Una sensación de calidez se extendió por el estómago de Annika cuando Schyman colgó. La gente se preocupaba por ella. Suspiró y se acomodó en el sofá. La perspectiva de tener tiempo libre ya no le resultaba sombría ni amenazadora, sino agradable y placentera.
Fue a su dormitorio y se puso un chándal. Primero una ducha y luego ya sabía exactamente lo que iba a hacer.
Schyman debía tener cuidado; no era conveniente dejar que las personas en quienes confiaba y con quienes podía contar se desmoronasen. No le servirían de nada si se «quemaban». Annika Bengtzon tenía que mantenerse alerta todavía un poco más de tiempo.
Tomó una profunda bocanada de aire y el aroma de los productos de limpieza le llenó las fosas nasales. Deshacerse de aquel viejo sofá raído y hacer que limpiaran completamente la habitación había sido una idea magnífica.
Sintiéndose seguro y relajado, se reclinó en el asiento y abrió el periódico. Su satisfacción disminuyó ligeramente mientras lo leía. En primera plana aparecía el espectacular asesinato ocurrido en Sergelstorg, la mujer a quien habían disparado en la cabeza durante una manifestación. El artículo iba ilustrado con una fotografía grande, algo borrosa, de la chica. Era joven y guapa. No había nada polémico en que se hubieran publicado el nombre y la fotografía, pero los datos truculentos venían descritos con demasiado detalle. No era necesario en absoluto saber que la bala de punta hueca le había destrozado los sesos antes de alojarse en la cavidad nasal. Schyman suspiró. Bueno, no merecía la pena preocuparse por insignificancias como aquélla.
La página siguiente presentaba la inminente crisis gubernamentaclass="underline" estaba previsto que el congreso del partido socialdemócrata comenzara el jueves y durase una semana, y la lucha por el poder estaba muy animada. Carl Wennergren había seguido con sus indagaciones en los asuntos financieros de aquella política (al parecer, no había abonado a tiempo las facturas de la guardería) y se aproximaba rápidamente a un punto sin retorno en lo que a la ética se refiere. El periódico no había llegado todavía al meollo de la cuestión: por qué se estaba investigando a la mujer en aquel momento precisamente. Se trataba de un hecho bien conocido que dicha política era la principal candidata del comité de selección para el cargo de secretaria del partido, lo que significaba que estarían preparándola para el puesto de primera ministra, y esto hacía que los cincuentones cardíacos de culo gordo se la tuvieran jurada. Eso era lo que Schyman quería ver en el periódico: una descripción de hombres que detentaban el poder y lo que estaban dispuestos a hacer para no soltarlo. Los nombres de los otros candidatos no se habían filtrado a la prensa, aunque se sabía que tres diputados iban a salir del comité ejecutivo, el grupo de élite en el poder. Schyman tenía el presentimiento de que los candidatos podrían resultar controvertidos. El congreso prometía ser emocionante. Corrían rumores de que Christer Lundgren, antiguo ministro de Comercio Exterior, que había dimitido a causa del escándalo del Estudio 69, iba a volver al ruedo. Personalmente, Schyman no lo creía probable: el escándalo había sido demasiado grande y nunca se aclaró del todo; había temas potencialmente explosivos sumergidos bajo la superficie. Pero la ministra de Cultura, Karina Björlund, quizá estaba labrando ella misma su propia caída. Había propuesto con mucho interés que el gobierno tuviera el derecho de nombrar y destituir jefes de redacción y directores ejecutivos de las empresas mediáticas de toda Suecia. De algún modo, la habían mantenido en su cargo, y él sabía por qué. Annika Bengtzon se lo había contado hacía unos dos años.
El resto de las noticias del periódico era bastante flojo. Los consejos de los mercados de valores -«Consiga triunfar»- le hacían bostezar. Las páginas centrales ofrecían una entrevista con un personaje famoso de televisión que estaba a punto de cambiarse a otra cadena. El cambio no parecía deberse a ningún conflicto, era cuestión de codicia. Schyman bostezó otra vez. Ellos no habían sido capaces de descubrir nada sólido durante la semana anterior, algo que hubiera asegurado la edición del lunes mientras esperaban que las historias de la vida real y la nueva semana se pusieran en marcha.
Pero qué demonios, el departamento de edición se encontraba en buena forma, estaba preparado. No debían dejar pasar ninguna cosa que surgiera en su camino, por insignificante que fuese.
En el estómago de Thomas, la pizza parecía un ladrillo de queso y le hacía sentir unas ligeras náuseas. Después del almuerzo se encerró en su despacho, sin tomar café, con los periódicos vespertinos.
Allí, en su mesa, estaba la factura de Paraíso por una vivienda segura durante los meses de noviembre, diciembre y enero. Trescientas veintidós mil coronas. Thomas sabía que el presupuesto de los Servicios Sociales no podía cubrir semejante cantidad. Tendrían que posponer la limpieza de una guardería infantil con problemas de humedades para darle el dinero a aquella estafadora.
La trabajadora social le había entregado la factura al salir a comer con sus compañeros.
– Esto acaba de llegar por fax -le había dicho con el tono de voz y la mirada glaciales.
Thomas le había dado las gracias, más angustiado de lo que quería admitir.
Ahora miraba la factura y calculaba mentalmente de dónde podría arañar para que salieran las cuentas.
¡Qué demonios!, pensó un segundo después y desechó las otras ideas. No es problema mío. El consejo Directivo ha dado el visto bueno a esta mierda, así que tendrán que arreglarlo ellos.
Thomas suspiró, se echó hacia atrás y cogió el Kvällspressen. Lo abrió por las páginas centrales y encontró una extensa entrevista con una presentadora de televisión que iba a pasarse a otra cadena, ¡Es increíble lo poco interesante que resulta!, pensó, y volvió a la portada. Aparecía una fotografía de la persona que había muerto en Sergelstorg el sábado anterior, la mujer kurda a la que habían asesinado en medio de una manifestación. Vaya, qué joven era. Dejó que su mirada vagara hasta llegar al pie de foto: Aida Begovic, de Bijelina, Bosnia.
Durante unos segundos se le paralizó el cerebro. Luego, tiró el periódico y cogió la factura de la Fundación Paraíso. Llevaba la fecha del 5 de noviembre.
Esto no es posible, pensó. Abrió de un tirón un cajón de la mesa, el de abajo, y sacó todos los papeles que tenía con información sobre el caso. Los hojeó. Tenía razón.
Aida Begovic, de Bijelina, Bosnia.
La ira le dejó sin aliento. En su campo de visión había una nube rojiza que se extendía de arriba abajo. La muy zorra… Tenía la desfachatez de cobrar por la protección de una mujer que había sido asesinada.
Thomas dejó los papeles sobre la mesa. Entre ellos había un trozo de hoja con una dirección escrita en él. Cayó revoloteando cuando Thomas sacudió el montón de listados del Registro de Morosos de Sollentuna; era el trocito que Annika Bengtzon había arrancado de su libreta. Se guardó la factura y la dirección en un bolsillo interior de la chaqueta, a la altura del pecho, se puso el abrigo y se marchó.
Annika bajó del tren en Jakobsberg, llevando firmemente agarrada la página 18 de la sección de planos de las Páginas Amarillas. El viento era cortante y la humedad le laceraba la piel. Edificios como cajas marrones, de los años sesenta, una escuela, un salón de reuniones, una iglesia. Estudió el plano y vio que tenía que dirigirse al noroeste. Un paso de peatones subterráneo la llevó bajo la autopista Viksjöleden. Se comió una hamburguesa en Emil's Fast Food.
El nerviosismo se disparó en su cuerpo en cuanto salió del local. Sentía la boca grasienta, y la hamburguesa le causaba malestar y ardor de estómago. Estaba a punto de tomarse la justicia por su mano.