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La cuestión era qué ocurriría allí, en el periódico. Si a Torstensson le llegaba realmente el nombramiento, lo aceptaba y reorganizaba la publicación antes de marcharse, ¿quién sería su sucesor? Una sensación de desasosiego le cruzó por el estómago, pero la eliminó rápidamente.

Annika Bengtzon se paseaba al otro lado de la mampara, con una taza de café en la mano. Schyman se puso en pie, abrió la puerta y la llamó para que fuese a su búnker.

– ¿Qué tal va lo de Paraíso?

La joven se sentó en una de las sillas para visitas.

– Deberías pedir que le pasen el aspirador a este despacho tuyo. El asunto Paraíso va muy bien. He obtenido muchísimos datos sobre nuestra amiga Evita Perón.

El editor adjunto parpadeó, Annika Bengtzon gesticulaba expresivamente con las manos.

– Alias Rebecka Björkstig -comenzó a decir-, alias Ingrid Agneta Vordin, alias Eva Ingrid Charlotta Andersson, que así se ha llamado también. Tiene ciento siete deudas recogidas en el Registro de Morosidad, y veinte de ellas están relacionadas con Paraíso. Se ha declarado en bancarrota de todos los modos que se conocen, por lo menos una vez. Una de mis fuentes me ha dicho que lo único que hace Paraíso es cobrar a la gente por servicios que nunca presta, pero aún no lo he comprobado del todo.

Schyman tomaba notas. Estaba sorprendido.

– Si es verdad, da la impresión de que se trata del clásico delincuente de guante blanco.

Annika asintió con entusiasmo.

– Puedes apostar que sí. He visitado a la policía de los distintos distritos donde ha residido Björkstig, o comoquiera que se llame. Hablé con un inspector que llevaba seis meses buscándola. Evita es sospechosa de haber cometido un delito en relación con todas sus quiebras.

Schyman estudió, pensativo, a la joven reportera. Era condenadamente buena sacando a la luz los trapos sucios de cualquier asunto. Él diría que se lo pasaba bien.

– ¿Qué vas a hacer al respecto? ¿Cuándo puedes empezar a escribir el artículo?

Annika Bengtzon hojeó su libreta de notas.

– Tengo el esquema preparado, sólo necesito desarrollarlo. He estado en contacto con una mujer que conoce la organización desde dentro y, además, sé de otra que está involucrada de lleno. Encontré al tipo aquél de los Servicios Sociales de Vaxholm, y también hemos hablado. Voy a ir a Järfälla para examinar la casa. Tengo que hacerme una idea más clara de lo que pasa por allí, si es que pasa algo. Y, naturalmente, tengo que hablar con Rebecka otra vez para preguntarle por qué razón ha estado mintiendo.

Schyman mostró su acuerdo con un movimiento de la cabeza: aquello parecía razonable.

– Podemos contar con que habrá una reacción en cadena, por decirlo así -continuó Annika-; una vez que hagamos pública esta información, puede que comiencen a salir otros trapos sucios del entramado y quizá nos llame la gente y nos cuente más cosas.

– No hay manera de hacer un plan para eso -dijo él.

– Ya me imagino -dijo Annika-, pero hay que estar preparados para recibir los datos que nos lleguen por esa vía.

– Y los organismos oficiales a los que ha defraudado -dijo Schyman- tal vez quieran presentar cargos contra ella.

– Habrá interrogatorios, procesamiento, juicio, cárcel -dijo Annika.

Schyman sonrió ligeramente a la joven.

– Bueno, pues me alegro de que lo tengas todo organizado.

– Voy a mecanografiar mis notas. Después, me iré a pasar el fin de semana con mi abuela. Ha sufrido un derrame cerebral.

Annika Bengtzon se puso en pie y se colgó el bolso del hombro.

– Y procura que le pasen el aspirador a este despacho; si no, te va a dar asma.

La nieve medio derretida de las aceras se había convertido en hielo y resultaba difícil caminar por ellas. Brillaba el sol, con una claridad blanca y fría de noviembre que hacía rielar los contornos de las cosas.

Annika dejó que le dieran los rayos de luz en la cara. Pasar las notas a máquina le había llevado más tiempo del que pensaba y el sol estaba ya bajo en el horizonte.

Suspiró. No le había contado todo a Anders Schyman. No le había dicho que ella era responsable de haber enviado a una mujer a Paraíso, que esa mujer había desaparecido y que Rebecka había amenazado con matarla.

Si es que eso era verdad.

Annika consiguió librarse de la inquietud, tomó el autobús 62 hasta Tegelbacken y fue caminando desde allí hasta la estación de ferrocarril. El siguiente tren a Katrineholm saldría al cabo de treinta y cinco minutos, así que se compró un bocadillo y se sentó de espaldas al vestíbulo. El murmullo de la gente era como una neblina que la envolvía, y sus pensamientos comenzaron a vagar.

Rebecka Agneta Charlotta, peligrosa y escurridiza.

Thomas Samuelsson, rico y guapo.

A Annika se le ocurrió que debería hablarle a Thomas de la información que había conseguido, de las distintas identidades, de las sospechas de un crimen. Terminó el bocadillo, cogió sus cosas y se dirigió a una cabina telefónica.

El señor Samuelsson se había ido ya y no volvería ese día. ¿Quería dejarle algún recado?, le preguntó la recepcionista.

Se había ido ya, a casa, con su mujer.

– No, gracias, ningún recado.

Habían trasladado a la abuela de Annika a otra habitación. El equipo electrónico no era allí tan llamativo, pero, por lo demás, parecía la misma. Cuando llegó ella, su abuela estaba despierta.

– Siento mucho no haber podido venir antes -se disculpó Annika mientras se quitaba el abrigo y la bufanda y los ponía en un rincón, detrás de la puerta, antes de acercarse a la anciana.

Sofia Katarina la miró, un poco confusa.

– ¿Eres Barbro?

– No, soy Annika, la hija de Barbro.

La anciana trató de sonreír.

– La luz de mi vida -dijo en un susurro tembloroso, con su voz quebrada, arrastrando las palabras, y los ojos empañados.

Annika sentía una opresión en el pecho y las lágrimas como un velo suspendido en los párpados.

– ¿Ya habéis resuelto tú y mi madre dónde vas a vivir? -le preguntó a su abuela.

La mirada perdida de su abuela recorrió la habitación, concentrada en visiones del pasado.

– ¿Vivir? Vivíamos en el Horseshoe -dijo-. Nos dejaron una habitación con un fogón en medio de la pared…

Annika, con el corazón en un puño, estrechó entre sus fuertes manos la que su abuela tenía paralizada y le acarició suavemente los gastados dedos.

– ¿Habéis hablado con algún asistente social? ¿Sabes si te han encontrado una residencia?

– Una habitación, eso era lo único que teníamos -dijo entrecortadamente-. Mi madre cocinaba para quince hombres, hacía toda la comida en aquel fogón junto a la pared, y también la colada, diez öre por pañuelo, cincuenta öre por la ropa de trabajo…

Annika se humedeció los labios, sin saber cómo reaccionar ni qué decir, y acarició serenamente el brazo de la mujer. Su abuela dejó de hablar; el pecho subía y bajaba con una respiración rápida y superficial, y los ojos, inquietos, trataban de recuperar algún recuerdo.

– La alarma de incendios nos despertó, a mi madre y a mí -contaba en susurros-; todavía estaba oscuro; la sirena sonaba y sonaba, y toda la fundición ardía. Nosotras salimos corriendo; hacía calor, y yo sólo llevaba puesto el camisón. El fuego era tan alto que las llamas llegaban al cielo; todo se quemaba.

Annika sabía de qué hablaba su abuela: del gran incendio de la fundición que había tenido lugar en las primeras horas del 21 de agosto de 1934. Sofia Katarina tenía quince años por entonces.

– Mi madre y yo arrimamos el hombro; rescatamos papeles de la oficina, papeles importantes para el negocio. Mi padre formaba parte de la cadena que iba pasando cubos de agua desde el arroyo. Llegó el carro de bomberos desde Flen, y entonces empezó a llover…