– Usted no conoce a Rebecka -Mia Eriksson hablaba con la voz entrecortada-. Una vez me dijo, confidencialmente, que mataría a cualquiera que la traicionase.
Annika sintió un escalofrío por todo el cuerpo.
– No, eso son sólo palabras. Rebecka es una tramposa de campeonato, pero no una asesina. No se obsesione.
– Tiene un arma -dijo Mia-; yo la he visto, una pistola.
La ira se apoderó de Annika y la hizo incorporarse en la cama otra vez.
– ¿No se da cuenta de que sólo trata de asustarla? Quiere asegurarse de que nadie va a contar sus chanchullos.
Mia Eriksson no se convencía.
– Nosotros nos vamos, hoy mismo. Yo no volveré a poner el pie en este lugar.
– ¿Y adónde van a ir?
Al otro lado de la línea, la mujer titubeó.
– Lejos de aquí. Hemos encontrado una casita por ahí, en un bosque.
Annika comprendió: la noche anterior había leído el historial de Mia Eriksson y sabía por qué no permitiría jamás que se conociera su paradero.
Estuvieron un rato en silencio, cada una a un extremo de la línea telefónica.
– Yo seguiré buscando los trapos sucios de Paraíso -prometió Annika.
– No confíe en Rebecka -respondió Mia.
Annika suspiró.
– Buena suerte.
– Escriba sólo lo que pueda probar -le aconsejó Mia Eriksson.
Una vez colgado el auricular, el silencio fue cercando sigilosamente a Annika, las cortinas ondeaban, las sombras se agitaban; Paraíso no la soltaba de sus garras.
El correo, empujado a través de la ranura que había al efecto en la puerta principal, cayó al suelo con un ruido sordo. Agradecida, saltó de la cama y fue a buscar las cartas; las abrió al llegar al cuarto de baño de abajo. Una factura del gas, publicidad de un club literario, una invitación para una reunión de la escuela de secundaria.
– Antes me muero -murmuró para sí misma, y lo tiró todo, excepto la factura, al contenedor de las compresas.
Tenía que ir a la oficina.
Eva-Britt Qvist estaba en su mesa, clasificando montones de papeles.
– ¿Apareció aquella lista?
La secretaria levantó los ojos hacia Annika.
– Esas fuentes que tienes no parecen ser muy fidedignas -le contestó.
Annika reprimió un exabrupto y, en su lugar, sonrió.
– Por favor, ¿podrías ponerla en mi casillero cuando aparezca?
Se volvió sin esperar respuesta. Quédate incubando el puto fax, como una gallina clueca. Entró en el sistema para consultar PubReg.
– Sabes que se carga una cantidad por cada consulta, ¿no? -le dijo en voz alta Eva-Britt Qvist desde su mesa.
Annika se levantó, se acercó a la mesa de la secretaria, puso las manos sobre unas pilas de papel y se inclinó hacia la mujer.
– ¿Tú te crees que yo estoy aquí sólo para fastidiarte? ¿No será, más bien, que sencillamente trato de hacer mi trabajo, igual que tú?
Eva-Britt se echó hacia atrás, sin entenderla muy bien y parpadeando de indignación.
– Soy la responsable de PubReg, sólo te lo estaba recordando.
– Pero no la responsable del presupuesto, ¿verdad? Ésa es tarea de Sjölander.
Dos manchas coloradas indicaron el calor que comenzó a sentir la mujer en sus rechonchas mejillas.
– Estoy muy ocupada -dijo-; tengo que hacer varias llamadas.
Annika volvió al ordenador, apretando los puños para que dejaran de temblarle las manos. ¿Por qué tenía ella que decir siempre la última palabra? ¿Por qué no podía ser más flexible?
Se sentó, de espaldas a la secretaria, cogió sus notas y cerró los ojos con fuerza para concentrarse. ¿Por dónde sería mejor empezar?
Presionó la tecla F8, probó con el nombre de Rebecka otra vez y lo que obtuvo fue «Identidad protegida».
Suspiró profundamente. ¿Para qué se molestaba siquiera? Decidió cambiar a F2 y usar el número de identificación que sabía. Escribió los dígitos de Rebecka y el aparato comenzó a runrunear y a procesar.
El resultado fue el mismo: «Identidad protegida».
Pasó a F7, datos históricos, e introdujo el número de nuevo. Runrún, proceso: Nordin, Ingrid Agneta.
Annika se quedó mirando fijamente aquella información. ¿Qué demo…?
Comprobó el número y probó otra vez.
Idéntico resultado.
Ingrid Agneta Nordin, inscrita en Sollentuna, domiciliada en Kungsvägen. El último cambio de dirección había tenido lugar seis meses atrás. Introdujo el nuevo nombre y pulsó F2. Runrún, proceso. ¡Hala, a ver qué sabes!
Annika no quitaba los ojos de la pantalla.
Funcionó. Accedió a la información y encontró otra referencia histórica que se remontaba a tres años antes.
Salió del sistema a toda prisa, cogió el teléfono y marcó el número directo del inspector de Hacienda a quien había conocido el día anterior.
– Quería yo saber si el nombre de Ingrid Agneta Nordin le dice algo.
Mientras el hombre pensaba, Annika contenía el aliento.
– Bueno… pues sí. ¿Es de por aquí, de Sollentuna? Durante un par de años tuve que tratar muchas veces con una mujer que se llamaba así.
Annika soltó un suspiro. ¡Sí!
– Se ha cambiado el nombre a Rebecka Björkstig, pero hay otra referencia histórica en el PubReg a la que no puedo acceder. ¿Por favor, podría usted comprobar si tiene esa información?
El inspector movió unos papeles.
– ¿Qué clase de información espera encontrar?
– Tal vez una dirección anterior -dijo Annika-, pero puede que haya también algo que indique otros cambios de nombre.
Una breve pausa mientras el hombre anotaba el número de identificación personal de Rebecka.
– ¿Cuándo habría tenido lugar eso?
– Hace tres años y medio.
El funcionario se fue a algún sitio y tardó cinco minutos en volver.
– ¿Sabe qué? -dijo finalmente, carraspeando-. Sí que tuvo otro nombre anteriormente: Eva Ingrid Charlotta Andersson, y estaba inscrita en Märsta.
Annika cerró los ojos. ¡Eso es dar en el blanco!
Le dio las gracias a toda prisa y colgó.
Anders Schyman cerró la puerta tras de sí y examinó su polvoriento cuchitril. Se sentó a su mesa y miró hacia la sala de redacción a través de la división de cristal. Una enérgica Annika Bengtzon pasó volando por delante de su pecera y desapareció en dirección a la cafetería. La llamaría cuando pasara de vuelta, para ver si había hecho algún progreso.
La reunión de la junta directiva de ese día había sido muy fructífera en cuanto a la apertura de horizontes. Torstensson, el redactor jefe, había decidido contarlo todo sobre la oferta que había recibido de la UE. El partido quería que fuese a Bruselas y se encargara de los programas de aquél. Estaba lleno de comedido orgullo mientras daba la noticia al grupo, y Schyman creía saber por qué se sentía tan contento. Torstensson no tenía verdaderos vínculos con Kvällspressen. Le habían elegido por razones puramente políticas. Schyman dudaba de que Torstensson hubiese leído el periódico regularmente hasta que le nombraron redactor jefe.
A pesar de lo atractivo del nombre, Torstensson no se había sentido particularmente satisfecho con el cargo. Nunca entendió realmente de qué iba el periódico. Participaba en debates televisivos y, en cuanto abría la boca, dejaba ver lo poco que en realidad sabía, usando siempre frases cargadas de lugares comunes políticamente correctos.
Anders Schyman se preguntaba por qué se le daba semejante oportunidad en aquel preciso momento. Que él supiera, no había ninguna necesidad urgente de otro lobbyist que se hiciera cargo del acceso público a la información ni de las relaciones con ningún otro partido sueco representado en Bruselas. Él sospechaba que la junta directiva estaba harta de los números rojos, pero esperaba evitar la repercusión negativa que tendría en los medios de comunicación el despido del redactor jefe, que se vería así humillado públicamente. Era probable que alguien estuviera presionando a los grupos dirigentes del partido y el resultado había sido un empleo nuevo en un nuevo entorno.