– Lo sé -dijo Annika-, tú ayudaste a salvar Hälleforsnäs.
Su abuela dijo sí con la cabeza.
– Cuando se hizo de día, llegó el camión de los bomberos de Eskiltuna. Arvid también ayudó a apagar el fuego. Le dieron un empleo en la fundición en cuanto terminó la escuela. Veintiún öre a la hora, diez coronas y diez öre a la semana, y lo primero que se compró fue una bicicleta.
Sofia Katarina intentó sonreír; un lado de la boca no le respondió.
– Me llevó de paseo en la bicicleta, pasando por Fjëllskafte, hasta la gran iglesia de Floda. «Aquí es donde nos casaremos», me dijo. Pero no fue así, nos casamos en la iglesia de Mellösa…
Annika inclinó la cabeza, le dio unas palmaditas a su abuela en la mano fría y dejó que las lágrimas le cayeran por la cara. No había conocido a su abuelo; murió el otoño anterior a su nacimiento, con los pulmones destrozados. A lo largo de los años había sido una figura nebulosa y tiznada, siempre volviendo a casa del trabajo, siempre mugriento, siempre contando historias y haciendo trastadas. Annika había crecido con los cuentos del abuelo, cuentos que le sobrevivieron, dando una imagen de él que ella nunca pudo cambiar. Se quedó mirando la expresión desconcertada de su abuela, que veía de nuevo a Arvid, un chico montado en bicicleta.
– ¿Echas de menos a Arvid? -le preguntó Annika en voz baja.
Plenamente consciente en aquel momento, la anciana le devolvió la mirada.
– Echo de menos al joven -respondió-, al chico fuerte y sano, no al borracho quejumbroso en que se convirtió.
Annika estaba atónita: nunca había sabido que su abuelo tuviera problemas con el alcohol.
– Se gastaba el sueldo en beber, no había manera de evitarlo, pero nunca tocó mi dinero. Con mi paga nos manteníamos mi hija y yo, y había comida en la mesa para mi marido…
De repente, su abuela se echó a llorar. Las lágrimas le resbalaban hacia las orejas, y Annika se las secó con un pañuelo de papel.
– Fue difícil para Barbro -continuó Sofia Katarina entre dientes-. Pasaba mucho tiempo sola de pequeña. Yo no podía llevarla siempre al trabajo; no se puede dejar que una niña ande corriendo por un sitio lleno de políticos, presidentes y miembros del Parlamento. No era bueno para ella, pero se le llenó el corazón de una tristeza que no la ha abandonado jamás.
La anciana puso la mano sana encima de la de Annika y la miró a los ojos.
– No seas demasiado dura con Barbro; tú eres mucho más fuerte que ella.
Annika pestañeó para librarse de las lágrimas e intentó sonreír.
– No lo seré -le prometió-; nos llevaremos bien, y tú te repondrás.
La abuela cerró los ojos uno o dos minutos para descansar. Luego, volvió a abrirlos.
– Annika -murmuró-, yo te quiero a ti más que a nadie. Supongo que no está bien por mi parte querer a un miembro de la familia más que al resto.
– Eso es lo que me ha hecho tan fuerte -respondió Annika también en susurros.
El silencio que siguió a su comentario le indicó que su abuela se había adormilado otra vez.
Las ramas de los pinos cargadas de nieve eran como un túnel en la noche invernal. El coche en el que viajaban Mia Eriksson, su marido y sus hijos avanzaba lentamente por las carreteras heladas. El viento del norte golpeaba el parabrisas con un silbido y lanzaba cascadas de nieve al camino.
– Hay que echar gasolina -dijo Anders.
La mujer que iba en el asiento delantero no respondió; en su lugar, fijó la vista en el bosque circundante: infinito, impenetrable. Ella sabía lo que les aguardaba. Otra cabaña de madera llena de corrientes, heladora, con una estufa de leña que lo ahumaría todo y ratas que correrían bajo las tablas del suelo. Otra cocina sin agua corriente, vajilla desparejada y desportillada, cacerolas quemadas. Un retrete exterior. Mia había creído que todo aquello pertenecía al pasado, que Paraíso sería el camino para dejarlo atrás.
– Sé lo que estás pensando -dijo el hombre, poniéndole una mano sobre la de ella-; pero esto no va a ser así siempre.
Llegaron a un pueblo: un solitario estanco, ya cerrado, que distribuía el Svenska Spel y lotería y tramitaba apuestas deportivas; una pizzería; un apartado surtidor de gasolina que funcionaba con monedas.
– ¿Tienes suficiente dinero? -preguntó Mia a su marido.
El hombre hizo un gesto afirmativo y bajó del coche. Mia dudó un momento, pero se decidió a estirar las piernas. Llevaba en el vehículo mucho tiempo, y los niños se habían quedado dormidos en los asientos traseros hacía largo rato. Al salir, la recibió un aire glacial, con toda seguridad del norte. Caminó alrededor de la pequeña estación de servicio y pensó hacer pis en medio de las sombras, detrás del edificio, pero cambió de opinión. Al meter las manos en los bolsillos, notó algo metálico y frío y se puso tensa.
Mia sacó los objetos: dos llaves de cerrojo, una llave de casa de la marca Assa y un llavero de plástico con la figura de Mickey Mouse. Rebecka estaría furiosa.
¿Y qué importaba? No volverían a verla. Se acercó a una papelera cercana al surtidor, para tirarlas.
– Mia, ¿puedes venir? -le pidió su marido-; los niños se han despertado.
Mia se detuvo. ¿Por qué tirarlas? Durante unos segundos le dio vueltas a otra opción, al recordar las palabras de Annika Bengtzon: Yo seguiré buscando los trapos sucios de Paraíso. Se volvió hacia el hombre.
– ¿Tenemos un sobre por ahí?
Él estaba a punto de cerrar el coche y se interrumpió a medio camino.
– ¿Aquí? ¿Para qué?
– ¿No están en la guantera los certificados de inspección del coche? ¿Me pasas el sobre donde están guardados y el chicle de los niños?
El hombre dio un suspiro y le entregó a Mia lo que le había pedido. Ella metió las llaves en el sobre, que ya habían roto al abrirlo, se llevó a la boca un trozo de chicle y lo masticó enérgicamente durante medio minuto. Luego, lo usó para cerrar el envoltorio y sacó un bolígrafo del bolsillo interior.
– Mi billetero también, por favor.
Mia pegó cuatro sellos en la esquina superior derecha y escribió un nombre y una dirección: Hantverkaregatan, 32, portal del patio, subiendo tres tramos de escalera. En el borde inferior, añadió: Las llaves del Paraíso. Atentamente, Mia.
– ¿Estás lista? -preguntó Anders.
– Sólo tengo que echar esto al correo -contestó ella, y se dirigió al buzón amarillo.
Sábado, 3 de noviembre
El hombre oyó la manifestación antes de verla: un sordo clamor que entonaba algo rítmico con una cadencia regular. El tráfico se paralizó, se produjo cierta confusión, incluso caos. A él se le agudizaron los sentidos: casi era la hora. Miró a su alrededor, observando los edificios -cristal y láminas metálicas, ladrillo y cemento-, y luego posó la vista en el dibujo formado por triángulos de la plaza que tenía delante. Ella estaría de camino. Antes o después, llegaría. Era vital atacar el primero, tener el control de la situación. El gélido aire le hacía temblar: ¡qué frío era aquel puto país!
Ya veía el desfile. Seis mujeres iban en cabeza, portando una pancarta y el retrato de un líder que había sido encarcelado. Las seguía una multitud, en su mayoría hombres, pero también había algunas mujeres y niños. Miles de personas protestando por esto o aquello. Dio unas patadas en el suelo, helado bajo la fina chaqueta. Unos jóvenes prendieron fuego a una bandera turca. Se quemó rápidamente y los chicos parecieron perder interés en los acontecimientos.
La masa invadió Sergestorg, ocultando las formas triangulares del suelo. Ya entendía lo que se gritaba: terrorismo turco, terrorismo turco. Banderas, pancartas y pósteres se balanceaban con el viento. Se improvisó una plataforma para oradores y aparecieron unos altavoces. Un hombre sueco, probablemente un político, comenzó a hablar.