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– Pero ¿qué estás diciendo?

Annika rodeó con los brazos sus piernas dobladas encima del áspero sofá y se mecía de un lado a otro sollozando al auricular.

– La envié a Paraíso y allí la traicionaron. Ahora está muerta.

– Espera -le dijo Anne Snapphane-. La chica ha sido asesinada, ¿verdad? Le dispararon en la cabeza. ¿Cómo puedes ser tú responsable de eso?

Annika tomó aliento varias veces, y los sollozos empezaron a debilitarse.

– Paraíso es una farsa. La directora, una impostora. Aida, la chica asesinada, dijo que iba a sacar a la luz los trapos sucios de la fundación. Por eso ha muerto.

– Vamos a comenzar por el principio -dijo Anne-. Cuéntamelo todo.

Annika se armó de valor y le contó todo a su amiga. Le dijo que Rebecka la había llamado buscando publicidad. Le describió el primer encuentro en un hotel destartalado y la ingeniosa organización de Paraíso. Le habló de sus propias reticencias; del segundo encuentro; de que los cálculos de Rebecka no cuadraban; de la mafia yugoslava; de los increíbles planes de Rebecka para trasladar a sus clientes al extranjero; de cómo ella, Annika, había descubierto las deudas de Rebecka, sus cambios de nombre, las quiebras, los indicios delictivos. Después, siguió hablándole de Aida, del peligro que corría, del hombre que intentó entrar por la fuerza en su habitación del hotel, y de que ella le había proporcionado el número de teléfono de Paraíso y la había animado a ir allí en busca de ayuda; le habló de Mia Eriksson, que apareció un día a la puerta de su apartamento y le dio su versión de la historia, y le describió la última desesperada llamada telefónica mediante la cual le hizo saber que Aida había desaparecido, que Rebecka la había amenazado.

– ¿Y tú crees que todo eso es culpa tuya? -dijo Anne Snapphane.

Annika tragó saliva.

– Es que lo es.

Anne suspiró.

– Por favor -dijo-. Tú no puedes cargar con todo lo que va mal en la Tierra. Sé que quieres salvar el mundo, pero tiene que haber un límite, y ahora te estás pasando de la raya. Estás agotada. Tu abuela no está bien, ¿no te das cuenta de la cantidad de energía que te absorbe tu preocupación por ella? Eres tan increíblemente considerada cuando se trata de los demás que ya va siendo hora de que seas menos dura contigo misma.

Annika no respondió. Siguió sentada en su oscuro apartamento y dejó que las palabras fueran calando.

– Tú no pusiste la bala en el cerebro de esa pobre chica de ninguna manera -continuó Anne-; cuando tú la conociste, ella ya estaba metida en serios aprietos, ¿no? Trataste de ayudarla, pero no salió bien. Así que hablemos de intenciones. ¿Por qué la enviaste a Paraíso? Para ayudarla, evidentemente. Vamos, Annika, No eres culpable de nada. De ningún modo. ¿Comprendes?

Annika se echó a llorar otra vez, con un llanto suave, de alivio.

– Pero está muerta. Y me caía bien.

– Tienes todo el derecho a estar triste; intentaste ayudarla y murió de todos modos. Es horrible, pero tú no tienes la culpa.

– No -susurró Annika-, yo no tengo la culpa.

– ¿Estás bien? -preguntó Anne-, ¿quieres que vaya a tu casa? Puedo llevar un kilo de chocolate que tengo aquí.

Annika sonrió al auricular.

– No -contestó-, estoy bien.

– Lo que tú digas. No pienses en mí ni en el aspecto que voy a tener después de ponerme morada de chocolate. A propósito, puede que presente un show en televisión.

– ¿Tú? ¿Y eso?

– Bueno, mujer, no te sorprendas tanto. La presentadora de El Sofá de las Mujeres ha firmado un contrato con otra cadena, que debe de ser la peor elección del año, si quieres que te diga. Eso significa que se necesita una nueva presentadora ipso facto, y ésa seré yo o bien la reina de las barbies, Michelle Carlsson. ¡Dios mío!, se me ponen los pelos de punta sólo de pensarlo, así que voy a darme un atracón…

Cuando Anne colgó, la oscuridad era más agradable, y el movimiento de las cortinas, abstracto e irregular.

Ella no tenía la culpa. Era espantoso, horrible, pero no podía hacer nada ya. Demasiado tarde. Demasiado tarde para Aida, de Bijelina.

Annika se desvistió sin dar la luz y dejó la ropa en un montón sobre el sofá.

Durmió en calma.

Lunes, 5 de noviembre

Un timbrazo prolongado hizo despertar a Annika. Medio aletargada aún, se levantó de la cama, enredándose con el edredón; se lo puso alrededor y fue hasta la puerta.

– Así no se hacen las cosas -dijo el cartero en tono de reproche, y le entregó una bolsa de plástico que contenía algunos objetos.

Aturdida todavía, Annika pestañeaba sin comprender y se rascaba un párpado.

– ¿Qué?

– Dígale a sus amigos que utilicen materiales adecuados cuando le envíen cosas por correo en el futuro. Nosotros no podemos andar arreglando cartas que se rompen, como ésta.

– ¿Es para mí? -preguntó, perpleja.

– ¿No es usted Annika Bengtzon? Pues aquí tiene.

El cartero le entregó la bolsa y un montón de sobres con ventanilla, todos ellos facturas. ¡Vaya mañana tan estupenda!

– Gracias -dijo Annika antes de cerrar la puerta.

Dejó caer el edredón al suelo y examinó la bolsa: ¿qué diantres era aquello? Lo levantó hacia la luz para verlo mejor. ¿Un sobre roto, un pegote de chicle y un llavero? Rompió la bolsa de plástico y vació el contenido sobre la mesa. Observó detenidamente el sobre: sí, iba dirigido a ella; la caligrafía era uniforme, pero las palabras se habían escrito con premura, seguramente sobre una superficie irregular. Junto al borde inferior había algo más manuscrito: Las llaves del Paraíso.

Mia.

Annika se sentó en el sofá. Las llaves de Paraíso. Cogió el sobre, debía de ser uno usado ya con anterioridad. Habían escrito apresuradamente. Miró el matasellos: de un pueblo de Norrland.

Claro, Mia ya no necesitaba las llaves. La familia había tenido que irse de la casa de Järfälla. Annika tenía la dirección, se la había dado Mia. Fue a buscar su bolso y sacó todo lo que había dentro: las mismas compresas y pastillas de menta que antes, una libreta, un bolígrafo, una cadena de oro…

Se detuvo. La cadena de oro. Se sentó en el suelo y la cogió. La cadena de oro de Aida con dos colgantes; uno, un lirio; el otro, un corazón. La manera de Aida de agradecer a Annika que le hubiera salvado la vida.

Y murió, de todos modos, pensó Annika. Pero no fue culpa mía. Yo hice lo que pude.

Se puso la cadena por la cabeza y la colocó alrededor del cuello. El metal estaba frío y pesaba. Salvo la libreta de notas, el resto fue de vuelta al bolso. Llevó el cuadernillo al cuarto de estar y lo hojeó para encontrar la dirección. Una esquina de una hoja estaba rota; ella había escrito la dirección en el trozo que faltaba para dársela a aquel funcionario, Thomas Samuelsson. Thomas, que jugó al hockey en su momento y estaba casado con la señora Samuelsson.

Annika sacó las Páginas Amarillas y buscó el plano de Järfälla.

Sonó el teléfono y la sobresaltó.

– ¿Cómo estás? Jansson me ha dicho que anoche no te sentías bien y tuviste que irte a casa.

Era Anders Schyman.

Annika tragó saliva.

– Estoy mejor -dijo con cierto titubeo.

– ¿Qué pasó? ¿Te desmayaste?

– Algo así -respondió Annika.

– Se te veía muy cansada últimamente -afirmó el redactor adjunto-; yo creo que estás trabajando mucho con el caso de la fundación.

– Pero no he… -comenzó a decir.

Schyman la interrumpió.

– Escúchame. Tómate de baja los próximos días y ya veremos cómo te encuentras después. Olvídate de Paraíso y dedícate a mimarte. ¿Es tu madre la que tampoco está bien?

– Mi abuela.

– Pasa algún tiempo con ella y ya nos veremos la próxima vez que estés de guardia. Cuídate.