eso es exactamente lo que yo quiero decir -le replicó Thomas con indignación-; somos una pareja, pero ¿por qué tienes tú todo el poder y yo todas las responsabilidades?
Eleonor se puso la chaqueta del traje y salió al vestíbulo.
– Es tremendamente injusto que digas eso -contestó en tono cortante.
Thomas permaneció en el dormitorio principal, el dormitorio de ellos dos, el dormitorio de sus padres.
¡Que se vaya todo al carajo! Esta vez no iba a ceder.
– ¡Deja ya de actuar con esa puta superioridad! -gritó, corriendo tras ella; la alcanzó junto a la puerta y la agarró de un brazo.
– ¡Quítame las manos de encima! -chilló Eleonor, dando tirones para soltarse-. Pero ¿qué te pasa?
Thomas respiraba pesadamente, y el pelo se le caía delante de los ojos.
– Quiero que nos traslademos. No quiero vivir más en esta casa.
Eleonor le miró con más susto que enojo.
– Tú no sabes lo que quieres -respondió Eleonor, intentando soltarse.
– Sí que lo sé -dijo Thomas con vehemencia-. Sé exactamente lo que quiero. Quiero que nos compremos un apartamento en Estocolmo o una casa cerca de allí, en Äppelviken o Stocksund. Seguro que te gustaría.
Se acercó a ella y la abrazó, inhalando la fragancia que emanaba de sus cabellos.
– Quiero un nuevo empleo, tal vez en el ayuntamiento, la Diputación Provincial, alguna asesoría o en un ministerio. Sé que tú quieres seguir aquí, pero yo me asfixio. Eleonor, me muero por salir de este sitio…
Ella le apartó empujándole, dolida y a punto de llorar.
– Tú me desprecias porque me gusta esto. Crees que no tengo ambiciones, que soy perezosa.
Thomas se echó el pelo hacia atrás con ambas manos.
– No -protestó él-, es al contrario, yo te envidio. Quisiera estar tan centrado como tú, quisiera estar satisfecho con lo que tenemos.
Eleonor se secó las comisuras de los párpados y habló con voz apagada.
– Estás tan malcriado y eres tan ridículamente inmaduro que tirarías por la borda todo lo que tenemos en común, todo aquello por lo que hemos luchado durante estos años.
Ella le volvió la espalda y se encaminó a la puerta.
Él iba hablando tras ella, tras su traje negro de Armani.
– Eso no es cierto, yo no quiero tirar nada por la borda, quiero que nos mudemos. Podríamos vivir en Estocolmo, yo conseguiría otro empleo. Tú podrías ir y venir, y quizá más adelante también querrías buscar otro trabajo…
Eleonor se puso el abrigo, y su marido vio cómo le temblaban las manos al abrochárselo.
– Mi vida está aquí. Me gusta esta ciudad. Busca tú otro puesto y empieza a ir y venir, si lo que necesitas es un cambio.
Thomas se quedó atónito. Eso no se le había ocurrido a él.
Claro que podría encontrar un empleo distinto en algún otro sitio. No tendría que trasladarse. Podía ir y venir, tal vez hacerse con un pequeño piso en Estocolmo y quedarse allí alguna noche.
Cuando Eleonor salió, la puerta se cerró con un clic suave de cerradura bien engrasada. La soledad envolvió a Thomas como una manta polvorienta, pesada y sofocante.
¿Qué demonios estaba haciendo?
El sonido le taladró el cerebro. Con los ojos somnolientos y legañosos, Annika descolgó el teléfono sin levantar la cabeza de la almohada.
– ¡Ha ocurrido una cosa terrible! -le gritó una voz.
Annika se incorporó, con el corazón palpitante.
– ¿Abuela? ¿Tiene esto algo que ver con mi abuela?
– Soy yo, Mia, Mia Eriksson. Ha desaparecido una mujer. Le dijo a Rebecka que lo contaría todo en el ayuntamiento y ella se puso hecha un basilisco.
Annika se frotó la frente y volvió a recostarse en la almohada, llena de alivio. Todo iba bien, todo iría muy bien.
– ¿Qué es lo que ha pasado?
– Ayer se armó aquí un buen follón, así que yo quería llamarla y contárselo. Es importante.
Annika sentía que la irritación se le acumulaba en la cabeza.
– ¿Y eso a mí en qué me concierne?
– La mujer dijo que la conocía, que usted le había recomendado que fuese a Paraíso. Se llama Aida Begovic y es de Bijelina, Bosnia.
Annika cerró los ojos, y una oleada de calor le inundó la cara. No puede ser cierto, no puede ser cierto.
– ¿Qué pasó con Aida? -consiguió decir, con las mejillas rojas y palpitantes.
– Le dijo que desvelaría en el ayuntamiento dónde vivía, que la organización era un montaje, y entonces Rebecka le contestó a gritos que mejor se anduviera con cuidado porque ella sabía quién la buscaba. Eso fue anoche y ¡ahora Aida ya no está!
Mia se echó a llorar. Annika sacudió la cabeza en un esfuerzo por pensar con claridad.
– Espere -dijo-; cálmese. Tal vez las cosas no estén tal mal. Quizá Aida ha salido de compras o algo por el estilo.