No, pensó, un ataque de ansiedad ahora no.
Su organismo no la obedecía y comenzó a hiperventilar. Se dio la vuelta sobre la espalda y buscó en los bolsillos algo en lo que poder respirar. Encontró los guantes y se cubrió la boca y la nariz con uno. Inspiró y espiró una y otra vez hasta que el ataque remitió y ella se quedó exhausta. Luego, fijó la mirada en la parte inferior de aquella cama de sesenta años; unas cinchas oscurecidas sostenían un somier de muelles y un colchón lleno de polvo.
Annika volvió la cabeza hacia la pared y apoyó una oreja en el suelo. Voces excitadas, un hombre y una mujer. El hombre, agresivo, la mujer, con indicios de histeria. Reconoció una de las voces: Rebecka Agneta Charlotta Evita.
– Ese caso era mío -decía la mujer-; ¡mío! ¡Qué rata de alcantarilla! ¡Los Servicios Sociales a punto de pagar y esa zorra va y se larga!
Debe de referirse a Mia, pensó Annika. Algún objeto se rompió abajo; ella intuyó que había sido la cafetera. El hombre murmuró algo que ella no llegó a captar y, luego, le llegó un fuerte zumbido. Dio un respingo y se golpeó la cabeza con el somier. ¡Ay, coño! El zumbido cesó. Ella se tendió de nuevo y se tocó la frente con cuidado: sangraba un poco. Volvió a oírse aquel ruido: era el timbre de la puerta. Estaba instalado en una pared de la cocina, cerca del techo.
En el silencio que siguió, Annika oyó murmullos; ahora las voces denotaban más sorpresa que enfado, más miedo y menos agresividad.
– No, yo no espero a nadie…
– … puede que haya vuelto…
Annika percibió el sonido de las pisadas abajo al mismo tiempo que la sangre le caía hacia los ojos. Ella escuchaba aún con más atención.
Era un hombre: había llegado otro hombre. Discutían; las voces se elevaban. La puerta principal se cerró y volvieron a la cocina.
– Si cree usted que voy a pagar esta factura, está apañada -dijo una voz masculina, y Annika dio un grito ahogado.
Thomas Samuelsson.
La voz de la mujer, fría y desdeñosa, se filtraba a través del techo.
– Tenemos un contrato y usted tiene que cumplirlo.
– ¡Por amor de Dios! ¡La mujer está muerta!
El funcionario estaba furioso.
– Ella se escapó -dijo Rebecka Evita-; prefirió irse, lo cual no les exime del pago.
Thomas Samuelsson bajó la voz, haciendo difícil para Annika entender sus palabras.
Ella creyó oírle decir:
– ¡Voy a ir a la policía, arpía embustera! ¡Sé todo lo de sus deudas y quiebras, y le aseguro que usted no va a defraudar a la ciudad de Vaxholm!
A continuación vino una refriega. El otro hombre empezó a gritar. Thomas Samuelsson le dio la réplica oportuna. La mujer chillaba también. Y entonces se oyó un golpe sordo y el sonido como de una madera que se astillaba. Todos se desgañitaban y la casa se movía.
– ¡Enciérralo! -exclamó Rebecka.
Un golpe más lejano, gritos apagados, puños que aporreaban rítmicamente.
– ¿Qué coño vamos a hacer ahora? -preguntó el hombre.
– Callarle -dijo la mujer.
Puños que seguían dando golpes: zas, zas, zas, voces airadas: «Dejadme salir, malditos impostores». Luego, pasos seguidos de otro ruido sordo. Después, silencio.
– ¿Está muerto? -preguntó la mujer.
Annika contuvo el aliento.
– No -respondió el hombre-; se pondrá bien.
Annika cerró los ojos y suspiró.
– ¿Por qué le has dado tan fuerte? Estás loco, no podemos dejarle ahí tirado en el suelo.
– Tenemos que ir a buscar el coche.
– Yo no voy a llevarlo conmigo.
– Deja de lamentarte, por lo que más quieras. Te estoy diciendo que…
La puerta principal se cerró de un portazo y apagó las voces.
En medio del silencio, Annika permaneció donde estaba, toda polvorienta y acalorada. Una pluma cayó de los muelles de la cama y se le posó en la nariz. El tiempo se detuvo mientras ella respiraba superficial y calladamente.
Volverán. Volverán pronto y tienen un coche. Se llevarán a Thomas Samuelsson y será demasiado tarde.
El último pensamiento hizo eco en su mente: demasiado tarde, demasiado tarde. Demasiado tarde para Aida, de Bijelina, demasiado tarde para Thomas Samuelsson, de Vaxholm.
Annika sopló la pluma y se arrastró por debajo de la cama. Estornudó, cubierta de polvo de los pies a la cabeza, y miró hacia fuera. Rebecka y un hombre se dirigían calle abajo. Pasaron por delante de un coche que Annika reconoció como el Toyota Corolla de Thomas Samuelsson.
Se sentó en el suelo, con el cerebro en punto muerto; ¿qué iba a hacer ella? No tenía ni idea de cuánto tardarían en volver Rebecka y el hombre. Tal vez lo mejor fuera seguir sentada, esperar y dejar que recogieran al contable. Después ella podría escabullirse de la casa al anochecer.
Miró por la ventana de nuevo. Ya casi había oscurecido. No, Rebecka. Si ella tenía que hacer algo aparte de esperar, tenía que hacerlo pronto.
Volvió a sentarse y cerró los ojos, dominada por la duda. Ojalá no fuera tan cobarde. Ojalá no fuera tan débil. Ojalá tuviera más tiempo.
Pero qué gallina eres, se dijo a sí misma. Ni siquiera sabes con cuánto tiempo cuentas. Eres capaz de salir de aquí si empiezas a moverte.
Se puso en pie; salió a hurtadillas hasta el rellano superior y bajó los peldaños arrastrándose y jadeando de ansiedad. Miró a su alrededor y vio la sartén en el suelo. ¿Dónde le habían puesto a él?
Un leve quejido desde el armario de las escaleras le hizo darse la vuelta. La llave seguía aún en la cerradura. Fue y la giró.
El hombre se vino abajo sobre ella, que le recogió en sus brazos y cayó de rodillas. La cabeza de él descansaba en la parte interior de un codo de Annika. Sangraba por una herida ostensible en la raya del pelo; sus cabellos, tan claros, ahora estaban manchados y oscurecidos, debido a la sangre. Ella le aflojó la corbata, y él se quejó otra vez.
La rabia llenó de lágrimas los ojos de Annika. ¡Malditos asesinos! Primero Aida, ahora Thomas. ¿Es que aquello no iba a terminar nunca?
– ¡Eh! -dijo Annika, dándole al contable unas firmes palmaditas en las mejillas-. Tenemos que salir de aquí.
Ella intentó ponerle de pie, pero se le escurrió y cayó al suelo.
– ¡Thomas! Thomas Samuelsson de Vaxholm, ¿dónde tiene las llaves del coche?
Él gimió, rodó sobre su espalda y dejó la cabeza apoyada en el gastado felpudo del vestíbulo.
Annika buscó en los bolsillos de Thomas, tela suave, manos torpes, allí estaban. Fue al cuarto del sofá para ver si Rebecka estaba regresando a la casa. No había nadie a la vista.
Cuando Annika estaba a punto de salir del cuarto de estar, se dio cuenta de que la puerta de la habitación que antes se encontraba cerrada con llave ahora estaba entornada. Titubeó un segundo: debería estar saliendo de allí de una puñetera vez. Pero también debía mirar dentro de aquel cuarto.
– ¡Dios! ¿Qué me ha ocurrido?
Una voz entrecortada y aturdida llegaba desde el vestíbulo. Annika se acercó a Thomas.
– Que le han dado un sartenazo en la cabeza -dijo ella-. Vamos a salir de aquí, pero antes quiero mirar una cosa.
Thomas Samuelsson intentó incorporarse, pero se desplomó.
– Siéntese un minuto; yo vuelvo enseguida -le dijo Annika.
Ella corrió hacia la puerta ahora entreabierta, la abrió de par en par y observó el contenido de la habitación.
Decepcionante.
Annika no sabía qué esperaba en realidad, pero seguro que no era aquello. Un escritorio. Un teléfono. Un fax. Una estantería llena de cuadernos de anillas y un montón de papeles. Como no se oía nada, entró y cogió el cuaderno donde ponía Borrados de los registros.