– Residencia de los Samuelsson.
Una mujer. Tenían el mismo apellido.
– ¡Dígame!
¿Llevaría ella el apellido de él o él el de ella?
– ¿Hay alguien ahí? ¡Dígame!
Sin una palabra, Annika colgó, con el peso de su error en el estómago. Entró en la habitación y miró a su abuela, que estaba dormida. Volvió a la sala de TV y la encontró vacía. Intentó respirar, intentó leer.
Las cosas se solucionarán. Todo saldrá bien.
– ¿Quién era? -preguntó Thomas.
Él estaba de pie, de espaldas a Eleonor. Como ella no respondía, la miró de lado. Tenía una expresión escrutadora y recelosa.
– Nadie. ¿Esperabas alguna llamada?
Thomas se dio la vuelta y se concentró en el cuchillo que tenía en la mano.
– En absoluto. ¿Por qué iba yo a esperar una llamada?
– Resulta inquietante que no digan nada.
– Quizá se equivocaron de número -dijo Thomas, y picó el último trozo de cebolla-. ¿Me pasas el aceite?
Eleonor le dio la botella: aceite de maíz, idóneo para las temperaturas altas. Thomas vertió el líquido en la cacerola, un chorrito fino y en espiral.
– Deberíamos tener una placa de gas -sugirió Eleonor-; son mucho mejores para los woks. Podríamos instalar una cuando reformemos la cocina, ¿qué te parece?
– Ésta funciona muy bien -respondió Thomas, mientras removía con mucho brío la cebolla picada.
Eleonor se le acercó y le besó en la mejilla.
– ¡Eres tan buen cocinero!
Él no contestó, sólo iba metiendo los trocitos de pollo y removía. Añadió salsa de pescado, con un punto, como siempre, de aroma sexual, una cucharada de pasta de chile, un poco de cilantro en vinagre y albahaca fresca.
– ¿Podrías abrir la leche de coco?
Eleonor le entregó la lata ya abierta.
– Eso es -dijo Thomas una vez que el guiso empezó a hervir.
– El arroz está listo -dijo Eleonor.
Thomas se puso frente a ella, su mujer, y le miró detenidamente la cara, suave y libre de maquillaje. Así estaba más guapa. Dejó la espátula, dio un paso adelante y la estrechó entre sus brazos. Ella reaccionó acariciándole la espalda y besándole en el cuello.
– Lo siento -murmuró Eleonor.
– No, yo me he portado mal.
La respuesta de Thomas fue un susurro en el pelo de ella.
– Has estado deprimido mucho tiempo -dijo ella en voz baja, y le besó en la boca.
Él correspondió a sus labios, salados y ligeramente secos. El deseo se disparó por todo su cuerpo, con la consabida erección.
– Vamos a la cama -propuso ella.
Thomas la siguió hasta el dormitorio. Eleonor se detuvo al lado del cuarto de baño.
– Ve tú delante -le dijo.
Él sabía lo que iba a hacer: aplicarse algún lubricante en los genitales para facilitar las cosas. Se aproximó a la cama lentamente, retiró la colcha y se quitó la ropa. Eleonor llegó y se colocó detrás de él, le abrazó por las caderas y se frotó con los glúteos de su marido. Thomas se puso de rodillas junto a la cama, y ella se sentó frente a él, separó las piernas y se inclinó hacia atrás. Él le miró la vulva, brillante por la crema, y le peinó con los dedos la bien cuidada mata de vello. Le acarició el clítoris con mucha suavidad y lentitud, hasta que ella comenzó a gemir. Con la verga rígida como una lanza, se acercó más a Eleonor y dirigió la punta hacia la abertura. Ella lanzó una exclamación entrecortada. Él siguió presionando, sin moverse apenas, hasta que las cálidas profundidades le envolvieron, atrayéndole y haciéndole jadear. Las entrañas femeninas revivieron debajo de él, alrededor de él, y empezaron a respirar y girar. Thomas salió despacio, provocando a la vulva, al clítoris, haciendo que la mujer echara la cabeza hacia atrás y gritara. Luego, se hundió profunda e impetuosamente en ella, empujando rítmicamente hasta que notó sus espasmos. Entonces, se corrió él, transportado por la ola de placer de Eleonor.
– Cariño -dijo ella-, ha sido magnífico.
Thomas quedó exhausto encima de su mujer, con la cabeza descansando entre sus pechos.
– Ese pollo debe de estar ya requetehecho, ¿no te parece? -dijo Eleonor- ¿Me pasas los pañuelos?
Una sensación de despeñarse a través de la cama dejó a Thomas incapaz de contestar. Eleonor salió de debajo de él retorciéndose, y él la vio coger los pañuelos de papel de la caja que estaba sobre la mesilla y limpiarse entre las piernas.
– Voy a retirar la olla del fuego -dijo ella.
Thomas se acomodó perezosamente en el lecho y se adormiló. Despertó al cabo de uno o dos minutos, con los pies fríos y las rodillas doloridas. Se levantó, tambaleante, se puso una bata y entró en la cocina.
– Lo he llevado todo abajo -dijo Eleonor.
Thomas orinó, se limpió el pene de lubricante y esperma y bajó al cuarto de estar. Había vino y ensalada y en la mesa estaba dispuesto el servicio para dos. Se sentó, y Eleonor le siguió con el pollo al coco y un salvamanteles. Se acurrucó junto a él en el sofá y le plantó un beso en la frente.
– El sexo siempre me da hambre -dijo ella.
Comieron y bebieron en silencio.
– He estado comportándome como un gilipollas -dijo Thomas después de un rato. Ella miró el contenido de su copa, un Chardonnay australiano fresco.
– Estabas deprimido; eso le pasa a cualquiera.
– No sé qué me ocurría. Nada me satisfacía ya.
– Mira, eso puede pasar cuando se trabaja tanto como trabajamos nosotros. Será mejor que nos cuidemos y procuremos no quemarnos.
Thomas parpadeó, recordando la voz de la periodista cuando le preguntó ¿Eres de los que están quemados? Carraspeó, rodeó la espalda de Eleonor con un brazo y con la mano libre cogió el mando a distancia. Se echó hacia atrás; habían comenzado las noticias, Aktuellt. El congreso de su partido ya estaba próximo y los socialdemócratas andaban enzarzados en un acalorado debate; parecía que tenía algo que ver con que un miembro del gobierno había usado la tarjeta de crédito oficial para compras personales, según pudo deducir él. Un incendio en Filipinas amenazaba a toda una ciudad. Una mujer kurda había sido asesinada durante una manifestación en Sergelstorg.
– ¿Te gustaría escuchar un poco de música? -le preguntó su mujer, a la vez que se levantaba.
Thomas masculló algo como respuesta mientras intentaba oír qué había ocurrido. Un disparo en la cabeza, en medio de una muchedumbre, ¿cómo podía pasar algo así?
– ¿Bach o Mozart?
Thomas reprimió el suspiro que estaba a punto de exhalar.
– Me da igual -dijo-, escoge tú.
Domingo, 4 de noviembre
Annika detestaba los domingos. Eran interminables. Todo el mundo ocupado en gilipolleces inútiles, matando el tiempo con actividades sin sentido. La sociedad se volcaba en ideales absurdos: ir de picnic, visitar museos, mimar a los niños, hacer barbacoas. Los días laborables, con asuntos cotidianos que mantienen la ansiedad a raya, quedaban lejanos, desconectados. La única excusa válida para no tener nada que ver con todo aquello era trabajar: echarle la culpa al trabajo te exime de esas cosas. Ella necesitaba descansar, dormir un poco, para poder trabajar toda la noche.
Gracias a Dios, ese día tenía horario nocturno.